Literatura. Crítica.
Por José Antonio Velasco…
El jugador de ajedrez
Autor: Stefan Zweig
Uno se sentía como el buzo sumergido en un mar de silencio que presiente que el cable que lo conecta al mundo exterior se ha roto y que nunca jamás será sacado de ese mundo sin tonos.
Stefan Zweig publicó este pequeño relato poco después de la Segunda Guerra Mundial. La historia ya es un clásico, escrito con puntería y construido cuidadosamente para tener al lector atrapado.
El jugador de ajedrez, escrito originalmente en alemán, es narrado en primera persona por un viajero que coincidencialmente hace un trayecto con el campeón de ajedrez en las épocas de Hitler. Al comienzo el lector es guiado a creer que la historia trata sobre el campeón, pues su pasado es contado con detalle y con el debido encanto que uno le debe a la gente humilde que logra cosas grandes. Pero en dos páginas, Zweig introduce otro jugador dentro del viaje, e inevitablemente los dos hombres se encuentran cada uno del otro lado del tablero. Dar más detalles sería dañar el relato, pero quien no considera el ajedrez como un juego apasionante, se verá desengañado con este cuento.
El jugados de ajedrez se lee en unas dos horas y media, perfecto para el vuelo que se atrasó. Un ejemplo ideal de un buen relato, de una trama que lo tiene a uno amarrado no por la acción, sino por lo que hay detrás de ella: aquella deliciosa intriga sobre las emociones de los personajes.
Cali, 21 de marzo de 2016
Nadie encendía las lámparas
Al silencio le gustaba escuchar la música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba pensando en lo que había escuchado. Sus opiniones tardaban. Pero cuando el silencio ya era de confianza, intervenía en la música: pasaba entre los sonidos como un gato con su gran cola negra y los dejaba llenos de intenciones
Yo había corrido la silla un poco hacia los agudos para estar más cómodo; y las primeras notas empezaron a caer como gotas al principio de una lluvia
Cuando se hizo muy tarde, llegó a mi casa, junto con mis hermanas, una muchacha rubia que tenía una cara grande, alegre y clara. Esa misma noche le confesé que mirándola descansaba de unos pensamientos que me torturaban, y que no me di cuenta cuándo fue que esos pensamientos se me fueron. Ella me preguntó cómo eran esos pensamientos, y yo le dije que eran pensamientos inútiles, que mi cabeza era como un salón donde los pensamientos hacían gimnasia, y que cuando ella vino todos los pensamientos saltaron por las ventanas.