Literatura. Ensayo. Crítica.
Por Marita Rodríguez Cazaux…
Ciertos filósofos hacen referencia a materia y espíritu, interioridad y exterioridad, considerándolos opuestos, sin embargo la postura Zen, concibe unidad en los opuestos, espacio y tiempo, autoconciencia y conciencia objetiva, individuo y mundo.
Asimismo, sabemos que los poetas suelen habitar simetrías desbalanceadas, sombras internas y externas, cosmos propios y cosmos de mundo conocido y sin conocer.
Es evidente que el poeta asume el interiorismo y el exteriorismo de la manera en que los griegos lo nombran Ser lírico, y, aunque se sepa que el lirismo es un subgénero de la poesía, ha quedado establecida esta palabra para entender en general el arte de poetizar.
Estos dos conceptos, unidad de opuestos y lírica, conforman la obra del literato Carlos Penelas y se desnudan en esta magnífica
CELEBRACIÓN DEL POEMA
“Hacer un poema como la naturaleza hace un árbol”, dice Huidobro que tuvo de poemas —y de amores— naturaleza pronta, palabras con que introduce Carlos Penelas a su último ensayo sobre poética y filosofía.
Kelly Gavinoser sostiene que no hay prosa poética, sino poesía en prosa, y bien podría asegurarse cierto en Celebración del poema. Baste leer los dos epígrafes a los que invita el literato argentino-gallego, a quien también la poesía y los amores, como a Huidobro, bien reflejan.
El primero de ellos, de Bernal de Bonaval, “A dona que eu amo e teño por señor amostradema, Deus, se vos en pracer for, senon, dadema morte”; el siguiente del mentado Marqués de Santillana y aquellos versos inolvidables dedicados a la vaquera de la Finojosa: “En un verde prado de rosas e flores…”.
Ya en el primer peldaño, Penelas expone verdades sin refute:
“La poesía predice. Celebra constelación en el lenguaje, libertad que habla en sí, que es signo de sí. Inaugura lo humano y su elevación”.
Quizá sea esta iluminación para elegir antagonismos, los opuestos, el sello de la poética que Penelas aborda pues, tras la compleja vacilación halla la firmeza para “indagar el sentido de la vida”.
Transformación, transfiguración, que todo arte que se precie finalmente ha de traspasar, es el estado al que invita sustancialmente cuando habla sobre el poetizar movilizador de nostalgias, una frase impecable que destaca idea, verbo (sin duda movilizar es un verbo inquietante) y sustantivo (nostalgias bien vale su peso en el plomo del anclaje).
Contra poniente, Penelas propone el dinamismo, la palpitación, la vorágine, aquel “Poesía es todo lo que se mueve” de Nicanor Parra, y orienta a ese encuentro a través de dos poetas colosales; Octavio Paz: “La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono.[…]. La actividad poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La poesía revela este mundo; crea otro”, y el alemán von Hardenberg, Novalis, que “identifica el poema con el sueño: la correspondencia entre iluminación exterior y fondo psíquico”.
Más adelante, y no podría ser de otra manera, tratándose de Carlos Penelas se aplica a sí mismo lo anterior y afirma que “desde el poema no hay olvido”, para sostener luego que “es la expresión estética que configura las raíces, la casa, las voces de los padres, el mundo agrario, la lírica del amor y del dolor, el desasosiego, el contexto emigrante, la injusticia social, la transición, el desengaño”. Y más abajo, reitera: “El poema es la atmósfera, el clima”.
Para los que gozamos (o penamos) la poesía en los ecos de voces en otro idioma que nos habitan, para los hijos del exiliado, para los descendientes de ese descendido en “la lenta erosión de la vida”, Penelas catequiza un cuadro vivo, aún más allá de los vocablos que elije para exponer.
Así, no es igual decir: “En un jarrón hay una flor” que descubrir la soledad en que yace la flor, ahogándose encerrada en el frío del cristal. Pese a que todos asuman la inevitable muerte de la flor, serán los ojos del emigrado, del desenraizado los que descubran la prisión de la flor, su asfixia, su agonía.
Tendrá significancia entonces ese “abrumador sentimiento de empatía en el instante de la creación” que sostiene Penelas: “Fugacidad y transformación en contra de la mediocridad ambiental, fijación obsesiva de lo Bello ante la vulgaridad, lo chabacano, la torpeza mental. […], visión del sentir y del pensar…”.
Ya en el inicio hablamos del mérito de Penelas en tratar los opuestos, y el autor mismo trae sobre este punto el análisis de María Zambrano sobre poesía y filosofía, “La poesía es encuentro, don, hallazgo por gracia. La filosofía busca, requerimiento, guiado por un método”.
Ahora bien, ¿cuál es el punto del don, del hallazgo que por gracia recibe el poeta y dónde el vértice en que deja de serlo mientras reflexiona sobre los universos humanos? ¿En qué instante “la gracia petrificada” se moviliza hacia la inquietud por alcanzar respuesta sabia?
