Chopin a las tres

Written by on 27/02/2012 in Relato - No comments
Pianista

Pianista

 

De las seis solteronas que vivían en aquella cuadra de la calle del Paraíso, Mimí Delré era la más notoria.  Sus sombreros emplumados, las viejas colas de zorro que se ponía en invierno aunque el calor rajara las piedras, y otras tantas peculiaridades y concupiscencias suyas la hacían blanco seguro de las burlas y cuchicheos del vecindario.

Mimí tocaba el piano. Malamente, opinaban los entendidos, a pesar de que sus prácticas de tres a cinco de la tarde eran tan puntuales como el cañonazo de las nueve en La Habana.  De tanto oírla los vecinos podían anticipar las notas falsas o la falta de notas en la interpretación que la Delré hacía de las obras del romántico compositor polaco, especialmente de sus Polonesas y Preludios. Sin embargo, machacando teclas ella había ganado su pan y el de su madre por muchos años. Su puesto de auxiliar de kindergarten lo había perdido en un cambio de gobierno, cuando la jubilaron para emplear a una recién graduada con influencia política.  A partir de aquel retiro forzado, con la modesta pensión que recibía y lo que ganaba con las clasecitas de piano, teoría y solfeo que de vez en cuando le caían, Mimí lograba sobrevivir. A pesar de sus estrecheces nunca se quejaba, esperando con optimismo el día feliz que cambiara su destino de mujer soltera y pobre.

Mimí hacía alardes de su talento musical y confiaba en que sus composiciones pronto iban a halagar los oídos del público selecto que mereciera escucharlas. Soñaba con el éxito artístico y con un bienestar económico que parecía eludirla. Que adoraba la música era cierto. Aun su fauna llevaba nombres relacionados con dicho arte. A su perra mayor la llamaba Melodía, y a la hija de ésta Preludio. Un gato recogido respondía por Nocturno, la cotorra por Sonata y un sinsonte  medio mudo por Minuet.

 

La Delré vivía con una sobrina a quien, según figuraciones indiscretas, la familia había lanzado de su seno por razones nada honorables. Mimí —se contaba— fue la única de los parientes que la defendió  y le dio calor y protección en su mala hora. Para sorpresa de Mimí, la sobrina resultó  más  agradecida y generosa de lo que ella se  hubiera atrevido a esperar.  Al cabo de tres años de haber ocurrido el agravio a la familia, la joven se apareció en la habitación que Mimí tenía alquilada en casa de una catequista en la calle Infanta, y le pidió en tono cariñoso que viniera a vivir con ella.

Tía —le dijo— acabo de mudarme a una planta baja en la calle del Paraíso. La casa es amplia y agradable y allí podemos vivir juntas sin molestarnos.

Al enterarse de que iba a perder a su inquilina, la catequista se atrevió a decir que Mimí estaba cambiando la Gloria por el Infierno. La pianista, por el contrario, vio los cielos abiertos. Aclarados algunos particulares no tardó en decidirse. Sólo preguntó si podía llevar su piano y a sus animales. Ante la respuesta favorable de la sobrina, Mimí recogió sus bártulos y se fue con ella esa misma tarde.

A partir de aquel día la Delré comenzó a sentirse como si hubiese  ganado “el gordo” en la lotería. No era igual vivir en una habitación alquilada en casa ajena que disfrutar las ventajas de un hogar en calidad de familia. Sobre todo cuando la principal de la casa le dice a una que, en su ausencia, una es quien manda. En realidad, hasta ese momento Mimí había  tenido pocas satisfacciones  y poca suerte en su vida. Esperando por el pretendiente ideal se había quedado soltera. Ella no culpaba de todo a los hombres que la habían plantado después de alimentar sus esperanzas de contraer matrimonio. Aunque le doliera reconocerlo, su madre los había espantado a todos por el temor de que ella pudiera abandonarla. Lo cierto es que la sostuvo hasta el final de sus días que, por cierto, fueron muchos. Al morir su progenitora, Mimí quedó vieja, soltera y sin compromiso. Para colmo de males había adquirido algunos de los prejuicios maternos: “¿Que estás enamorada? ¡Avemaría purísima, hijita!  No seas tonta. Eso de ‘amor con pan y cebollas’ es puro cuento. El matrimonio, buena olla y buen nombre. Lo demás es romanticismo de novelita rosa. Tienes que ser práctica. ¿Por qué te vas a casar con un empleadito cualquiera? Espera, hijita, espera. Ya aparecerá alguien que valga la pena”.

