Política. Crítica.
Por Roberto Alvarez Quiñones…
Buen aniversario en sus 90 años
José Martí definió genialmente la naturaleza de los seres humanos cuando expresó que “los hombres andan en dos bandos: los que aman y construyen y los que odian y destruyen”.
¿A cuál de los dos bandos pertenece Fidel Castro? Si despojamos la respuesta de todo ropaje ideológico y político, las evidencias revelan, como una verdad de Perogrullo, que el comandante es un coloso extraordinario del bando de los que odian y destruyen. Muestran que cual caballo de Atila por donde él pisa ya no crece más la yerba. [Por algo le apodaban, desde el principio de la Revolución, el “Caballo”. Nota del editor].
Sin embargo, ni todos los cubanos que viven en la isla lo perciben así, ni al mundo parece importarle un pito su sanguinaria trayectoria de psicópata desbaratador de todo lo que toca.
Por eso el anciano caudillo tiene por estos días muchos motivos para celebrar jubiloso su cumpleaños 90. No sólo porque pocos políticos alcanzan tal longevidad, sino porque pasará a la posteridad como el déspota más mimado de que se tenga memoria.
El “Comandante en Jefe” no será absuelto por la historia, como sentenció luego de la masacre del 26 de julio de 1953 —con una frase tomada de Adolfo Hitler—, pero se puede vanagloriar de ser el campeón mundial de los dictadores.
Nadie que no haya sido rey, emperador, príncipe o jeque, ha gobernado durante más de medio siglo. En 2007 destronó al hasta entonces campeón, el norcoreano Kim Il Sun, quien gobernó 48 años. Y continuó ampliando su plusmarca hasta 2011 (52 años), cuando entregó su cargo de Primer Secretario del Partido Comunista.
Pero hay más, el nonagenario iconoclasta es hoy un dictador adjunto. Su hermano Raúl, el nuevo faraón cubano impuesto por él, no toma una sola decisión importante sin consultarla con su guía y héroe. O sea, Fidel acumula 57 años como autócrata. Y quiere redondear la cifra en no menos de 60 años para hacerla más imbatible.
Ganó la guerra a los ‘americanos’
Castro está feliz porque ganó la guerra a los “americanos”, como prometió en una carta a Celia Sánchez cuando estaba en la Sierra Maestra. Su dinastía familiar, con su hermano al frente, ha sido legitimada por el presidente de Estados Unidos, bendecida por el Papa, y alabada por los líderes de la Unión Europea, de Latinoamérica, y por la opinión pública internacional.
Ambos Castro son autores de crímenes y violaciones at infinitum de los derechos humanos. A nadie parece importarle ese “detalle”. Semejante falta de principios en las relaciones internacionales le pone un sello nefasto al siglo XXI.
Pero a mi modo de ver lo que más le satisface al tirano es que se va a marchar de este mundo sin que los cubanos de la isla lo hayan conocido realmente. No saben quién es Fidel Castro Ruz.
Ni los pocos ancianos que supieron de sus andanzas criminales en los años 40 y principio de los 50 pueden hablar en la isla, ni se pueden publicar testimonios de quienes al trabajar cerca de él constataron su menosprecio de los cubanos, su falta de principios, su afición por desaparecer físicamente a sus rivales y oponentes, y por castigar a quienes osan estar en desacuerdo con él. Increíble paradoja, los fidelistas no conocen a Fidel. No conocen al megalómano que hace cualquier cosa para mantener el poder.
Gatillo alegre sin escrúpulos
Pocos saben en Cuba que Castro entró en la política a tiro limpio, asesinando, baleando e intimidando a sus rivales políticos. Era un gangster miembro de la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR), una de las pandillas políticas habaneras, encabezada por Emilio Tro.
La UIR le disputaba el control político de la Universidad de La Habana a la Federación Estudiantil Universitaria (FEU), que presidía Manolo Castro, a quien Fidel detestaba por no querer apoyarlo en su candidatura para presidente de la Escuela de Derecho. La FEU en esa época era un trampolín para escalar las más altas posiciones en la vida política nacional.
Cuando Fidel quiso ingresar en el Partido Ortodoxo fue rechazado por su líder, Eduardo Chibás. “No quiero gangsters en el partido”, explicó Chibás. Solo ante la insistencia de José Pardo Llada posteriormente lo aceptó.
