Sin embargo, y ya con ochenta largos, consiguió que le enviasen a su domicilio, cada lunes, a un jubilado que no sólo se prestaba a leerle la prensa y comentar con ella las noticias del día sino que, fruto de la amistad crecida entre los dos, las conversaciones se hacían interminables merced a recuerdos compartidos de épocas pasadas y cuajados de sonrisas; él la acompañaba cogidos del brazo en algún que otro paseo que podía terminar en la cafetería de la esquina para la copa: una novedosa experiencia de su vejez.
Un día, aquella enérgica y entrañable anciana, aún ávida de futuro, ingresó en la clínica consciente de su muerte inminente y, tras despedirse de los familiares, conminándoles a entender que el final era sólo gozoso tránsito para reencontrarse con quienes la habían precedido y estaban día y noche en su memoria, solicitó ver por última vez a aquel que la había acompañado de tal suerte, que lo echaba de menos siquiera para un último abrazo y así los vimos: cogidos de las manos y diciéndose en voz baja la suerte que para ambos supuso el haberse conocido. Un par de años después de su fallecimiento, el compañero de lecturas y paseos se ha quitado la vida. Por lo que hemos podido deducir, la necesidad de ambos por estar con el otro los marcó de un modo indeleble. Y es que sexo, edad o estado físico, en ocasiones tienen poco que ver con la sintonía, un cariño que entre ellos, y en otras circunstancias, pudo haber sido amor.