Pena era ésta, pensaba Mimí, la de haberse quedado  para vestir santos y sin telas. Ah, pero ella no iba a permitir que su sobrina corriera la misma suerte. No señor.  Además, Si Cheché progresaba, ella progresaría también.  De manera que su deber era ayudarla a conseguir un buen partido que las acomodara a las dos.

A veces Mimí soñaba despierta y se extralimitaba en sus aspiraciones, pero en esta ocasión las perspectivas eran prometedoras. Cheché parecía estar buscando la cima que ella no había logrado alcanzar. Esto le produjo una secreta alegría.

Una vez instalada en casa de su sobrina, Mimí comenzó a observar. En poco tiempo la muchacha había ascendido social y económicamente. Ahora vestía con elegancia y se adornaba con joyas que no eran del Ten Cent.  Además, ya no usaba el transporte público. Viajaba en auto de alquiler pero casi siempre con el mismo chofer, lo cual elevaba su categoría. Por otra parte, los días que no cenaba en la casa parecía frecuentar restaurantes de primera clase. Mimí la había oído mencionar lugares y platos de cierta elegancia. Ella sabía que Cheché no tenía carrera universitaria. Ni siquiera estudios elementales que le permitieran alcanzar el bienestar que disfrutaba. Pero en cambio, la niña tenía veinticinco años que parecían dieciocho, un rostro adorable y enigmático, muy buena figura, y, sobre todo, un  gran instinto  para conquistar. Mimí no tuvo que preguntar, ni se hubiese atrevido tampoco, por qué y de dónde venía todo lo bueno y agradable que entraba a diario en aquella casa donde, a su juicio, no faltaba nada. A los tres días de estar allí vio aparecer a un anciano de gran porte, dril cien y bastón con empuñadura de plata, cuyos ojos achinados e inquisitivos la traspasaron indiscretamente. Además, el hombre tenía una sonrisa húmeda y maliciosa que le desagradó a primera vista. Mimí comprendió que ella tampoco le había hecho buena impresión.  El Senador, como le titulaba Silvina, la criada, por orden de Cheché, no tardó en demostrarle su antipatía. Ni siquiera se molestaba en dar los buenos días.  En más de una ocasión Cheché tuvo que reprenderlo por las alusiones e indirectas que lanzaba contra ella.  Aquel vejete la desdeñaba, la aborrecía. Pero ella, que había vadeado más de un río de menosprecios en sus doce lustros de vida, no protestaba ni se daba por enterada de sus descortesías. Cuando el Senador llegaba, ella corría a cobijarse en su habitación y de allí no se movía hasta que él se iba. En ocasiones parecía que jugaban al ratón y el gato, pues apenas ella abandonaba su refugio, él regresaba y se instalaba en medio de la sala sin decir palabra. Esto, había notado Mimí, no hacía mucha gracia a Cheché, que no podía disimular el enojo que le provocaba verlo regresar de repente cuando ella  se había envuelto en alguna  actividad personal,  o comenzaba  a arreglarse para salir. Mimí entonces dudaba si el enemigo trataba de molestarla a ella o de sorprender a su sobrina. De todos modos y para evitar rozamientos, Mimí no se sentaba a la mesa cuando el Senador se quedaba a comer. Cheché no se lo exigía y ella no se sentía obligada sino a dejarle el espacio que, después de todo, le pertenecía  porque él lo pagaba.

No obstante su deseo de no molestar al Senador, había algo de lo que Mimí no podía  prescindir porque  era precisamente lo que más disfrutaba de su nueva situación: las veladas semanales de Cheché.

