Como supongo saben todos ustedes, se trata del proceso a la infanta Cristina y su marido Urdangarín, iniciado allá por 2012 y bajo las acusaciones de prevaricación, malversación de fondos públicos y tráfico de influencias. En el ínterin y a la espera de una sentencia que hemos conocido hace pocos días, ambos han seguido en Suiza, obligado él a comunicar cualquier desplazamiento fuera de la Unión Europea (aunque Suiza no pertenezca a la misma) y conservando el pasaporte. Una tolerancia sin nada que ver con la aplicada a otros, en prisión cautelar desde hace meses y, a diferencia del cuñado del Rey, con juicio aún pendiente. Finalmente, 5 años y 10 meses de cárcel, que no llegan al doble de los que cayeron por la misma época al ladrón —plebeyo— de una bicicleta.
Por lo que hace a ella, y como responsable civil a título lucrativo, 137.000 euritos de multa y a otra cosa. Era titular de la mitad de Aizoon, una sociedad creada por el matrimonio para ingresar los dineros de sucesivos fraudes —sobre los 6 millones entre 2004 y 2007— y que Cristina manejaba a su antojo, aunque ignorase la ilícita procedencia, porque era todo amor, ciega confianza y ejemplo de ignorante candidez.
Iñaki Urdangarín se aprovechó del parentesco pero, ¡quién lo iba a sospechar, con esa pátina de transparencia que distingue a la familia real! En consecuencia, el exrey y su hija como quien dice de rositas y, al sobrevenido, unos añitos de nada para hacer creíble que la justicia es igual para todos. Quizá sí, hasta llegar a las sentencias: para el juez Castro, “Un saldo”. Las de ambos. Y diría que se ha quedado corto.
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