Mucha gente suele atribuir los males que nos aquejan, cuando extensivos, a maquinaciones de grupos que pretenden (y consiguen) sacar beneficios de la desgracia ajena y, por ese motivo, la promueven. No diré que la presunción sea siempre errónea —basta pensar en las preferentes de Bankia, en los deshaucios masivos…—, aunque en demasiadas ocasiones la sospecha es consecuencia de una estupidez colectiva que se subestima, y es que resulta más sencillo cargar la culpa a un entramado de hipotéticos sinvergüenzas que esforzarse en analizar las complejas causas de asuntos que son incomprensibles de no contar con la adecuada preparación/información.
Por lo que hace al ámbito sanitario, objeto de estas líneas, conforme pasan los años y se acumulan evidencias, paradójicamente se ha convertido en el pan de cada día escuchar al respecto sandeces que se prodigan sin ningún empacho y fomentadas por una engañosa publicidad que, ésa sí, se diseña para vender, halla sustrato adecuado en la ignorancia y está en ocasiones auspiciada por algún que otro profesional de la medicina, que antepone a la objetividad su ego y las ganancias que obtendrá por vender el panfleto a tanto incauto como abunda.
Para que se hagan una idea, ahí tienen las aseveraciones carentes de rigor del médico Juan Gérvas, al que dediqué en su día un post que ha suscitado opiniones encontradas como era, por otra parte, de esperar. El caso es que implica menos esfuerzo aceptar dicotomías sin darle más vueltas (bueno/malo, verdadero/falso…), que profundizar en la enrevesada fisiopatología para comprender los avances de una ciencia que no puede abdicar de la incertidumbre porque es ésta, precisamente, la que motiva la investigación y, en consecuencia, los avances siempre provisionales en el conocimiento.
De ahí el simplismo que revelan algunas creencias que ignoro cuán extendidas (mucho) están por estos pagos, aunque la prestigiosa revista Jama, en marzo de 2014, publicó que más de la mitad de los adultos, en EEUU, mantienen por lo menos una teoría conspiratoria en lo que se refiere a la salud/enfermedad.
¿Ejemplos? A decenas y aquí van algunos. El interés del negocio sanitario oculta el valor curativo de las sustancias naturales (37% de los encuestados en USA); las vacunas son más peligrosas que la enfermedad que intentan prevenir y muchas de ellas provocan autismo y otros desórdenes psicológicos (20% entre quienes respondieron), hay medicamentos perjudiciales pero que se administran porque son rentables, se sabe que los teléfonos móviles producen cáncer (aunque se ocultan interesadamente las evidencias) o, como me espetaron hace unos días -y llueve sobre mojado-, los oncólogos no curamos las enfermedades cancerosas debido al solapado complot económico que existe entre nosotros y las multinacionales farmacéuticas.
Y por supuesto que cada uno es muy libre de pensar lo que se le antoje pero, en este terreno, las ideas falsas pueden resultar funestas para la prevención de la enfermedad, su cura o, en el peor de los casos, comprometer la paliación. Por todo lo anterior, va siendo hora de que los poderes públicos tomen cartas en el asunto propiciando la educación sanitaria (no sólo de boquilla), las aproximaciones solventes y, en paralelo, prohibiendo de una vez por todas -lo de “prohibido prohibir”, del Mayo francés, no debiera rezar aquí- que se procuren negocios merced al engaño que promueven una amalgama de imbéciles y desaprensivos. Convendrá subrayar una vez más que la mentira no tiene cabida, contra lo que puedan suponer algunos, en una “medicina ortodoxa” que es, precisamente, la única que se ha demostrado útil. Porque no avanza por el camino de la fe ni ha precisado de conspiraciones para aumentar cantidad y calidad de vida como nunca antes y a las pruebas me remito, aunque habrá quien me acuse de ser juez y parte de la aviesa maquinación. Como si lo viera.