Aunque con frecuencia el Senador se aparecía acompañado de algún colega del Senado, de un periodista importante,  o de alguien suficientemente notable para que los diarios lo mencionaran en primera plana, y por supuesto, Cheché se desviviera en atenciones, lo mejor, a juicio de Mimí, ocurría los jueves a partir de las seis de la tarde, cuando empezaba  a llegar gente de todo arte y profesión. Para estos convivios semanales a que invitaban el Senador y Cheché, se encargaban dulces a la Casa Suárez y deliciosos fiambres al Carmelo y a la Casa Potín. El licor corría toda la noche. Además se contrataba a Enriqueta, la empleada de las vecinas Verdial, pues Silvina, la chica que atendía regularmente la casa, carecía de gracia  y capacidad culinaria que le sobraba a Enriqueta para preparar y servir una cena o buffet elegante. Sobre todo, esta mulata con modales y refinamiento de casa grande era muy diligente cuando crecía el número de invitados o se presentaba un imprevisto. Mimí ya se había dado cuenta desde hacía tiempo de que su sobrina apreciaba los servicios de aquella mujer, y  que también el Senador parecía muy satisfecho con los detalles en que Enriqueta se esmeraba para tenerlos contentos a los dos. Mimí comenzó a preocuparse. Si lograban convencerla para que reemplazara a Silvina en la atención regular de la casa, tal vez el Senador insistiría en que su sobrina la echara a ella también. Mimí no demoró en averiguar si la criada tenía intenciones de quedarse permanentemente. La respuesta de Enriqueta la tranquilizó. Lo de Cheché y el Senador, le dijo sin ambages, era altarcito que podía caerse en cualquier momento, mientras que su trabajo con las hermanas Verdial estaba garantizado por la solvencia de las mellizas y por una permanencia de once años durante los cuales ellas la habían ayudado en momentos muy difíciles. No, le dijo Enriqueta, no tenía que preocuparse, porque ella no estaba interesada en quitarle su puesto de simple criada de manos en casa del Senador. Al oír eso, Mimí no supo si ofenderse por el título de sirvienta  inferior que le había conferido, o alegrarse de no tener que temer  la pérdida del bienestar que disfrutaba al lado de  su sobrina.  Lo mejor, pensó ella, sería ganarse la simpatía de Enriqueta y continuar disfrutando los beneficios que su posición de tía privilegiada le ofrecía.

Mimí se emperejilaba los jueves de gran manera.  Ella sabía que el esfuerzo de componerse recibiría como premio el elogio de los invitados. En lo secreto de su corazón ansiaba ser admirada, halagada y hasta deseada por los amigos del Senador. Por eso los convites de Cheché eran tan importantes para ella, aunque tuviera que soportar alguna que otra majadería del Senador. Los jueves, por varias horas, ella se elevaba así misma a nivel de anfitriona, dando órdenes a la servidumbre y vigilando que no faltara nada en la mesa y que las copas se mantuvieran siempre colmadas. Generalmente, después del segundo cóctel, Cheché se desentendía de todo y se arrebujaba felinamente  junto a su amante, mientras éste disfrutaba la atención del coro en apariencia interesado en sus peroratas. Este era el momento feliz para Mimí, cuando tomaba las riendas de la noche  sin el acoso impertinente de su enemigo, y podía  moverse gentilmente entre la concurrencia, gozando el halago masculino de que estaba hambrienta. Mimí se alegraba de que su sobrina no invitara mujeres nunca. Las mujeres —opinaba la pianista— eran generalmente fastidiosas, y, por naturaleza,  envidiosas, ambiciosas e intrigantes. La que menos, terminaba robándole a una el novio, el marido o el amante. Ella no tenía marido ni amante que perder, pero le complacía que su sobrina practicara el consejo que, entre otros, ella le había dado: “Hombres a tu costado; mujeres a mil leguas”. Cuando en la madrugada del  viernes Mimí caía rendida por el trajín del día y la noche anterior, llevaba  prendida al corazón una ingenua ilusión: “Mientras una está en pie, hay  esperanza”, decía para  sí, mezclando sus apetencias carnales con los padrenuestros y avemarías que la conducían  al sueño y al descanso.

