Literatura. Crónica. Crítica.
Por Carlos Penelas.
He mencionado en más de una oportunidad mi paso por el Profesorado en Letras, uno de los mejores institutos pedagógicos que tuvo el país, que tuvo Hispanoamérica. Hombres de prestigio pasaron por sus aulas. Intelectuales, escritores, científicos, pedagogos, políticos fueron educados en ese claustro. Recordemos que la Escuela Normal Superior de Profesores Mariano Acosta fue fundado el 16 de junio de 1874. De sus cátedras egresaron Marcelo T. de Alvear, Julio A. Roca, Américo Ghioldi, José Luis Romero, Manuel Sadosky, Pablo Pizzurno, Alfrerdo Van Gelderen, Luis Zanotti, Julio Cortázar, Leopoldo Marechal, Fermín Estrella Gutiérrez, Arturo Marasso, Enrique Santos Discepolo, Felipe Boero, Pio Collivadino…
El profesorado era una elite cultural, humanista. Allí veíamos las disciplinas lingüísticas, las sustancias y las formas, los morfos y los morfemas. Un discurrir asombroso, un itinerario afectivo, una traducción permanente del amor hacia las artes. Tuve la fortuna de asistir a clases, entre otros, con profesores de nivel internacional, seres irrepetibles. Algunos de ellos fueron Germán Orduna, Lorenzo Mascialino, Julio Balderrama, Rodolfo Modern, Lidia Siffredi, Juan Sibermahart, Ángel Mazzei, Ricardo Ayabar, Reynaldo Carlos Ocerín… La personalidad de Julio Balderrama descollaba. Como afirma el profesor Domingo Tavarone era de “una generosidad intelectual ilimitada”. Todos honraron la educación argentina pero Balderrama fue un ser de una erudición inimaginable. El rigor y la sabiduría de su palabra ofrecían un cosmos, nos alejaba de la niebla de un mundo que se volvía dogmático, autoritario.
Fueron estos docentes quienes —desde la pasión, la ética, la generosidad— ocasionaron en mí la búsqueda del estudio en cada acto, el placer y la admiración del hecho estético. En ellos no sólo habitaba el conocimiento, también el humor y la modestia eran condiciones indispensables de la coherencia. Nos concentrábamos en la literatura comparada, en el análisis, en las obras de teatro clásico y en los grandes hombres de las artes plásticas o la filosofía. Todo se unía con una suerte de facilidad. También el juicio crítico era implacable. Jóvenes estudiantes comenzábamos a descubrir la aureola sagrada de cada época, de cada autor, de cada historia. Nos sumergíamos en un universo de interminables lecturas, de viajes, de imágenes, de silencios, de evocaciones, de disquisiciones etimológicas. Fue entonces cuando la sensibilidad fue parte del significado: la leyenda y el mito de la creación se fusionaban en lo mágico.
Días pasados tuve la oportunidad de descubrir un artículo de Marcelo Zapata publicado en un diario. Nos trae el recuerdo de otro de los profesores que tuvimos en Latín y Griego. Lorenzo Mascialino nos hablaba permanentemente en latín, nos hablaba de Cicerón como si viviera en la casa de al lado, nos recitaba Dante o Virgilio antes de entrar al aula, desde la puerta. Ovidio o Píndaro eran nuestros vecinos. Nos relata Marcelo Zapata.
…en uno de esos encuentros, contó años después Mascialino a algunos de sus discípulos, se habían puesto a imaginar, junto con Cortázar, un mundo fantástico en el que existieran criaturas que pudieran ver, físicamente, las dos dimensiones: no sólo el espacio, sino también el tiempo.
—¿Y cómo llamaríamos, para usar una palabra griega, a ese ser capaz de percibir el tiempo con sus propios ojos? —desafió Cortázar a Mascialino.
Éste lo pensó un momento, y respondió sin titubear:
—Cronopio. Se llamaría cronopio, por supuesto.
La síntesis era perfecta. Como explica otro testigo del relato de Mascialino, Luis Ángel Castello, titular de la cátedra de griego en la UBA: “‘Cronos’, como es bien sabido, es ‘tiempo’, y la desinencia —’opios’ viene del verbo ‘horao’ (que significa ‘ver’, ‘mirar con atención’, de cuyo futuro ‘hopsomai’ sale ‘opsis’ de la que nacen tantas palabras como ‘óptica’, ‘autopsia’, etcétera). Cronopio, entonces, es el que ve el tiempo”.
No hay testimonios de que Cortázar después de su festejada Historias de cronopios y de famas, le haya reconocido a Mascialino la creación de la que en el futuro de la literatura argentina sería palabra tan célebre.
Pero a él tampoco le preocupaba. “Seguramente le gustó y se acordó de ella cuando escribió el libro”, lo disculpaba Mascialino, quien nunca demostró otra preocupación que la de incorporar, a lo largo de su vida, el conocimiento de la mayor cantidad posible de las lenguas llamadas “falsamente” muertas. “La gente sigue hablando latín, y no se da cuenta”, como decía en tantas de sus clases.
Ahora, mi confesión. Nuestro profesor de Latín solía compartir cada tanto con algunos de sus alumnos —entre los que me encontraba— una suerte de velada en una pizzería próxima. Unas porciones acompañadas con un vaso de vino tinto. “Vamos a hablar de la vida, de la vida. Dejemos la literatura, lo importante es la vida”. En una de esas noches nos contó este hecho que hoy recordamos gracias a Marcelo Zapata. Obnubilados por la literatura y el hechizo de Cortázar, no le creímos. Mis disculpas caro profesor. Mis disculpas. In vino veritas.
©Carlos Penelas. All Rights Reserved