Política. Historia. Crítica.
Por Roberto Alvarez Quiñones…
¿Cómo es posible que en un país a punto de ser borrado del mapa en una guerra atómica el jefe de Gobierno no le informe a su pueblo el gravísimo peligro que corre? Aunque parezca increíble, eso fue lo que hizo Fidel Castro con los siete millones de cubanos en octubre de 1962.
Quienes vivimos ya como adultos (yo con 21 años) la Crisis de los Misiles de 1962, o “Crisis de Octubre” (así llamada en la isla), nunca supimos lo cerca que estuvimos todos de una guerra nuclear devastadora que habría borrado del mapa a Cuba y a los cubanos, y habría remontado a la humanidad a las cuevas de la Edad de Piedra, si quedaban sobrevivientes.
Con los años, y ya fuera de Cuba, me percaté de que aquella ignorancia masiva fue muy bien fabricada por Fidel Castro para que las “masas” no estuviesen conscientes de la extrema gravedad de la crisis, por un simple motivo: saber eso podía llevar a muchos a no estar tan dispuestos a seguir a Fidel, o pedirle que dejara que se llevaran los cohetes, que al fin y al cabo no estaban en manos cubanas, sino soviéticas, si eso evitaba un apocalipsis atómico.
Para empezar, debo recordar que Castro estuvo negando la existencia de armas nucleares en Cuba. Y en la ONU el embajador cubano, Mario García Incháustegui, la negaba indignado e insistía en que se trataba de “rumores malintencionados para descreditar la Revolución”. Castro decía a los medios internacionales que los barcos soviéticos en Cuba no descargaban cohetes, sino alimentos.
Cuando el 22 de octubre de 1962, el presidente John F. Kennedy presentó ante el mundo las fotos de los misiles y las rampas de lanzamiento, y decretó el bloqueo naval a la Isla, fue que los cubanos nos enteramos de que sí teníamos armas nucleares y que quien había mentido todo el tiempo, hasta en la ONU, era Cuba y no EE.UU.
Pero aun agarrado con las manos en la masa, Castro nunca admitió la palabra cohetes o misiles nucleares, sino que las llamaba “armas estratégicas defensivas”. Todo el tiempo.
A partir de aquel 22 de octubre, los medios de comunicación y Fidel Castro en sus constantes comparecencias en la TV, nunca reflejaron el peligro nuclear. Y nadie pudo sospechar tampoco que a espaldas nuestras el megalómano comandante le había propuesto a Nikita Jruschov que Moscú diera el primer golpe nuclear a Estados Unidos. Increíble pero cierto.
Irracionalidad de Castro solucionó la crisis
Lo insólitamente paradójico es que aquella asombrosa propuesta de Castro resolvió la crisis, pues Jruschov inmediatamente decidió pactar con Keneddy y retirar cuanto antes los cohetes, bien lejos del alcance de Castro, aquel loco tan peligroso que podía “intervenirlos”, usarlos y provocar la Tercera Guerra Mundial, esta vez atómica y apocalíptica.
La prensa en la isla solo lanzaba la visión de la crisis que el comandante dictaba al compás de consignas contra el imperialismo, por la dignidad nacional, la soberanía, convoyadas por marchas e himnos vibrantes por radio y TV. Para ese montaje escénico, Castro era realmente un genio.
Fuimos movilizados decenas de miles de milicianos, pero ninguno sabía realmente lo que estaba pasando. Prueba de ello es que era común entre los milicianos movilizados repetir una frase jocosa que expresaba nuestra ignorancia absoluta: “Nikita, mariquita, lo que se da no se quita”.
O sea, que la URSS no se llevara los cohetes. Castro nos había hecho creer que aquellos cohetes eran “defensivos” y solo tenían la función de evitar una “invasión yanqui” a la isla. La población cubana no sabía que la colocación de cohetes nucleares a solo 140 kilómetros de EE.UU. había sido a petición de Moscú, y no para proteger a Cuba, ni por “hermandad socialista”, sino para cambiar la correlación de fuerzas estratégicas Moscú-Washington, pues EE.UU. superaba a la URSS en proporción de 8 a 1. O sea, ocho misiles nucleares norteamericanos por cada uno de la URSS.
Al instalar misiles tan cerca de EE.UU., la URSS compensaba de alguna manera la superioridad nuclear norteamericana en cantidad de misiles. Era el equilibrio que años antes John Foster Dulles llamaba política “al borde del abismo”. Moscú además quería garantizar la conversión de Cuba en una plataforma para expandir su influencia y sus intereses en América Latina, y para espiar a Washington en sus narices.
Aquellos misiles nucleares, aunque manejados por Moscú, le daban a Cuba categoría de “potencia nuclear”, cosa que encajaba de maravillas en el narcisismo megalómano de Fidel. O sea, la URSS usó a Castro y este se dejó usar muy gustoso.
