Teatro. Crítica.
Por Mercedes Eleine González…
El rastrero, la más reciente obra de teatro escrita por la dramaturga cubana Teresa Cifuentes Plá podría haberse llamado : “El trauma de un niño”, o “Un recuerdo que revive”, o “Huellas del pasado”, o “Un dolor que lacera”, o simplemente, “El padre que no conoció”, pero la también poetisa, escritora y directora teatral entendió más contundente y apropiado el título de El rastrero, quizás porque la obra realmente se desarrolla a través de un viaje de una rastra por toda una larga carretera, donde dos choferes dialogan mientras uno de ellos trae recuerdos lacerantes de un pasado que nunca enterró.
A lo largo de la obra y muy bien diseñados se mueven elementos que le aportan una aureola mística, tenebrosa y por momentos alegórica, que la impregnan de una suerte de proféticas visiones que estremecen por su autenticidad, como seres invisibles cuya fuerza omnisciente predice los acontecimientos que están por venir o nos reviven aquellos que precedieron nuestras angustias y placeres.
Tal es el caso de las “letanías”, interpretado por Diana Restrepo, el “viejo del báculo”, interpretado por Bernardo Bernal o la propia “hechicera”, a quien le dio vida Sandra Coronel, cuyos papeles preponderantes de vaticinios, resúmenes narrativos o simplemente especies de deducciones del más allá, semejan voces que llegan de un lejano destino marcado por las conductas de los personajes, como otros tantos protagónicos que merodean por las cercanías de los mismos, personajes místicos que enriquecen la obra de una especie de realismo mágico.
Como bien se explica en el resumen conclusivo de su presentación El rastrero narra el “encuentro de dos rastreros en la carretera”, donde uno de ellos, Rommel, interpretado por el joven actor Steven Salgado, “descubre que su compañero de viaje era el hombre que hacia sexo con su madre cuando él era un niño y para ello su madre lo escondía dentro del armario, por cuyas rendijas viejas él observaba los acontecimientos”; momentos que laceraron su vida posterior y sus vívidos recuerdos que afloran en diálogos como latigazos.
En desgarradoras situaciones climáticas, Rommel hace una profunda reflexión sobre el desempeño de su papel de madre, su lasciva conducta, que la lleva a ser más mujer que madre protectora, en la etapa de crecimiento de un niño de 8 años; el cierto abandono de este niño y el lacerante trauma de su vida desolada son hechos pasados narrados de una manera poética y cruda en el argumento dramatúrgico de la obra, muy bien expresado y equilibradamente dosificado a lo largo de más de hora y media de desarrollo actoral.
Diálogos acertados, delineados y concebidos en ese depurado estilo inconfundible de la Cifuentes, donde lo exacto parece coincidir con lo perfecto, ni una palabra que sobre, ni un vocablo que falte, impregnan la obra de una fluidez casi liquida y transparente que nos sobrecoge de emoción por momentos climáticos.
El rastrero es una obra escrita en 2010, tomada —tal y como su autora ha explicado— de la propia realidad, en la que por muy fuerte que parezca, palidecen los argumentos ante la crudeza que la vida ofrece en incontables ocasiones a sus propios personajes, seres que parecen haber venido a este plano solo para sufrir, en esa suerte de karma inexplicable al que llegamos en este mundo de la posibilidad física, solo para depurar lo que nuestras almas tengan asignado en sus respectivas misiones, para luego ascender al plano superior con el fin de encontrar la tan ansiada y necesaria paz.
Si algún mensaje positivo se traza la obra —y por supuesto que lo tiene— es el cuestionamiento del efecto posterior de nuestras acciones como padres sobre esos seres que a veces, sin responsabilidad alguna, traemos al mundo cotidiano y de la forma malévola o acertada que inciden en su posterior personalidad, para crear seres magníficos o torturados hombres y mujeres que de una manera u otra marcan sus destinos y dañan su propia imagen ante el mundo.
Pienso y coincido plenamente con la crítica, periodista y poeta cubanoamericana Xiomara Pagés que El rastrero es un obra de un nivel de exigencia mucho mayor y para otro tipo de escenario, quizás con otra clase de elenco cuya experiencia actoral implique una interpretación más autentica o genuina.
Aclaro, para que no haya falsas interpretaciones, la obra está muy bien interpretada y dirigida por el grupo que la desarrolla en las cuatro puestas actuales, que tuvieron lugar desde el 9 de julio y hasta el 17 del corriente, en el RIFT Blackbox Theater, del Miami Dance Studio, de la 222 NE 25th St., un lugar que no es propiamente un teatro con todas las condiciones requeridas que cualquier obra teatral exige, por lo que en ocasiones la proyección de voces de los actores se apaga y no llega con definición al oído de los espectadores, y donde tampoco el escenario posee la altitud requerida para que todo el público la pueda disfrutar a plenitud. Pero del lobo un pelo.
Ivette Kellems, una vez más, nos confirma que posee una mano acertada para dirigir jóvenes actores, sacando de cada uno de ellos lo mejor de sí, en una especie de alarde profesional, siendo esta la tercera ocasión en que toma la batuta de una obra teatral, que sin duda la coloca en un acertado lugar dentro de la línea de directores escénicos actuales.
Si hay algo que podría señalarse, en aras de mejorar la puesta en escena, yo diría que viene a ser el personaje del “báculo” —momentos que definen el hilo narrativo de la obra y que son primordiales en su perfecto desempeño—, quien debe tener una mejor dicción, proyección de voz y fuerza dramática en su ejecución, y de vestir, de pies a cabeza, un amplio batilongo blanco, para que así todo fuera más acorde a la intencionalidad con la que fue creado.
Por lo demás, todos y cada uno de los personajes, sobre todo los místicos, desempeñan un maravilloso y divino papel de entes poderosos, los que impregnan la obra con una especie de aire fantasmal delatado por esas fuerzas superiores que designan nuestro propio proceder.
Una vez más, la dramaturga cubanoamericana Teresa Cifuentes Plá se adueña, maravillosamente, de su función de directora teatral, y nos sumerge en ese mundo de proyecciones del yo interno, para vestir en la piel de los actores los disimiles personajes que nos harán reflexionar en profundidad sobre nuestra propia existencia, en un intento por mejorarnos como seres humanos. Eso es El rastrero, un intento de profunda reflexión interna en nuestras vidas.
Bravo, Teresa, una vez más.
[Miami, 12 de julio de 2016]
[Este trabajo crítico fue enviado por su autora especialmente para Palabra Abierta]
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