A partir de aquí, no he podido por menos que reflexionar sobre pobrezas, ciertas o figuradas, que se nos muestran cuando transeúntes y en barrios dispares. Algunas mueven sin duda a compasión, sea por aspecto o contexto, mientras que otras veces se nos pone la mosca tras la oreja pasados unos minutos de observación. Vi ayer a un hombre en una vieja bicicleta, de avanzada edad y ropa precaria que, sin dirigirse a nadie en particular, se detenía frente a cada poste de pago, en las zonas de estacionamiento callejero regulado, y metía los dedos en la cajita del cambio por si alguien hubiese olvidado recoger las monedas. No me pareció que se hiciera con ninguna mientras venía en mi dirección, así que, al cruzarnos, saqué del bolsillo un par para su satisfacción y de paso la mía. Sin embargo, he de reconocer que no es mi comportamiento habitual y es que los pordioseros, como he comprobado hasta la saciedad, en ocasiones no llaman a la piedad por lo que uno prefiere, frente a ciertas evidencias, mirar hacia otro lado, aunque, como escribiera Lezama Lima en su novela Paradiso, una de las cosas de más terrible lectura sea la sonrisa del limosnero (realmente necesitado, añadiría) cuando no recibe la dádiva que espera.
No se trata de banalizar el mal, pero, en un remedo de las organizaciones de explotación sexual, algunos pedigüeños son traídos de otros lugares y utilizados para el enriquecimiento de sus amos, sustituyendo la prostitución por vasito o mano tendida. Otras veces la simulación, como he podido deducir, viene de cosecha propia. En mi ciudad —Palma de Mallorca— y junto a la basílica de San Miguel, un africano pide tumbado sobre un cartón y con aspecto de paralítico hasta que, al caer la noche, se yergue sin mayor problema y, tras sacudirse la ropa, abandona el lugar. Conozco a otros falsos tullidos de fornido aspecto que prefieren el reposo en la esquina a trabajar con pico y pala; el del Paseo del Borne llega a su lugar, a primera hora y con su perro, provisto de una silla de ruedas desde la que intentará vender gato por liebre; otro a cuatro patas y sosteniendo el bote con ambas manos o la joven, cada mañana, por las terrazas de los bares y que, de no conseguir su propósito, eleva la voz y puede ponerte como chupa de dómine mientras tomas el café.
La sociedad es sin duda desigual y muchos las pasan canutas para seguir adelante, pero se perciben con menor frecuencia que esos para los que el fingimiento parece sacarles de supuestos o ciertos apuros. ¡Pero si incluso Ulises, tras veinte años de periplo, al volver a Ítaca se disfrazó de mendigo para recuperar a Penélope, su mujer! Y es que la miseria, desde antiguo y hasta hoy, puede ser castigo, pero, como la mayoría de ustedes habrán observado, también recurso.