Una isla víctima de todos los chantajes, de todos los sobornos… Así decía el escritor Reinaldo Arenas en su libro El color del verano pero, para el post, yo añadiría, a la “isla”, el turista o viajero si prefieren, porque el visitante va a encontrar, junto a placeres sin cuento, una panoplia de engañifas, injusticias y manipulaciones que convertirán la estancia en experiencia cuajada de claroscuros. Por supuesto, mi daiquirí en el Floridita y mi mojito en la Bodeguita del Medio por seguir a Hemingway y, en los paseos, hechizos varios e innumerables huellas del esplendor de antaño. En cualquier paladar, el disfrute de frijoles negros o congrí, camarones en púa y del mamey a la toronja como broche. De La Habana y el restaurante Doña Nieves o la Casa de Adela, a Santiago y Baracoa, con un río Yumurí que quedará por siempre en mi memoria. Sin embargo, los días también se tiñen de constataciones que ponen en solfa tanta admiración, y las cuatro ocasiones en que he estado allí mezclaron siempre un algo de desazón a lo vivido u oído.
De comprar una caja con sus famosos puros, bajo los de encima se esconden muchas veces, según me contaron, otros que es mejor tirar. Y si se trata de ron, hay quienes mezclan alcohol con algo de café para darle el adecuado tono ambarino; después, botella sellada y a por los incautos para sobrevivir, cuestión nada fácil como bien saben, entre otros muchos, las jineteras, y es que lo que sea (“¿Tú no puedes hacer algo por mí?”, es una frecuente interpelación) para salir del paso. El taxista puede ganar al día, merced a las propinas, lo que cualquier médico en un mes; de tener coche, los oriundos sólo están autorizados a comprar determinado número de litros de gasolina o, en las paladares, un máximo de doce comensales y cuidado con servir pescado porque los tundirán a impuestos.
Dejamos de transportar allí medicamentos, a través de nuestra ONG, tras comprobar, días después de entregar en el hospital la última remesa, que el receptor los había vendido a una empresa de las inmediaciones. Imagino que con pingües beneficios. En otra ocasión, en Santiago, fuimos invitados por un amigo, Yodelkis, a un “Bembé del monte”; rito de santería en su casa y durante el cual la madre cayó al suelo presa de convulsiones por aparentar haber sido poseída, lo que no fue óbice para que me arrodillase junto a ella, creyendo estar frente a una crisis epiléptica e intentando colocar en su boca un pañuelo que evitara morderse la lengua. Fue entonces, cuando abrió un ojo, a un palmo de los míos, y me espetó: “¿ya dejó unos dólares al santo?”. Porque de eso iba el espectáculo, con santos y demonios de tapadera.
El acceso a Internet puede estar vetado para evitar una eventual contaminación contrarevolucionaria y, cuando llegados a la isla, salir del aeropuerto con las cajas llenas de fármacos fue siempre tarea fácil mediante la correspondiente entrega de unos cuantos, bajo mano, al agente de turno, así que picaresca por doquier. Tan extendida como las consignas en las paredes de cualquier ciudad (“Cuba persevera y triunfa”, “La dignidad nunca muere”…), preconizando lo que, a poco que observemos, no pasan de palabras para subrayar las dos Cubas existentes: una anclada en los deseos y esa otra que asalta al visitante en cualquier rincón: la del hambre y supervivencia que sigue haciéndose, para muchos, demasiado cuesta arriba.
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