El fin de semana, en ausencia de Cheché, que se iba para Varadero, Mimí se apoderaba del teléfono para contar a sus amigas los eventos del pasado jueves. Las hacía rabiar de celos con su jactancia. “Este jueves —contaba ella— tuvimos un grupo distinguidísimo. Figúrate, vinieron nada menos que el presidente del Senado, el representante fulano, el periodista mengano, el novelista zutano, y un joven médico español que está de paso en La Habana, quien, me fijé, no le quitó  los ojos de encima a mi sobrina en toda la noche. Bueno, no tengo que decirte lo bella que es mi sobrina. Para esa noche encargó a Hugo un modelo italiano que la hace lucir maravillosamente. ¡Qué empaque el de esta niña! Todos los hombres la contemplaban arrobados. ¿Celoso su prometido? Oh, no. El Senador no se enoja porque los demás la admiren. El está orgulloso por tener una novia tan linda, inteligente y elegante. Sí, es cierto, él es mucho mayor que ella. A mí, en verdad, me gustaría que se casara con un hombre más joven y con más futuro. Cheché lo merece. Ella nació para la gran vida y pronto va a lograr sus ambiciones. Yo estoy preparándola para eso.

A veces la presunción de Mimí levantaba ronchas en las amigas, quienes en venganza se abstenían de invitarla, o de otra forma, apretaban el botón de la indiscreción  y la malicia al máximo poniéndola en ridículo. “Bueno, si no se han casado es porque Cheché no ha querido. El Senador está loco por ella. Y además la necesita. Mi sobrina es una mujer de gran capacidad y mucha visión para la política. Sí, por supuesto, ella está metida de lleno en la política”. En cierto modo lo que Mimí contaba tenía un viso de verdad. Cheché vivía de la política, de la mala política que pagaba el diario sostén de aquella casa  y los lujos que se permitía. Por eso Mimí no cesaba de aconsejar: “Niña, no seas tan confiada. No pierdas el tiempo con pajaritos de colores. Mira que la juventud pasa volando y de repente las carnes se aflojan y aparecen surcos feos y hasta el ánimo se encoge cuando cambian las circunstancias”. Otras veces Mimí  advertía: “El invierno es triste cuando no se tiene el calor de un hombre ni la estabilidad de un hogar. Mírame a mí…”.

Cheché no respondía a sus prédicas. Continuaba dándose brillo en las uñas, admirando algunos de sus vestidos nuevos, o inmersa en un baño de sales aromáticas que para ella importaba de Francia el perfumista asiático de la calle San Rafael.

A pesar de sus intentos, Mimí no lograba penetrar el pensamiento de Cheché, quien no compartía secretos ni pedía consejos. Mimí terminó apodándola “La esfinge”.

El día que inesperadamente falleció la esposa del Senador, Mimí echó a volar su imaginación. Visualizó a su sobrina casada con el opulento anciano, viviendo en su palacete en Miramar, asistiendo a los clubes elegantes y viajando por Europa todos los veranos. Y, naturalmente, ella acompañándolos a todos partes y disfrutando las migajitas de bienestar que la pareja le dejaba caer. Eso le bastaría para ser feliz.  Pero, contrario a lo que esperaba, el Senador no propuso matrimonio. Si a su sobrina le desconsoló la negativa de “Mi chino” a legalizar las relaciones, ella no logró enterarse porque, como siempre, la joven se reservó los sentimientos.

No obstante el silencio de Cheché, Mimí pudo enterarse a través de las confidencias de un periodista  asiduo  a las veladas de la casa con quien ella había trabado una buena amistad, que el Senador presentaba como excusa la negativa de sus tres hijas a aceptar a Cheché en el círculo familiar. Mimí no se atrevió a interrogar a su sobrina, pero aprovechó para arreciar el aguacero de consejos, ahora fortalecidos por el creciente sentimiento de antipatía que albergaba en contra del benefactor de su sobrina.

A pesar de la aparente indiferencia de Cheché ante la actitud de “Mi chino”, no fue difícil para Mimí, siempre escarbando aquí y allá, descubrir algunos cambios en la vida de su sobrina. Por ejemplo, a partir de la negativa del Senador a contraer matrimonio, Cheché empezó a recibir hermosos ramos de flores y regalos costosos acompañados de tarjetitas cuyo contenido críptico Mimí no lograba descifrar. Además, el teléfono sonaba con frecuencia y a horas imprevistas. Regularmente tras la llamada, Cheché se componía a toda carrera, pedía un auto de alquiler y salía como un bólido de la casa.  Pocas horas después regresaba envuelta en un aura feliz que nunca antes se le había notado. La sabia Enriqueta que no se perdía nada, también se había percatado de los cambios. Los ojos de Cheché tenían un brillo distinto. Ahora hasta cantaba mientras se pulía las bien perfiladas uñas. Mimí ardía en curiosidad. ¿Qué estaba pasando ahora en la intimidad de su sobrina? La muchacha jamás decía a donde iba ni a que hora pensaba regresar. Naturalmente, no podía exigírsele. Era mayor de edad, dueña de su vida y responsable de sus actos, y hasta ese momento había demostrado cómo sacar el mejor partido de su palmito y circunstancias. ¡Pero ella quería saber!