Parece responderlo Penelas cuando asegura que “el poema lleva en sí un poder mágico” y agrega quizá desde su propia inquietud “¿está plasmada o no? ¿ha sido, en verdad, conjurado el hechizo?”, tomando la reflexión de Johannes Pfeifer: “La verdadera poesía no es veraz en el sentido intelectual ni es bella en el sentido de la artesanía, sino que por el hecho ‘de plasmar bellamente’ es también una manera de apoderase de la verdad”.
Otro espacio de brillante arquitectura literaria y filosófica es cuando el autor habla de la condición, el oficio del poeta como tal.
“Un poeta no adquiere su condición de tal solo por un libro, por una línea. Su obra moviliza impresiones, desprendimientos, amores inseguros. Es portador de estados de ánimo, de sensaciones, de nostalgias. Refleja lo que descubre y lo que intuye. Alejado de los falsos pudores, su vocación está en la soledad, en la madurez de la voz, en la ambigüedad de lo cotidiano. (…). Todo y cada cosa es una amenaza de eternidad. El poeta siempre anima una dialéctica sutil, por momentos incomprensible”.
Trae esta proclama de Penelas, otra que también le es propia y llega con visos de arenga: “Confieso mi perplejidad ante las masas imbéciles y ante el individuo imbécil. Asco, aburrimiento, mal humor. (…). Creo en la búsqueda estética y ética de cada línea. (…). El poema introduce inconformidad y rebeldía. Resiste la adversidad, lucha contra lo intolerable, contra el desprecio, contra lo execrable del ser humano. Y puebla nuestras utopías, nuestros recuerdos, nuestro compromiso con los afectos, con los desheredados. Es una experiencia emocionante y aleccionadora”.
Aquí hay que considerar el verdadero significado de los vocablos que usa —sin yerro—, Carlos Penelas para apuntar buena flecha al centro de la idea: “El poema se enfrenta a los dogmas, a la vulgaridad, a los populismos, a los pobres diablos que creen en líderes, en banderas, en césares”.
Vale para esto la instancia apremiada para “abrir los verdaderos ojos” y, en ese horizonte de descubrimiento, ver el famélico cuadro no ya del “adolescente analfabeto o del pobre diablo que vive del Estado, de los favores del intendente o del comisario” sino de “académicos, de profesionales, de supuestos intelectuales, de pequeños burgueses que viajan en cruceros sin saber si el Teatro Mariinsky queda en Marruecos, en Finlandia o en la Isla Saint Croix” (claro que en ninguno de estos lugares queda y ahí está el guantazo más directo).
Siguiendo, tiene Penelas un aporte impecable respecto a la labor del poeta: “Algunos pintores, en cierta fase de su trabajo, suelen observar la obra frente a un espejo. Observan la imagen al revés. Eso les permite ver el cuadro con una mirada nueva”. Apunta el autor y por segunda vez, al laberinto de espejos, “ideas imágenes y sombras que vuelven, desaparecen y se combinan en formas diferentes”.
“A veces, sentimos el ahogo de la voz”, acredita frente a su propio espejo y por ese rumbo me llega el recuerdo de una foto en blanco y negro, en la que el “coronelazo” Siqueiros, mostraba espaldas y perfil gracias a los espejos en lo que solía reflejar sus trazos, supongo que para ver detalles que se le podrían escapar sin esa inmediata lejanía que producen —inevitablemente— los espejos.
Respecto a la soledad del que escribe, en particular del poeta, Penelas afirma que “el hombre que lee está siempre solo. El hombre que lee no es fácil de manipular. La lectura lo hace diferente, lo hace fantasioso” y lleva este pensamiento más allá de “la conciencia colectiva”, a la necesidad de explorar “la naturaleza y el corazón del hombre”, y otra vez lo antagónico en Penelas que mencionamos al principiar, “despierta (el arte simbólico) en nosotros un eco que ha comprendido el lamento y la esperanza”, dos sentimientos que parecen enfrentarse y se contienen pues “debemos hablar de la inefable intuición unitaria en la simplicidad del verso, de lo fecundo que nos resulta el instante, de aquello que nos substrae, del perpetuo intercambio de realidades según nuestras diferentes realidades, de la visión del universo”.
En avance, sin perder estatura las ambivalencias, el autor narra que los astrónomos de la antigüedad esperaban las noches serenas para apreciar en las paredes de los pozos el reflejo de las estrellas en el agua y determinar el recorrido de la bóveda celeste.
