No deja de ser un debate sin fin y con dispares conclusiones, aunque por las distintas variables que sostienen y/o condicionan dicho futuro, siga atrayendo el interés de muchos. Flaubert, allá por 1852, apuntaba que la novela del siguiente siglo se sostendría “Por la fuerza interior de su estilo”, siendo el tema –añadía- cuestión menor. En mi criterio no acertó, como tampoco quienes con posterioridad han anunciado su final (McLuhan, Eduardo Mendoza, Julien Gracq…), pero, aunque de momento sobrevive a las fatídicas predicciones, es evidente que se ciernen sobre ella amenazas que van en aumento.
Muchos Best sellers siguen centrando la atención, y demasiadas veces sin la entidad de los que antaño sedujeron por méritos propios: desde el Drácula de Stoker a El Principito o Alicia en el país de las maravillas, por citar algunos. En nuestro tiempo, son cantidad los contenidos triviales que se popularizan al dictado de un gusto que manipulan las empresas en un creciente mercantilismo que engloba también al arte pictórico; se potencia la novela comercial al igual que sucede en las ferias con la pintura, todo ello en un escenario de riesgos añadidos y no es el menor la irrupción de una realidad virtual donde el libro electrónico se ha hecho sitio, con lo que supone de peligro añadido para las librerías tradicionales, en trance creciente de cierre.
El volumen de lo editado ha seguido en aumento, sí, pero también a este respecto caben algunas inquietantes consideraciones ya que, en consecuencia, el libro se halla cada vez más sujeto a la inmediatez y, de no promocionarse lo suficiente –al gusto de editorial y librerías-, como producto perecedero desaparecerá de escaparates y estanterías en pocas semanas.
¿De quiénes dependerá una supervivencia más larga? Pues, obviamente, estará en manos de quien pueda influir en gustos y ventas a través de la publicidad, lo que pone en candelero a una industria cultural que condiciona el porvenir de libros, escritores y editoriales. Y a propósito de estas últimas, las pequeñas –en paralelo con las librerías de barrio- tienen un futuro claramente peor que el de los libros, lo que trae necesariamente a colación el papel de las fusiones editoriales y su dominio del mercado cultural (como multinacionales que son, en cuanto a la literatura se refiere) por su decisiva influencia en la promoción de autores, determinadas obras y, como resultado, en las elecciones de los lectores.
Como ejemplos de las mismas, Bertelsmann es la primera en Alemania y participa asimismo en editoriales de EE. UU., Inglaterra, Italia y también españolas; en Francia, 2 grupos, Havas y Hachette, controlaban hasta hace poco más de la mitad del mercado y, por lo que hace a nuestro país, serían cinco (como muestra, el principal consorcio editorial, Planeta, es dueño de Seix Barral, Destino, Espasa, Ariel…). Se deduce de todo lo anterior que es patente la subordinación de la cultura impresa al desarrollo digital y los intereses económicos de grandes medios, así que, tal vez, a escritores, lectores y editoriales independientes les/nos sería conveniente, por terapéutico, asumir el consejo de Cicerón cuando afirmó que la ignorancia sobre los males futuros es más útil que su conocimiento.
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