Un día de esos en que el teléfono había hecho salir a Cheché a todo correr, se apareció el Senador. Mimí palideció y comenzó a temblar cuando la criada Silvina avisó que el Senador pedía hablar con ella. Sobresaltada, empezó a pasearse de un extremo a otro de la habitación sin saber qué otra cosa hacer. Si Cheché no estaba con su viejo, ¿con quién podía estar? ¿Qué iba a decirle? Era cierto que ella ignoraba las intimidades de su sobrina. Tras mucho pensar, al fin discurrió que una mujer tiene otras cosas que hacer, además de entretener a su hombre. Le diría al tonto ese que la niña había ido al dentista, al modisto, al peluquero, a visitar a una amiga enferma. ¡Ay, Virgen de los Remedios! En que apuros se encontraba por culpa del Senador. Ella, sin comerlo ni beberlo, pues no sabía ni pizca de las nuevas andanzas de su sobrina. La pícara se las arreglaba para mantenerla a ella al margen de todo. Bueno, de casi todo. Y ahora el maldito viejo poniéndola a ella en esta tesitura.

Mimí tembló de nuevo cuando Silvina empujó la mampara del cuarto, acercándose al tocador donde la Delré continuaba acicalándose. Fue a decir algo, pero no tuvo tiempo de articular palabra, pues ambas oyeron al Senador gritar desde la sala:

—Dígale a la vieja esa que no se haga la remolona. A mí no me hace esperar nadie, y mucho menos ella.

Mimí recibió su falta de respeto como una bofetada que le hizo arder el rostro. El tono del Senador era de enojo y mando. ¿Qué iba a pasar allí? No, no se había equivocado con él. Siempre lo imaginó de ese talante, a pesar de su aire suave.

Mimí entró en la sala temblando aún.

—Buenos días,Senador. Usted por aquí tan temprano…

—¿Dónde está Cheché?— preguntó él, agresivamente.

—Pues, no estoy segura… Nunca le pregunto a dónde va. Sé que en estos días tiene cita con el dentista y con el modisto. Además, tenemos una amiga muy enferma y…

—Y ¿no cree usted que esté con el médico?— interrumpió él, en tono mordaz.

—Pues, no sé. No parecía enferma esta mañana…

—Bueno, si no lo estaba, lo va a estar pronto. Y no se me haga la inocente, que todo lo que está pasando es obra suya.

—No le entiendo, Senador. No sé a qué se refiere.

—Ah, vieja celestina— la insultó sin reparos, acercándose a ella con determinada hostilidad —Por culpa suya he perdido a Cheché, la niña de mis ojos…— lamentó él.

—Pero, yo… Senador… por favor…

Mimí no tuvo tiempo de prever el ataque. El Senador echó adelante la mano que escondía en la espalda y lanzó el primer latigazo contra el piso con tal energía que desconcertó a Mimí completamente. Aterrada, en lugar de huir hacia el interior de la casa, corrió como un ratón perseguido a agazaparse detrás del piano. Los chasquidos continuaron restallando sobre la loza pulida, uno tras otro, hasta que el Senador, su furia aparentemente disipada, pero con el látigo aún en alto, salió de la casa y se metió en el automóvil con placa oficial en que siempre viajaba.

Desde un rincón en el comedor, Silvina había presenciado el espectáculo de circo muda de terror. No habló ni se movió de allí hasta que vio entrar a Cheché media hora más tarde.

Cheché se acercó a Mimí que aún se encontraba en posición fetal. —Vamos, tía, levántese, que todo ha sido una broma de mal gusto. “Mi chino” me las va a pagar todas juntas. Se lo prometo.

Silvina había empezado a descargar la tensión sufrida con quejidos de plañidera, pero Mimí permaneció en la misma posición silenciosa, el rostro muy pálido, los párpados apretados.

