Soprano italiana “inventó” la gaceñiga criolla

Written by on 26/07/2018 in Estampa, Literatura - No comments
Literatura. Estampa.
Por Roberto Álvarez Quiñones.

Marietta Gazzaniga en el brindis de La traviata, grabado de Francisco Cisneros, impreso en La Habana. Tomada del blog Verbiclara.

Todo iba fenomenal.  Papá y yo estábamos haciendo el largo viaje a La Habana  de 465  kilómetros, desde Ciego de Ávila  en  un tren con literas, cosa que me fascinaba.

Me deleitaba sentir el batuqueo y el “si-se-rompe-se compone” de la locomotora de vapor en su ferroso devorar distancias.  Papá se ponía a la par conmigo, como un niño igual que yo, y disfrutábamos juntos. Me comentaba todo lo que veíamos.

Al llegar a Santa Clara vimos una explosión de vendedores de raspaduras en el andén, piramidales y dulzonas, tan típicas del lugar como las gaceñigas de Pérez-Sosa en Camagüey, los coquitos acaramelados avileños, o las panoyas de Matanzas.

La famosa Gaceñiga. Tomada del blog Gaceta de Puerto Prícipe.

Y hablando de gaceñigas, fue hace muy poco que descubrí el origen de esa palabra tan rara, pero que huele tan bien al salir del horno. Ese origen es tan ignorado por los cubanos como singularísimo fue su nacimiento en tiempos decimononos.

No me lo vas a creer, pero no surgió de la mano de un repostero famoso, o un cocinero encumbrado. Frío, frío… fue una soprano italiana, Marietta Gazzaniga, la protagonista.

Nacida en Milán en 1824 y esposa del conde de Malaspina (vaya nombrecito de mal agüero), la Gazzaniga cantaba lo mejor de Verdi con el mismísimo Giuseppe delante sentado en uno de los palcos exclusivos del célebre teatro Scala de Milano, célebre por sus funciones operáticas desde 1778.

Un buen día Marietta decidió correr fortuna allende los mares. Se fue con su conde de fatídico apellido a llenar con su bien timbrada voz los teatros del Nuevo Mundo. Tan mala espina tuvo el aristócrata homónimo que no llegó a escuchar a su amante cónyuge.  El conde murió en el trasatlántico antes de tocar tierras americanas, en el invierno de 1857.

Pero la Marietta no se amilanó. Siguió inalterable su trayecto y arribó a la espectacular Habana, donde tuvo la primera de tres exitosas temporadas a partir de ese invierno insular 1857-1858, en el Gran Teatro Tacón, la “Catedral de la Ópera en América”. Así lo llamaba la prensa continental y la europea.

El majestuoso teatro habanero, inaugurado en 1838, tenía la estructura, elegancia y capacidad del teatro Real de Madrid y del Liceo de Barcelona, según recogen las críticas de arte de la época a ambos lados de la Mar Océano.

Originalísimo obsequio: “De Gazzaniga”

Luego de una de sus actuaciones, en 1858, un avispado panadero habanero, fanático admirador de la diva milanesa, le llevó de obsequio un estupendo pan dulce,  o panqué,  al que en su honor bautizó como “De Gazzaniga”, y que luego comercializó en su panadería con tal nombre.

No, nada de extraño tuvo aquel gesto regalón. En esa temporada operática capitalina 1857-1858 surgió una acalorada rivalidad en el público entre la Gazzaniga y otra soprano italiana, Erminia Frezzolini, ambas integrantes del primo cartello de la compañía contratada por el Teatro Tacón.

Teatro Tacón o Gran Teatro de La Habana. Creative Common.

Los dilettanti se dividieron en dos bandos “a muerte”, a favor de una y otra artista, y en las presentaciones cada facción quería superar las ofrendas que el grupo contrario destinaba a su diosa. Las funciones eran campos de batalla en los que volaban amables flores, palomas, versos impresos y otros objetos, que a veces se estrellaban contra cantantes, músicos y candilejas, sobre todo cuando  Marietta cantaba “La Traviata”, uno de sus más apoteósicos éxitos.

Y no me lo crean a mí. Todo esto consta en el “Diccionario de estrenos de óperas y operetas en Cuba”. Tomo I (1842-1902).

O sea, el regalo del ignoto panadero a la Gazzaniga estaba más que justificado.  Claro, zarandeado por el hablar cotidiano, el nombre del curioso panqué se independizó de Marietta, y como “gaceñiga” fue que se enraizó en la cultura cubana.