Manolo Castro murió en un atentado en 1948, después de que José Fallat (alias el “Turquito”) matara a Emilio Tro, el jefe pandillero de Fidel. También fue asesinado Oscar Fernández Caralt, sargento de la policía universitaria. Castro fue acusado de ambos asesinatos, pues hubo testimonios que lo inculparon. Incluso Caralt dijo antes de morir que quien le había disparado era Fidel, según informó el diario El Crisol.
Pero testigos dijeron luego que el dinero del padre de Castro y la corrupción en el sector judicial impidieron que fuera condenado. De haber sido encarcelado Cuba sería hoy un país libre y próspero, quizás parte del Primer Mundo.
Fidel también hirió a balazos a su rival político Leonel Gómez, señalado como el asesino de Justo Fuentes Clavel, vicepresidente de la FEU y colega de Fidel en la UIR. Y baleó a su también rival político Rolando Masferrer, quien salió milagrosamente ileso en el atentado.
Incitando a un golpe de Estado
No saben los cubanos en la isla que en 1951 el joven gatillo alegre visitó al senador Fulgencio Batista en su finca Kukine, para alentarlo a que diera un golpe de Estado. El encuentro lo pidió Castro y lo consiguió su cuñado, el político Rafael Díaz-Balart. Y lo presenció el periodista Antonio Llano Montes, de la revista Carteles. Díaz-Balart reveló que estando en la biblioteca Fidel le dijo a Batista que entre sus libros faltaba La técnica del golpe de Estado, de Curzio Malaparte.
Castro quería que el general violentara la Constitución para entonces él iniciar la lucha contra la dictadura y tomar el poder por la fuerza. Sabía que con su fama de gángster y loco no tenía chance alguno en las urnas. Fue eso lo que sucedió el 10 de marzo de 1952.
Siete años después, ya instalado en el poder, convirtió a Cuba en una colonia de la Unión Soviética, suprimió los derechos ciudadanos, fusiló a miles de opositores políticos, forzó la emigración de casi dos millones de personas, empobreció a los cubanos a niveles africanos, exportó la guerra “revolucionaria” por Latinoamérica. Envió a la muerte, en conflictos africanos, a miles de jóvenes. Entronizó el odio fatal entre cubanos, incluso familiares, por razones político-ideológicas.
Imaginémonos que el presidente Barack Obama hubiese ordenado hundir una embarcación y ahogar a decenas de adultos y niños que deseaban abandonar Estados Unidos, el derribamiento de dos avionetas civiles en aguas internacionales para evitar que lanzaran volantes sobre Miami, y el fusilamiento de tres jóvenes que trataban de escapar de EE.UU. en una lancha. Hoy Obama estaría en la cárcel. Castro cometió todos esos crímenes en su etapa final como Jefe de Estado y es venerado universalmente.
El carisma, fuente de legitimidad
Otra razón que tiene Fidel para celebrar es la Doctrina Insulza de la OEA, según la cual un dictador es legítimo si es de izquierda, buen orador y se mantiene mucho tiempo en el poder.
En 2007 el secretario general de la OEA, el socialista chileno José Miguel Insulza, instauró un nuevo principio en las relaciones interamericanas: “Fidel Castro —dijo Insulza— es un líder carismático que ha marcado medio siglo de la vida hemisférica… y esa personalidad ha terminado por imponer como legítimo dentro del hemisferio o dentro de América Latina un régimen como el que hoy día tiene Cuba”.
Es decir, si un líder político es de izquierda, habla bonito, asalta el poder a cañonazos y lo mantiene muchos años es un mandatario legítimo, pues el tiempo y el carisma personal son fuentes de legitimidad.
Claro, Insulza nunca explicó por qué no fueron legítimos los Somoza, los Duvalier, Alfredo Stroessner, Rafael Leónidas Trujillo y otros gorilas latinoamericanos con más de 20 años como gobernantes.
El dictador Augusto Pinochet murió (2006) en Chile acosado por la justicia y su colega argentino Jorge Videla murió (2013) en la cárcel. Ambos eran de derecha.
Fidel Castro, en cambio, todo indica que va a morir sin enfrentar la justicia, y considerado como un gran defensor de los pueblos del Tercer Mundo. No importa su ficha como tirano implacable, y el haber remontado a los cubanos a la Edad Media.
No, el viejo comandante no debe ser homenajeado, ni hoy ni nunca. Lo justo sería sentarlo en el banquillo de los acusados ante un tribunal, en La Habana, o en La Haya. Junto con su hermano.
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