Nadie hablaba de construir refugios antiatómicos
Ante la ignorancia del peligro real, nadie hablaba de construir refugios antiatómicos y buscar el avituallamiento necesario. Solo construíamos trincheras. Todos creíamos que el “enemigo” llegaría por tierra con apoyo aéreo, pero tumbaríamos los aviones con las “cuatro bocas” (ametralladoras antiaéreas con cuatro cañones), que también estaban emplazadas a todo lo largo del Malecón habanero, y en muchísimos lugares más .
Algunos jefes nos decían que tal vez los invasores podrían atacar por allí mismo donde estábamos atrincherados, al Este de La Habana, para intentar ocupar la capital del país. Y a mí me asaltaban imágenes que había visto en películas de la Segunda Guerra Mundial, pero nada parecido a Hiroshima o Nagasaki me preocupaba. Ni a ningún colega mío allí.
Recuerdo que en plena trinchera, algunos comentábamos tranquilamente la superioridad militar que tenía la URSS sobre EE.UU., y que Washington no iría a la guerra contra la URSS, pero sí podría invadir Cuba y que ahí estaba el verdadero peligro.
La desinformación era total, y lo sigue siendo actualmente, 55 años después. Muy pocos en la isla conocen hoy que fueron 24 las plataformas de miles instaladas, 42 enormes misiles de mediano alcance, 45 ojivas nucleares, 42 bombarderos Ilyushin IL-28, un regimiento de aviones caza que incluía 40 aviones MiG-21, dos divisiones soviéticas de defensa antiaérea, cuatro regimientos de infantería mecanizada y otras unidades militares. En total había en Cuba unos 47,000 soldados soviéticos. Era todo un verdadero ejército de ocupación.
De eso tampoco sabíamos nada. Y hoy lo poco que saben los cubanos de a pie en la isla es lo que han visto en algunas películas, como Trece Días, de Kevin Costner, quien hacía de asesor del presidente Kennedy, y otras. En las escuelas y universidades cubanas lo que aprenden los alumnos es que luego de Playa Girón había planes en EE.UU. para invadir Cuba, y por eso Moscú instaló misiles nucleares, para disuadir a Washington de que no lo hiciera.
Mucho menos los cubanos hoy tienen idea de lo que nos dijo Castro a un grupo de estudiantes en la Universidad de La Habana a principios de noviembre de 1962, unos días después de desmontada la crisis. Este pasaje histórico ya lo comenté hace cinco años aquí, pero vale pena recordarlo muy en síntesis.
“Nosotros sí les lanzábamos los cohetes…”.
Castro iba con cierta frecuencia a la Universidad de La Habana a conversar con los estudiantes. Aquella noche llegó en su enorme automóvil negro con su numerosa escolta y se situó justamente detrás de la bella escultura del Alma Mater, frente al Rectorado. Como mi facultad, la de Ciencias Comerciales, estaba bastante cerca del Rectorado, fui de los primeros en llegar, y me situé en la primera fila alrededor del caudillo, que estaba parado al lado del vehículo.
Primeramente expresó su profundo disgusto porque había sido ignorado en las negociaciones entre Kennedy y Jruschov para solucionar la crisis. Ambos estadistas ignoraron a Castro y los Cinco Puntos que él había puesto a Washington como condición para el retiro de los misiles de Cuba, y que incluían la devolución de la base de Guantánamo, el cese del “bloqueo” y del hostigamiento de grupos anticastristas desde territorio de EE.UU.
A una pregunta de alguien acerca del retiro de los cohetes nucleares, el dictador dijo que Washington debía celebrar en grande que los misiles no eran operados por Cuba. Si los cohetes hubiesen estado bajo control cubano, enfatizó, no habrían podido ser retirados si antes el gobierno de EE.UU. no hubiese devuelto la base de Guantánamo y hubiese puesto fin al “bloqueo”. “Porque nosotros sí les lanzábamos los cohetes para allá si ellos hubiesen realizado un ataque aéreo o una invasión”, dijo ya en su característica pose grandilocuente, y en voz alta.
El comentario que ninguno de nosotros le hizo al comandante fue cómo podía creer él que la respuesta a una invasión con armas convencionales debía ser desatar un infierno atómico mundial en el que Cuba y todos los cubanos habríamos desaparecido. Aquel psicópata genocida siguió siendo jefe del Gobierno cubano durante 44 años más.
Poco después, el 29 de noviembre de 1962, el corresponsal del diario británico Daily Worker en La Habana, San Russell, entrevistó al Che Guevara, y este le dijo lo mismo: “Si los misiles hubiesen permanecido en Cuba, nosotros los habríamos usado contra el propio corazón de los Estados Unidos, incluyendo la ciudad de Nueva York… Nosotros marcharemos hacia la victoria aun si ello cuesta millones de víctimas en una guerra atómica”.
Esa concepción tan humanista de la sociedad, el comandante argentino la completó luego en su carta a la Conferencia Tricontinental de la Habana, en 1966, en la que afirmó que el verdadero revolucionario es el que se convierte en una “efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar”.
Es ese el héroe altruista, y casi deidad, que llevan hoy en su camiseta tantos jóvenes antisistema en todo el planeta.
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