Cheché reconoció el terror que la dominaba e insistió en que se levantara, pero no lo logró.  Finalmente se arrodilló junto a ella y comenzó a darle afectuosas palmaditas en el rostro, poniéndole bajo la nariz el frasco de sales de alcanfor que siempre llevaba en su bolsa.

Mimí hizo una o dos muecas rechazando el fuerte olor y aparentemente reaccionando, pero sin levantarse. Cheché la besó con ternura y acariciándola como a una criatura, le dijo al oído:

—Tía, esto lo hizo “Mi chino” para molestarla porque ustedes nunca se han entendido, pero no se preocupe, que todo va a cambiar. Tengo una buena noticia que darle. Sabe, voy a casarme con Luis, el médico español que a usted tanto le gusta. ¿Qué le parece? ¿No le alegra la noticia?

Sorprendiéndolos a todos, Mimí abrió los ojos con estupor y lanzó un “nooo”… que retumbó en toda la casa. Sin decir nada más, ascendió por el silencio hasta la cima de aquel monosílabo largo e incoherente, y descendió por la empuñadura del látigo hasta la entrada de aquella sonrisa húmeda y maliciosa que le esperaba junto a la puerta de la calle.

***

[Este relato pertenece a su libro El veranito de María Isabel y cuentos para insomnes rebeldes, Miami, Florida, Editorial Ponce de León, Inc., 1996]
 
Carmen Alea Paz (La Habana, Cuba). Narradora y poetisa, traductora, conferencista y profesora de idiomas. Cuenta con una maestría en lengua y literatura española e hispanoamericana. Ha sido profesora de español y literatura de la Universidad de Northridge. Ha recibido premios y menciones tanto en Cuba como en Estados Unidos. Cuentos, artículos y ensayos suyos aparecían con frecuencia en importantes revistas y diarios cubanos de la década de 1950, tales como Lux, Carteles, Vanidades, Colorama, Patria, Bazar, así como en los periódicos Avance, El País, El Mundo y Diario de la Marina. Su sección “Disquisiciones femeninas”, que publicaba el semanario dominical El País Gráfico tuvo una gran aceptación de lectores en aquellos tiempos. Asimismo fue colaboradora oficial de la popular revista habanera Romances. Ha publicado varios libros, entre ellos, El caracol y el tiempo (Poesía, 1992); El veranito de María Isabel y cuentos para insomnes rebeldes (Novela y cuento, Miami, Editorial Ponce de León, 1996); Labios sellados (Novela, Premio Internacional “Alberto Gutiérrez de la Solana”, del Círculo de Cultura Panamericano 1999, 2001); Casino azul (Novela, Universidad Autónoma de Baja California Sur, 2004); y más recientemente Risas, confeti y serpentinas, una historia familiar. Reside en la ciudad de Northridge, California.

©Carmen Alea Paz. All Rights Reserved

About the Author

Carmen Alea Paz (La Habana, Cuba). Narradora y poetisa, traductora, conferencista y profesora de idiomas. Cuenta con una maestría en lengua y literatura española e hispanoamericana. Ha sido profesora de español y literatura de la Universidad de Northridge. Ha recibido premios y menciones tanto en Cuba como en Estados Unidos. Cuentos, artículos y ensayos suyos aparecían con frecuencia en importantes revistas y diarios cubanos de la década de 1950, tales como Lux, Carteles, Vanidades, Colorama, Patria, Bazar, así como en los periódicos Avance, El País, El Mundo y Diario de la Marina. Su sección "Disquisiciones femeninas", que publicaba el semanario dominical El País Gráfico tuvo una gran aceptación de lectores en aquellos tiempos. Asimismo fue colaboradora oficial de la popular revista habanera Romances. Ha publicado varios libros, entre ellos, El caracol y el tiempo (Poesía, 1992); El veranito de María Isabel y cuentos para insomnes rebeldes (Novela y cuento, Miami, Editorial Ponce de León, 1996); Labios sellados (Novela, Premio Internacional "Alberto Gutiérrez de la Solana", del Círculo de Cultura Panamericano 1999, 2001); Casino azul (Novela, Universidad Autónoma de Baja California Sur, 2004); y más recientemente Risas, confeti y serpentinas, una historia familiar. Reside en la ciudad de Northridge, California.

Leave a Comment