Literatura. Pensamiento. Poesía.
Por Carlos Penelas.
Prólogo a su libro Poesía esencial
Intelijencia, / dame el nombre exacto de las cosas.
Juan Ramón Jiménez

Debo confesar que al cabo de los años he revelado que descreo de los prólogos. Como en otros equívocos insisto en ellos. El poema es una manifestación de silencio, de metáfora, de ensueño. También del mito que cada poeta genera de manera involuntaria. Sospecho que estas líneas forman parte del libro, sombras o luces de un desplazamiento hacia lo simbólico. No tienen la misión de esclarecer ni forman parte de la crítica literaria. Es –quizás en esta oportunidad– la tentación de justificar que a los setenta y seis años continúo sintiendo una suerte de abstracción íntima, confesional. Si se me permite, entrañable.
Estos poemas se originaron durante los últimos cinco años. Los escribí –un hábito de juventud– con la Parker 51, verde, en tinta negra. Corrijo, como siempre, con bolígrafo rojo. Una vez más intenté cotejar la realidad observada con el recuerdo de esa realidad. Hubo una vigilia tolstoiana. Partimos de lo ambivalente y complejo; presupone desarraigo, la construcción que hace nuestra memoria sobre el recuerdo. (No creo equivocarme si afirmo que es el espejo el que nos impone reflejar nuestra existencia). Algunos de ellos fueron publicados en plaquettes, numeradas y firmadas. La mayoría inéditos. Se gestaron en un mundo profano, en un territorio impregnado de populismo y decadencia.
La poesía, el arte, nos lleva a protegernos, pero también a pensar, a racionalizar la condición humana. Sé que es necio creer que el poema pueda cambiar lo ideológico, pero es un intento de salvaguardar cierta enajenación y delirio de la vida cotidiana. El arte acompaña al hombre desde la prehistoria, el arte como mímesis de la naturaleza, antropocentrismo individual y colectivo, la armonía de lo físico y de lo ético, la preeminencia de la forma. Debemos –imprescindible reiterarlo en estos tiempos– lidiar contra esnobismos, imbecilidades, padrinazgos, acrobacias ramplonas, mediocridad trivial, superflua, insípida de supuestos “creadores”. Ágapes, premios, comercialización, turismo cultural, son parte de un imaginario yermo, de una decadencia ociosa. El modelo de lo expuesto lo advertimos, es fácil de percibir como ejemplo, en una galería. Gran parte de la “cultura” contemporánea ha perdido la dualidad esencial: capacidad transformadora de nuestro mundo interior y de nuestra visión del mundo.
Recordemos a William Faulkner cuando expresó: “No es necesario que la voz del poeta sea un mero registro del hombre, puede ser uno de los apoyos, de los pilares para ayudarlo a perdurar y prevalecer”.
El poeta se manifiesta entre peregrinaciones y regresos, entre la realidad y el sueño. Asume su mirada para intentar saber; el júbilo de lo vital, de lo insurrecto. En Una historia de la lectura Alberto Manguel señala que los hombres son seres que leen, leer en el sentido básico: interpretar signos. Lo hace el pescador, el astrónomo, el niño. Leemos gestos, palabras. Se lee para poder ubicarnos en el mundo. Para protegernos, para ordenarnos, para sentirnos y sentir al otro. Y también nos dice que para vivir debemos leer la realidad, interpretarla.
Otra vez: ¿para qué sirve la literatura? Eugène Ionesco nos aclara: “Si es absolutamente necesario que el arte o el teatro sirvan para algo, será para enseñar a la gente que hay actividades que no sirven para nada y que es indispensable que las haya”. El arte, desde los griegos, pone un velo sobre la realidad, lo bello hace soportable la visión de la existencia. Hablamos de la delectación estética pero también del significado de la belleza. Para distinguir la verdad mentirosa de la mentira verdadera; la distinción entre ficción y superstición. Recordemos que Camus nos había advertido de una tensión permanente entre lo inevitable y lo injustificable.
Por estas cuestiones, pero sobre todo por el sentido de libertad y compromiso, dedico este libro a Rocío, compañera en la vida.
[Buenos Aires, septiembre de 2022]
Autobiografía íntima

Gustavo Merino y el humanismo de Carlos Penelas. Foto tomada de “Palabra Abierta”.
He soñado ser campanero mayor de la catedral de Toledo.
Vestí sayo rojo y calceta blanca como miguelete del rey Fernando VII.
Navegué con Jasón y los argonautas hasta la isla de Lemmos.
Odiseo me reveló un pergamino sánscrito en Etolia.
Estudié los toques de campana en Santiago de Compostela.
He sido amante de Doña Isabel II y de la Gran Duquesa Olga.
Mónica Vitti cenó conmigo en el Ristorante Fiammetta.
Fui amigo fraternal de Pérez Galdós y de Lope de Vega.
Fui desertor de una mazmorra musulmana.
Combatí al moro y al general Queipo del Llano.
Conversé con Tolstoi, Orwell y Chesterton.
He compartido la libertad y el absurdo en Camus.
Hice un estudio detallado del Libro del Conde Lucanor.
Conocí a Juancito Díaz y a René Cóspito en la Confitería La Ideal.
En el London City de Avenida de Mayo entrevisté a Kaurismäki.
En estas tierras fraternicé con Sarmiento, Alberdi y Lugones.
De adolescente visité a Borges, a Franco, a Molinari.
Fui lector de Salgari, de Dickens, de Dumas.
En la Biblioteca del Maestro hablé con Thomas De Quincey.
Sentí lo infame de nuestra historia en Rosas y en Perón.
Estudié latín, astrología, náutica. Visité una tumba en Stratford-upon-Avon.
Caminé las tierras de Pasolini, de Pirandello, de Lampedusa.
Estuve en el cementerio de los capuchinos de Palermo.
En Mompracem amé a Mariana para toda la vida.
Me oculté tres días en el Museo Pushkin de Bellas Artes.
Recorrí el mar Báltico; Finlandia, Estonia, Letonia.
Lloré en una aldea de Galicia. Lloré con Cervantes.
Admiró a Chaplin, a Felllini, a Visconti, a Ford.
También a Wells, Hitchock, Bergman…
Viajé con Sebastián Elcano en la nao Victoria.
Debo confesar que nací en la calle Mariano Acosta.
Jugué al fútbol en potreros arcanos y esparcidos.
Con primos y hermanos el fervor en la Visera.
Soy de raigambre gallega: A Coruña y Ourense.
Evoco las casas de Piñeyro, en Barracas al Sud,
la Biblioteca Popular Veladas de Estudio Después del Trabajo
soñada por socialistas y anarquistas.
Memorables la voz de padre, la mirada de madre.
Ahora cavilo en un niño que leía a Daniel Defoe
en un patio con malvones desde una luz dispersa.
Ondulante, con aliento perezoso, distraído.

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