Literatura. Medicina. Promoción.
Por Félix Fojo.
Vamos ahora a meditar un poco sobre la vida y sus a veces extrañas manifestaciones e interrelaciones. Personas que nunca en su vida se han visto y ni tan siquiera han conversado postal o telefónicamente entre sí, es más, que quizás desconozcan la existencia de unos y otros, pueden estar estrechamente unidos por la historia, incluso de sus actividades y ámbitos de influencia.
Veamos, para explicarnos, el caso de cuatro grandes de la medicina, el deporte, la cinematografía y la física teórica unidos para siempre, no por sus especialidades, la política o las artes, sino por la enfermedad. Por una enfermedad en específico.
Conozcámoslos.
En el año 1825 nace en Francia, en la ciudad de París, Jean Martin Charcot (1825-1893), uno de los grandes médicos clínicos de todos los tiempos, uno de esos adelantados que dio forma a la docencia hospitalaria tal como la conocemos y practicamos hoy.
Citar la lista de sus numerosísimos alumnos, formados bajo la estricta disciplina y dedicación que le caracterizaba, resulta impresionante. Entre muchos otros: Josef Babinsky, Sigmund Freud, Gilles de la Tourette y Pierre Marie, todos grandes investigadores y profesores que dieron forma y relevancia a la neurología y la psiquiatría modernas, marcando a veces, como en el caso de Freud, toda una época.
Pero el hilo conductor que queremos seguir ahora comienza con las observaciones de Charcot sobre dos enfermedades neurológicas que se confundían y se diagnosticaban incorrectamente o no se diagnosticaban: La esclerosis múltiple (EM) y la esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Dos condiciones que se parecen en sus apelativos pero que difieren grandemente en el pronóstico y el (todavía frustrante) tratamiento.
La ELA, y esto lo sabemos desde hace solo unas pocas décadas, es una enfermedad de un grupo de neuronas cerebrales que se encargan de controlar los movimientos de los músculos motores de todo el cuerpo. Se ha probado un cierto grado de componente genético en algunos casos, pero no en todos, permaneciendo su (o sus) causa(s) en la oscuridad. Se estima que cinco de cada 100 mil personas la padecen, aunque, quizás porque existen mejores medios diagnósticos o el personal médico está mejor entrenado, su frecuencia parece aumentar.
Pues bien, lo cierto es que Charcot, no olvidemos la época en que esto ocurre, separa y establece de forma brillante los pródromos, signos, síntomas, formas de presentación y pronóstico de cada una de ellas, facilitando así el diagnóstico certero y abriendo el camino a la investigación, que aún hoy sigue adelante, acerca de las posibles causas de ambas condiciones patológicas.
Fue tan preciso en sus observaciones y descripciones clínicas que la esclerosis lateral amiotrófica lleva hoy su nombre: «Enfermedad de Charcot», un epónimo reconocido internacionalmente.
El gran neurólogo muere en 1893 de un infarto del miocardio —padecía de anginas de pecho, cada vez más severas, desde hacía más de dos décadas— a los 67 años, en plenitud de facultades científicas e investigativas y dejando un significativo vacío, muy difícil de llenar, en el hospital parisiense de la Pitié-Salpetriére, su centro de irradiación mundial por más de cuarenta años. Desaparece así, físicamente, el primer eslabón de nuestra cadena, pero…
Justo diez años después de la muerte de Charcot, en 1903, nace en New York un niño, hijo de inmigrantes alemanes muy pobres, al que sus padres ponen por nombre Ludwig Heinrich Gehrig (americanizado a Henry Louis Gehrig; 1903-1941)) que no sabía nada de medicina, no era lo suyo, pero que casi desde la cuna muestra un don natural para los deportes y especialmente para ese juego tan norteamericano que es el baseball.
La niñez de Gehrig fue una cadena de tribulaciones económicas y desgracias, al extremo de que sus cuatro hermanos fallecieron de sarampión, varicela y otras enfermedades infecciosas antes de cumplir los doce años. Pero él, con pocos estudios y mucho trabajo para llevar el pan a su hogar, se las ingenió para practicar la pelota.
Recién cumplidos los veintiún años de edad, Lou, que así le llaman sus familiares y amigos, y poco después también lo llamarán así, con cariño, millones de fanáticos, comienza a jugar para el equipo de los Yankees de New York —había jugado un año y medio antes para el equipo amateur de la Universidad de Columbia, donde fue reclutado por un scout de los Yankees que observaba una práctica de bateo—, haciendo pronto un dueto inmortal con otro gigante del baseball, el bambino Babe Ruth.
Lou formó parte de lo que se considera hoy por muchos entendidos el equipo de baseball más poderoso y completo de todos los tiempos: los Yankees de 1927, poseedores de un récord de juegos ganados en una serie que nunca ha sido superado: 110 juegos de 154.
Para el año 1938, uno antes de su retiro definitivo, Lou Gehrig tenía en su haber 23 Grand slams (ese récord no lo igualaría el también Yankee Alex Rodríguez hasta 1994), ostentaba, entre muchos otros, el récord de más carreras impulsadas en un año en la Liga Americana y el de más partidos seguidos jugados: 2130, cifra que solo sería superada 57 años después por Cal Ripken. Esta proeza, no enfermarse ni lesionarse nunca, le valió el sobrenombre de “Iron Horse”.
