Literatura. Crónica.
Por Marcelo Morán
Al principio dudé. Pero luego de leer dos veces el mensaje enviado a mi celular la tarde del 4 de marzo de 2018, recordé al pasajero que tres años antes me había acompañado en un autobús desde Maracaibo hasta Cuatro Bocas. “Hermano, soy Jeremías Ipuana, el hombre de los sombreros. Te escribo para invitarte a una reunión familiar. Llámame cuando puedas. Saludos”, decía el texto.
Aquel día conversamos en el trayecto de dos horas hasta que él bajó del autobús para tomar otro transporte que lo llevaría de retorno a su destino. Era un hombre mayor y tenía un semblante enfermizo, pero su espíritu dejaba traslucir una fortaleza de piedra cuando decretaba sus planes y deseos para el futuro. Porvenir, que según él, quedaba en la sierra de Cachirí: una cadena montañosa ubicada en el municipio Mara a dos horas al oeste de Maracaibo en el estado Zulia.
Esa inesperada invitación me obligó a llamarlo al siguiente día para saludarlo y agradecerle el gesto de considerarme su amigo a pesar de aquel fugaz encuentro de 2015. En tono cordial, aseguró que permanecería en Cerro Cochino (localidad del municipio Mara) quince días mientras completara algunas diligencias en Maracaibo. “No faltes. Traje un sombrero con tu nombre y tengo muchas cosas que contarte”, había dicho para terminar.
El domingo 8 de abril de 2018, cerca de las diez de la mañana, llegué sin contratiempo a la dirección que él me había indicado de manera rigurosa por teléfono. El ambiente era caluroso y el cielo estaba limpio de nubes. “Al menos, hoy no lloverá”, intuí, después de mirar al firmamento y los charcos formados en ambos lados de la carretera.
Desde allí pude distinguir, como a trescientos metros, la granja familiar reventada de árboles: nísperos, mangos y hermosas ceibas alineadas a la entrada. Frente a ese cuadro de frondosidad primaveral había más de una docena de vehículos aparcados. A lo largo de la distancia que separaba la casa del sitio en la que me había dejado el transporte, se escuchaba a todo volumen el tema Mi primera cana del desaparecido cantautor colombiano Diomedes Díaz. “Es una fiesta”, pensé.
El camino de tierra se tornaba intransitable. El paso de los vehículos había creado un barrizal espeso en las charcas dejadas por un aguacero el día anterior. Traté de vadearlo, sin embargo, no pude evitar que mis zapatos se llenaran de barro. En medio de la canción de Diomedes se escuchaban los ladridos de un perro y el roce de su cadena contra el tallo de uno de los arboles que flanquean la propiedad. Cuando pasé justo frente a los carros aparcados lo vi: era un pastor alemán de negro pelaje que se encabritaba de furia a medida que me acercaba a la puerta de la casona. Esa alarma hizo asomar en seguida la cabeza calva de un hombre a través de una cerca construida de ladrillos y de casi dos metros de altura. El hombre precedió mi interpelación con una sonrisa de cordialidad:
—¿Vienes de parte de alguna familia?
—Sí, soy amigo de Jeremías Ipuana, —respondí.
El hombre hundió su cabeza tras la cerca de ladrillos y apareció luego por una puerta de ciclón para darme la bienvenida con un apretón de manos. Era gordo y cuarentón. Vestía todo de blanco: guayabera manga larga y pantalones de dril, plisados.
—Adelante, Jeremías te está esperando, —dijo, reafirmando la efusividad en su rostro sudado.
Atravesamos un decorado corredor en el que bailaban apretujadas cinco jóvenes parejas. El piso estaba hecho de cemento y en los cuatro lados había gente sentada libando licor. El hombre que me recibió, resultó ser el dueño de la casa y se llamaba Pericles Rincón, y era el esposo de Raisa González, la sobrina de Jeremías. En el patio, rodeados por plantaciones de nísperos, destacaba otra casa similar en su diseño a la anterior. En su corredor bailaba también un puñado de jóvenes como si hubiera otra fiesta dentro de la fiesta. Más allá había tres bohíos de donde entraban y salían mujeres prestas a atender las veinte mesas rebosantes de invitados de distintas edades. El chasquido de la carne asada se escuchaba a pocos metros con mucha nitidez a pesar de la estridencia de la música.
Fui llevado al último bohío en el que yacían colgados cuatro chinchorros multicolores. En uno, estaba acostado un hombre mayor, tenía lentes oscuros y empuñaba con ambas manos un bastón de palo cuyo mango era una esfera reluciente. Me saludó con un gesto de cabeza cuando una chica, próxima a los 20 años, me ofrecía un taburete para sentarme. Detrás de ella llegó otra joven con una mesa de plástico, portátil: armó las cuatro patas y luego colocó un mantel azul. Se retiró, y al cabo de unos segundos regresó con dos bandejas de carnero asado. Otra dama mayor, como de 40 años, morena clara y trajeada con una manta de color púrpura con exóticos bordados a la altura de su pecho, trajo los aderezos, que constaban de yuca, queso de matera y chicha de maíz. Después se presentó mostrando un gesto de amabilidad:
—Bienvenido, soy Raisa, la sobrina de Jeremías. Mi tío me ha hablado mucho de usted. Siéntase como en familia.
—Es un placer conocerla, —contesté, agradecido.
Desde otro bohío cercano emergió un hombre vestido con guayabera blanca, jeans y botas vaqueras. Era alto, de contextura maciza y anchos hombros. Llevaba un sombrero borsalino negro y traía en sus manos dos botellas: una de ron y otra de whisky. Supe de quién se trataba cuando se detuvo risueño frente a mí. Era Jeremías Ipuana; estaba irreconocible. Ya no era aquel hombre de aspecto famélico con ojeras oscuras que conocí tres años antes en un autobús rumbo a Cuatro Bocas. Había aumentado por lo menos treinta kilos, que a la vez le quitaban veinte años a su otoñal fisonomía.
