Política. Sociedad. Historia. Crítica.
Por Carlos Penelas.
Cuando uno lee a los clásicos, cuando busca en las escenas del cine o del teatro las visiones del cosmos, cuando un cuadro o una escultura nos hacen elevarnos, uno debería abrir los ojos. O cuando Homero, según nuestro genial Kenneth Rexroth, nos enseña el presente. Pero no sucede, no sucede. Parece que el ser humano no termina de sentir, de comprender. No señalamos al pobre muchacho analfabeto —ignorante hasta la ferocidad— o al pobre diablo que vive del Estado, de los favores del intendente o del comisario. Hablamos de académicos, de profesionales, de supuestos intelectuales, de aquellos que viajan sin saber si el Teatro Mariinsky queda cerca de Marruecos o en Finlandia. ¿Entiende lo que digo, desentendido lector?
La sumisión del espíritu, el cinismo, la corrupción, las contradicciones ideológicas, los relatos permanentes —historias, héroes, banderas— alocados e infames, hacen que todo suceda de manera frenética, demencial. Y a esto le agregamos la ornamentación, la voz única, un mundo enfermo de jerarquías, de clasificaciones. Las hogueras, los herejes. La oscuridad, la burocracia, el gusto empalagado.
Siempre me resultó fascinante saber en qué mundo vivo. Resulta que la memoria en el poeta va de un lado a otro, camina al azar, regresa sin saber, vuela distraído. Y entonces es árbol, pájaro, mar o caballero. Un homeless que duerme debajo de un puente en París o en Los Ángeles, un hombre soñador que camina por un muelle escuchando el bullicio de las gaviotas o el calor del desierto de una tierra casi desconocida. Practica la felicidad que no excluye lo ameno ni lo inteligente. Es un viajero sin posada, un viajero de un conglomerado de vidas y de ideologías que lo incitan a indagar en la barbarie y en la amistad.
Decía el gran escritor uruguayo, Juan Carlos Onetti, que “si alcanzamos el éxito, nunca seremos plenamente artistas”. No está mal. Miguel Delibes señaló en una oportunidad: “De lo que más hablan los españoles es de dinero”. Una mirada, ¿verdad?
Mariano de Montero, que fue director de la Escuela Diplomática de Madrid, manifestó su horror porque el Rey toleró que el próximo presidente de Bolivia, Evo Morales, se presentase con un “jersey”. Lo consideró “carente de cultura vestimentaria”. Interesante la meditación del caballero. ¿Qué opinión tendrá de la gente que usa turbantes y túnicas de seda o birretes de piel? ¿O de un vestuario étnico tribal? El Rey, sin duda, tiene más conciencia que el señor de los buenos modales y de los desfiles con trajes londinenses o parisinos. “Toda cultura se funda más sobre prejuicios que sobre verdades”, escribió nuestro querido primo Friedrich Dürrenmalt.
En estas tierras ninguno de nuestros dirigentes sabe de literatura. Tampoco de otras cosas. Bueno, de ciertas cosas saben más que los otros, que no saben. No es casual que en estos territorios se suele hablar de “hacer el verso” cuando alguien engaña a otro, le miente, lo embauca. Las estrategias son feroces, usted lo sabe, querido lector. “Uno no puede enfadarse con su tiempo sin salir mal parado”, dijo Robert Musil. Al poeta le interesa el mensaje simbólico, la desmesura de la metáfora culta, la ingeniosa confrontación política. Altri tempi.
Uno no quiere ser injusto, pero nos hipnotizan de la mañana a la noche. Instalan en cada lugar algo que nos hace imbéciles, que nos alquila el cerebro, que nos consume energía. Sobrevivimos en la estupidez, en la ansiedad, en la demencia colectiva, en el populismo. Nos encadenan a comprar, a casarnos, a visitar cementerios. Todo se minimaliza, rigen las leyes mercantilistas del mercado global. Mi tío abuelo, Giacomo Leopardi, subrayó que “el hombre no vive de otra cosa que de religión o de ilusiones”.
Eso es lo que le pasa al bardo, sale a caminar o se pone a escribir y se le llena la cabeza de imágenes, de citas, de hadas, de ensoñación, de mujeres hermosas que deambulan con velas por corredores de palacios abandonados. Llevan bucles dorados, senos blanquísimos y murmuran el asombro en la mirada… y los poetas se enamoran de esas cosas. Martín Heidegger tradujo: “…no hay nada más inquietante que el hombre”. No es fácil la ambivalencia afectiva, lo maravilloso, el sentimiento de lo extraordinario o de lo esotérico. Ángeles y demonios cohabitan en nosotros. La realidad deja en evidencia, siempre, las contradicciones de un escenario donde coexisten el altruismo y una compleja trama de intereses. La bondad y el fraude, lo poético y lo político. Sin entrar en las tensiones de la clonación.
Seguimos de cerca palabras y gestos del papa Francisco. Usted sabe que pienso, usted sabe como yo —no se haga el tonto o el distraído— qué significa el populismo, la demagogia y los símbolos. En el lenguaje diario a menudo se confunde la alegoría, el emblema y el arquetipo. No me haga hablar. Prefiero sentir como Schopenhauer “la metafísica de la música”. Me enseñó a descubrir la insinuación de la tragedia. Hasta la próxima, caro amico.
[Buenos Aires, 12 de noviembre de 2018]
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