Imagine usted lo que significa para un hombre con esa acerada disciplina deportiva y ese orgullo de jugador, estando aún en plena forma, enfermarse de una enfermedad neurológica incapacitante. Fue, y es Gehrig uno de esos íconos muy poco comunes que son conocidos por las nuevas generaciones como si todavía pisaran con sus spikes el terreno. Ellos ya no están físicamente, pero sus nombres siguen brillando en el imaginario popular y en las a veces increíbles, y tan difíciles de batir, estadísticas.
El 2 de mayo de 1939, durante un juego contra los Tigres de Detroit, Gehrig, al que se le notaba cansado y triste desde hacía algunas semanas, le dijo a su manager, con lágrimas en los ojos, que por el bien del equipo lo dejara en el banco. Fue una bomba para el público y resultó desgarrador para sus compañeros, que lo adoraban, constatar lo irremediable. Lo atendió, a instancias de su esposa y sus managers, el doctor Charles W. Mayo (uno de los famosos hermanos Mayo, por cierto, fan de Gehrig y de los Yankees) y le diagnosticó una esclerosis lateral amiotrófica de avance acelerado. El breve y sentido discurso de despedida (julio 4 de 1939) de Lou Gehrig en el multitudinario acto celebrado en el Yankee Stadium ha sido comparado con el famoso discurso de Gettysburg de Lincoln.
Dijo: “Fans, for the past two weeks, you’ve been reading about a bad break. Today I consider myself the luckiest man on the face of the earth. I have been in ballparks for seventeen years and have never received anything but kindness and encouragement from your fans.”
El dos de junio de 1941, a los 37 años, la Enfermedad de Charcot (ELA) se llevaba físicamente a Lou Gehrig, y en los Estados Unidos comenzarían a nombrar a esta gravísima condición «Enfermedad de Lou Gehrig». Dos epónimos para una misma condición patológica que los une en la historia de la medicina.
Y aquí llega nuestro tercer eslabón. En el año 1910 nacía en Londres, donde no se practica el baseball, James David Graham Niven (1910-1983), el perfecto, siempre acicalado y elegante caballero inglés del cine, la literatura y la vida real. Una de esas estrellas cinematográficas para las que la afectación y la sobreactuación no parecen haber existido. Un caballero en la casa, en la calle y en la pantalla.
Las cintas Cumbres Borrascosas; Los Cañones de Navarone; Casino Royale; Muerte en el Nilo y dos obras maestras: Mesas separadas, por la que recibió el Oscar al mejor actor en 1958 y la superproducción La vuelta al Mundo en 80 días, son algunos de sus largometrajes más recordados.
Británico antes que todo, Niven regresó voluntariamente (había estado en una academia militar durante su adolescencia) al ejército inglés cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Se desempeñó con honores en la inteligencia militar —fue un activo participante en la denominada Operación Fortitude, ideada para engañar al mando alemán en cuánto al verdadero lugar de desembarco de los aliados en el continente— y alcanzó, por méritos de combate, el grado de teniente coronel del ejército de su Majestad.
Desmejorando a ojos vista después de 1980 ─algunos llegaron a pensar que estaba bebiendo demasiado─ supo mantener un nivel de actuación digno, pero evidentemente declinante. ¿Qué le estaba pasando al viejo y amable Niven? ¿Se estaba pasando de tragos? No había tal, sus médicos le habían diagnosticado, y él lo estaba ocultando, una esclerosis lateral amiotrófica y Niven estaba luchando contra ella para continuar su carrera cinematográfica.
Pero la enfermedad ganó la partida. En 1983 muere, víctima del ELA, logrando terminar, casi sin fuerzas, su última película: La maldición de la Pantera Rosa. Se había comportado como un valiente en la guerra y volvía a comportarse como un valiente ante lo inevitable.
El 8 de enero de 1942, mientras David Niven está combatiendo contra el nazismo, nace ─y llegamos así a nuestro cuarto eslabón─, también en Inglaterra, Stephen William Hawking, llamado a ser uno de los matemáticos, físicos teóricos y cosmólogos más importantes de los últimos cincuenta años.
Su libro Una breve historia del Tiempo continúa siendo un bestseller 21 años después de publicado por primera vez y sus hipótesis sobre los agujeros negros, la radiación que los mismos emiten (denominada “Radiación de Hawking”), las investigaciones sobre el origen del Universo —tap-down cosmology—, la conjetura de la protección de la cronología y muchas otras han revolucionado la física teórica. Y también sus polémicas opiniones, algunas veces, hay que decirlo, algo contradictorias, sobre la existencia o no de un dios, han hecho olas en la filosofía actual.
Pero lo que más famoso lo ha hecho entre el público en general es su larga batalla contra el ELA, que se le presentó, inusualmente, a los 21 años.
Batalla que sigue sosteniendo, con ayuda de la tecnología más avanzada, y contra todo pronóstico, hasta el día de hoy.
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