Literatura. Crítica. Pensamiento.
Por Gustavo Catalán.
Siempre, en uno u otro sentido, el pulso a las horas, rara vez aliadas. Cuando ya en la madurez y rendidos a la evidencia de su inexorable progresión, intentamos hurtarnos en lo posible a esa servidumbre y disfrutar dando la espalda al reloj de los días. Quizá aparezcan los nietos y con ellos,
por su amor teñido de candor, volveremos de nuevo a la inquietud frente al enemigo aunque ahora, y al revés de lo que nos ocurría cuando a la entrada de nuestra juventud, daríamos lo indecible por detener las agujas y poder disfrutar, en la vida restante, de esa niñez y su “tiempo sin tiempo y sin memoria”, como dijera el poeta Gerardo Diego.
Ya escribí meses atrás del placer que me causaba enseñar a uno de ellos el juego del ajedrez y perder, alguna que otra vez, para gozarme de su contagioso orgullo. Otro me dijo, sentados en un bar y muy serio, que daría cualquier cosa —incluso sus juguetes preferidos— por hacerme inmortal. Cuando sonríe el de los grandes ojos me gustaría y como última voluntad sumergirme en ellos y, días atrás, andaba abstraído en uno de mis paseos cuando la nuera me llamó desde la esquina: “Es que te ha visto. ¡Es Tat (así me llaman) y tengo que darle un beso! Eso me acaba de decir”. Con toda seguridad se identificarán conmigo si afirmo, con Lope de Vega, que “Eso es amor. Quien lo probó lo sabe”. Por todo lo anterior, sueño a veces con lograr un imposible: que no crezcan.
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