Mazzantini y la fogosa Sarah Bernhardt

Luis Mazzantini, el torero que triunfó en Cuba. Tomado de Notimérica, del 23 de abril de 2015.

Fue algo parecido a lo del famoso torero español Luis Mazzantini, quien fue a La Habana en 1887 a torear en la Plaza de Toros ubicada cerca de Infanta y Carlos III, o sea, a unas 4 cuadras de donde este escribidor vivió en una casa de huéspedes para estudiantes universitarios, 72 años después. Casi nada.

Hasta de actor hizo el mataor en el Gran Teatro Tacón. Sí, porque lo mejor de todo es que allí en ese tablado coincidió con la fogosa actriz francesa Sarah Bernhardt, casualmente de gira teatral en Cuba. Y actuaron juntos en el drama El noveno mandamiento. Pero, libretos dramatúrgicos a un lado, el galán y la caliente Sara se enredaron en un aparatoso romance público.

Sarah Bernhardt in 1864; age 20, by photographer Félix Nadar.

Se les veía a ambos muy encendidos cerca de La Chorrera, donde pescaban o nadaban. O en el elegante y apartado Hotel Trocha, en el Vedado, aunque también se solazaban en el Hotel Inglaterra, donde tenían otro refugio volcánico.  El torero se embulló tanto con su conspicua amante que le dedicó una corrida, a ella y a todo el elenco teatral completo, que fue amenizada con un popular pasodoble titulado “Mazzantini”.  Luego, cada quien regresó a su país y si te vi no me acuerdo.

Por su audacia y temeridad en la arena taurina, y por restregarse tan desenfadadamente con la exuberante actriz francesa, el atrevido galán pasó a la historia criolla, pero igualmente cubanizado: “Masantín el Torero”.

Sonaba así más “cristiano” (como decían los guajiros) que Mazzantini. Y eso me recuerda al padre de un gran camagüeyano, colega mío de trabajo, que le quitó la última (i)  a su italianísimo apellido Constantini, y pasó a sonar más castizo: Constantín.

¿Y el “pan de karakas” camagüeyano?

Y con Camagüey a colación, les cuento que a la gaceñiga, muy apreciada en toda la isla, en la tierra agramontina la dulcería “Pérez–Sosa” le dio su toque particular. Convertida en “pan de karakas”  (con k, nadie sabe por qué)  pasó a ser tan símbolo de la ciudad como los  tinajones. Visitante que llegase al Puerto Príncipe moderno y no degustase o comprase una barra del fenomenal panqué autóctono, no tenía perdón.

Y lo digo con propiedad.  Cuando mi padre era presidente de los Caballeros Católicos de Ciego de Ávila, a veces tenía que ir a ver al obispo de Camagüey, primero monseñor Enrique Pérez Serantes, y luego su sustituto, monseñor Carlos Riu.  Íbamos en tren (para complacer mi delirio por los trenes), y como Pérez-Sosa quedaba cerca de la estación ferroviaria camagüeyana, bien que disfrutábamos y cargábamos para el regreso, pan de karakas.

De su encanto gustativo solo un detalle elocuente. Uno de los mejores peloteros avileños era tan aficionado a dicho panqué que con ese nombre era conocido: “Pan de Karakas”.  Yo al menos nunca supe su verdadero nombre. Y si lo supe, no lo fijé bien, el oloroso “pan” predominó en mis neuronas.

“El Morro, La Cabaña y la Araña de Tacón”

Y me detengo un minutillo más en el teatro habanero escenario de la Gazzaniga y su singular panqué, pues, bien que lo merece.

Según el “Directorio Criticón de La Habana”, de 1883 (página 46), el Gran Teatro Tacón tenía capacidad para 2,287 espectadores en palcos, butacas, lunetas y sillones, y otras 750 personas se podían colocar de pie detrás de los palcos. En total tres mil asistentes (Wow!) podían disfrutar de una función.

Ningún otro teatro de América Latina tenía entonces semejante capacidad. El famoso Teatro Colón de Buenos Aires fue muy posterior (1908), con sus 2,487 personas sentadas y tres mil  en total. Por cierto, quizás los argentinos lo bautizaron como Colón, porque recordaba a Tacón y querían enfatizar que el rioplatense era ahora el mayor teatro en Latinoamérica, aunque por un “pelito” de 200 asientos.

Pero difícilmente el bonaerense Colón, inaugurado 70 años después que el Tacón, tuvo 751 telones, 13,787 trajes en el guardarropa; 782 muebles y útiles de escena, como el habanero.