Agua y cielo, pozo una y pozo otro, constante dualidad recorrida en busca de identidades, “cada uno de nosotros lleva consigo la ambivalencia, lo sagrado, la memoria de esas calles de barrio, de la aldea, de la villa […] el hombre desamparado, frágil. Y al mismo tiempo insurrecto, traductor del misterio, del arado”, es permanente vigilia en la obra de Carlos Penelas, asimismo como lo es el apremio por inculcar al poeta su compromiso, “procurar fustigar la irracionalidad, la aparente incoherencia del mundo. El poema en su sentido inicial es un acto herético. Significa que está contra todo orden que petrifica el pensamiento y la mirada”.
Se podía pensar que transmite un estado de inquietud, sin embargo, es justamente lo contrario: “Deseo pasear mi mirada con lentitud. Deseo elogiar el ocio, la serenidad, lo moroso”. Penelas logra en ese estado de contemplación aunar placer, emoción y arrebato: “La belleza poética debe hacernos vibrar como el goce la mujer amada, pues lleva la mitología de las cosas, a los símbolos del destino. Todo poema es una profecía. Desde el alféizar de la ventana veo un jarrón de cerámica con unas flores silvestres. A través de la ventana abierta oigo el canto de un pájaro. Y veo la neblina sobre el monte”. Otra vez, la transición de la que habla en el inicio de su ensayo y el desdoblamiento sobre el objeto de placer (no objeto del placer, entiéndase claramente). “Nace la fantasía, el refugio de transcendente, lo inquietante de cada latido que va revelando nuestro ser, nuestra voz interior […]. Goce estético, luz y sonido. El poema es el rescoldo del sueño, lo que sintió el creador”.
Evocando a la palabra, “el follaje, la rama sensible al viento, la vela blanca en la bruma del mar”, “convicción íntima que hace sensible la palabra, voces modeladas por una mitología del desorden”, Carlos Penelas no escapa a su lengua materna; entra en intimista hogar que puebla un mundo universal “el ensueño de las voces infantiles”, y confiesa que solo puede escribir a mano alzada sobre una hoja desnuda.
Tras esta confesión, lo sobrevuelan miríadas de postales y es imposible ya, huir de las escenografías que se pisan al leerlo. “[…] una aventura instauradora del misterio que baña el alma humana” […]. Si la poesía tiene una finalidad no es satisfacer la vanidad de quienes la crean sino espiritualizar al hombre. Todo lo que se escribe debe ser con pasión…”.
Hacia el remate, Penelas se vuelve más Penelas y su costado menudo, corre con pantalones cortos y zapatos de escuela, por calles adoquinadas de barrio, “El hogar era el centro del mundo, el único lugar en que uno podía estar cerca de los dioses o de los muertos”, un lugar que conserva su memoria y que lleva la “virtud e inocencia de las canciones y los dulces[…]La exaltación del recuerdo, la evocación de la infancia[…]Como me suele suceder a menudo, vuelvo a los autores de mi juventud, de mi primera madurez”.
Por si no alcanzaran a ser suficientes estos enunciados: “Hace falta, además, ingenuidad. El placer de admirar, de evocar. Todo se experimenta a partir de la infancia, a partir de lo lúdico”. Para ello, “el verdadero poeta cree en los inconmensurables, en la utopía, en la sagrada unidad del silencio y la fraternidad[…], tal vez toda su obra no sea otra cosa que la obsesiva insistencia de su angustia”.
En ese ánimo de rescate sensible, Penelas regresa al ensueño del labriego y del poeta que lo habitan, para leer el mundo transitando ancestrales corredoiras, camino estrecho y tenaz que marcan los carros campesinos, brinca atoruxos guturales, tantea su pretérito para convencernos de que “lo onírico lleva la forma de la nostalgia”.
Como “la fragilidad de lo visible nos convoca en el poema”, desnuda el tiempo humano, “el sendero que aparece bajo la sombra […] junto al soliloquio del corazón y el cosmos”, es natural entender que la poesía es uno de los pocos lugares donde no fracasa la palabra; tal vez porque la palabra fracasa frente a lo absoluto y la poesía —y esto lo trabaja impecablemente Rubén Balseiro—, no busca una verdad última. Es el silencio del que habla Penelas cuando menciona el “silencio como talismán del huerto”, un silencio fructificado, pleno de significados, revelador. Espacios, pausas, que conforman la sugestión, la sutil sensualidad, el “paisaje íntimo, esa mutación del alma” en su propia obra, numeroso corpus publicado a través de varias décadas.
Así, en el plano argumental, Celebración del poema sustenta conocimientos poéticos, contenidos e imágenes de calidad literaria y se supera como ensayo al propiciar convergencias de altitud expresiva entre el autor y poetas tales como Cesare Pavese, Pedro Salinas, Salvatore Quasimodo.
Es evidente que, como ellos, Carlos Penelas, no confunde “el reflejo de la luz con la luz misma”, su propia obra emparenta el arte.
Al fin, “la universal voz del poeta” ilumina, a lo largo y a lo ancho, este último ensayo de Penelas. Y lo hace visceralmente. He ahí, la verdadera celebración.
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