Enrico Caruso corriendo por la calle y vestido de… ¿mujer?

Y me acaba de entrar un canal, como dice mi buen amigo Santovenia. La estampa más pintoresca del Teatro Tacón, ya con su nombre cambiado a Teatro Nacional luego del izarse la bandera cubana en el Morro, ocurrió en 1920.

Enrico Caruso en uno de sus roles operáticos, en 1908. Wikimedia Common. Autor: Aimé Dupont Studio.

Enrico Caruso, el mejor tenor del mundo en la época y uno de los más grandes tenores de la historia, tuvo una gran temporada de 10 presentaciones en ese gran teatro habanero, 62 años después de Marietta, y por las cuales le pagaron 90 mil pesos, el contrato mejor pagado de su carrera.  Una fortuna en aquellos tiempos, que no fue superada por ningún otro cantante operático en el mundo hasta los años 70. Bueno, mi abuelo Pepe Quiñones, que asistió a una de sus presentaciones, siendo yo un adolescente me dijo dos cosas de aquello: que Caruso tenía una voz de otro mundo y que pagó 25 pesos para verlo cantar, un precio exorbitante en la época.

Pues bien, en medio de unos de sus increíbles “do de pecho” (nota sobreaguda), y vestido Caruso como Radamés en la opera Aida, sonó un petardo en el teatro. Lo que pasó lo dejo en boca de Alejo Carpentier, quien así lo relató en un documental, y me lo ratificó a mí cuando lo entrevisté en La Habana en 1974, al cumplir sus 70 años:

“Caruso, que era muy miedoso, agarró un susto terrible, salió por la puerta del fondo del Nacional y empezó a correr a las tres de la tarde por la calle San Rafael. Cuando llega dos cuadras más arriba, un policía […] lo agarra por la mano, y dice: —¿Qué es esto? Aquí no estamos en carnavales para andar disfrazados por las calles”.

“Entonces Caruso, que no hablaba español, empieza a decir: —Io non sono in carnavalle, io sono un tenore…, —vestido de Radamés, —Io sono il tenore Caruso. Pero el policía no entendía. Se quedó mirando fijo a Caruso y le dijo”:

“—Sí, ¡eh! ¿Y además de eso disfrazado de mujer? ¡Vamos ahora mismo para la estación de policía!”.

“Y el pobre Caruso tuvo que ser sacado de la estación de policía por el embajador de Italia en Cuba”,

Si Caruso era miedoso, Carpentier era un poquitín mitómano y no sé si el arresto ocurrió, o no. Pero sin duda es una historia divertida. De lo que no hay duda es de que el grande tenore napolitano salió disparado del escenario operático egipcio y corrió por la calle (tenía 47 años). Mi abuelo no lo vio correr por San Rafael, pero se lo contaron ese mismo día.

Y ahora sí termino mis pinceladas taconianas, para seguir al viaje a La Habana con mi viejo a fines de los 40.  El lujo y esplendor del Tacón eran tales que a mediados del XIX hizo brotar unas sonoras coplas que se cantaban en la capital:

Tres cosas tiene La Habana/que causan admiración/el Morro, la Cabaña/ y la araña* del Tacón“.

 

*Esta era una enorme lámpara importada de París, colgada sobre la platea.

[Julio de 2018]

 

 

 

 

©Roberto Álvarez Quiñones. All Rights Reserved

 

About the Author

Roberto Álvarez Quiñones (Cuba). Periodista, economista, profesor e historiador. Escribe para medios hispanos de Estados Unidos, España y Latinoamérica. Autor de siete libros de temas económicos, históricos y sociales, editados en Cuba, México, Venezuela y EE.UU (“Estampas Medievales Cubanas”, 2010). Fue durante 12 años editor y columnista del diario “La Opinión” de Los Angeles. Analista económico de Telemundo (TV) de 2002 a 2009. Fue profesor de Periodismo en la Universidad de La Habana, y de Historia de las Doctrinas Económicas en el Instituto Superior de Relaciones Internacionales (ISRI). Ha impartido cursos y conferencias en países de Europa y de Latinoamérica. Trabajó en el diario “Granma” como columnista económico y cronista histórico. Fue comentarista económico en la TV Cubana. En los años 60 trabajó en el Banco Central de Cuba y el Ministerio del Comercio Exterior. Ha obtenido 11 premios de Periodismo. Reside en Los Angeles, California.

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