—¡Qué de tiempo, hermano!, —me dijo antes de darme un abrazo—. Creí que ya no vendrías.
—Por nada, me perdería lucir un sombrero de moriche, —declaré al momento de sentarme.
Sin más protocolo de bienvenida, Jeremías destapó la botella de ron, que exhibía un indio en la etiqueta, y llenó una taparita equivalente de cuatro tragos.
—No puedo beber esa cantidad, hermano. Hace apenas un mes, superé un derrame pleural. En cambio, puedo comerme un chivo entero, —le dije en tono de jocosidad.
—¡Con razón estas muy flaco! Ya te lo comerás, —aseguró sonriendo.
Sin embargo, me tomé un solo trago, seguido de un picadillo de ovejo asado con yuca, para suavizar el efecto de la bebida.
—Ah, te presento a Rosalía, mi mujer. Ella es la madre de la niña que acabamos de bautizar, —señaló Jeremías a una jovencita de modesta estatura, delgada y de abundante pelo negro. Vestía una manta guajira diseñada con bordados del símbolo clanil de su familia.
—Es un placer conocerla, señora, —le dije. Ella respondió con una frase inaudible, cargada de timidez.
—La niña se llama Rosita y tiene un año. Raisa mi sobrina y su esposo Pericles son los padrinos. Este es el motivo de esta reunión. Es mi primera hembra, y espero tener por lo menos tres más en los próximos años, —alardeó Jeremías.
Rosalía se llenó de rubor, colocó sobre la mesa dos vasos con agua y se retiró. No pasaba de 20 años y era evidente que Jeremías le llevaba más de medio siglo. Pero no pasó mucho tiempo, cuando de la puerta de un bohío forrado con esteras, se asomó ante el llamado de su marido:
—¡Por favor, tráeme el sombrero que está sobre mi maleta!
Rosalía regresó en seguida con el sombrero elaborado de moriche y de dos tonos: azul y rojo en cuya copa resaltaba mi nombre: “Marcelo”.
—Aquí lo tienes, hermano. No tiene costo para ti; es mi regalo de amistad.
De una vez me lo calé, y como no podía brindar por ese motivo, le di las gracias acompañado de un apretón de manos. Jeremías aprovechó mi limitación para efectuar un brindis doble. Apenas se había servido tres tragos, y el nivel del licor descendía cuatro dedos hacia la parte ancha del frasco. Jeremías ni siquiera movía un músculo de su cara; era como si yo bebiera con naturalidad un vaso con agua.
A continuación empecé a degustar la exquisitez de la carne asada, Jeremías, hacia lo suyo con la botella de ron, hasta que de pronto dio un giro a su parquedad.
—Más allá de este sombrero, —señaló con un dedo— quería hoy tu presencia. Hay algo que me inquieta bastante… desde hace un año.
Jeremías suspiró profundo y volvió a servirse otro trago largo. Una pesada carga emocional borró de su rostro la amenidad que hasta hacía unos segundos me hacía sentir como otro de la familia. Tanto así que sus últimas palabras hicieron encogerme de hombros. Traté de disimular mi preocupación disponiendo de un nuevo trozo de yuca con queso. No creí que esos tragos desmesurados le causaran una prematura borrachera.
—Fue un sueño muy extraño, —dijo—. Los wayuu soñamos con cosas de nuestro mundo: con el mar, con nuestros rebaños, con la sabana, con nuestros familiares vivos o difuntos. Siempre en los sueños escuchamos, hablamos, hasta podemos aparecer borrachos, pero a mis 70 años, nunca le he oído a un wayuu soñar con formas, objetos que jamás haya visto en su vida, y que él mismo no aparezca o no se vea en el sueño. Hace dos años también viví algo parecido. ¿Te ha pasado alguna vez, hermano?
—No. Nunca, —respondí desconcertado y suspirando hondo.
Jeremías había entonado cada palabra con signos de preocupación, como si ya se encontrara en el borde del sueño que se aprestaba a contar.
—Vi una montaña azul y majestuosa por cuya cima correteaban nubes como carneros. No sabía de qué mundo o país sobrevenía aquella vista providencial que me atraía con embeleso y extraña fascinación. Lo más parecido a una montaña que guardaba mi memoria de wayuu, era el cerro Epits (un promontorio con forma de teta ubicado en la Guajira colombiana), y ahora, la sierra de Cachirí, adonde vivo y tengo la finquita. Pero las dos formaciones no pueden compararse nunca con la dimensión de aquella montaña.
Extasiado con la hermosura de aquel portento, Jeremías observó que, desde la cumbre comenzó a tomar forma una grieta; un camino por donde descendía a toda carrera un hilo zigzagueante amarillo, como si la montaña comenzara a desangrarse. En seguida, y a través de ese incomprensible surco amarillento, empezaron a bajar centenares de hombres o quizás miles: altos, robustos y uniformados de azul. Llevaban cascos del mismo color y lentes oscuros salpicados de barro. Ellos arrastraban gentes a través del lodo como si se trataran de muñecos de trapo. Así, impávidos o inconmovibles, patinaban por el sendero de barro sin mostrar signos de miedo hacia un valle en el que colocaban como escombros a los pobres rescatados que se contaban también por millares.
—Allí terminó la primera parte del sueño. Como te he contado, no aparecí por ninguna parte y nadie me habló. Era como estar frente a la pantalla de un cine mudo.Como asegura Jeremías, este tipo de vivencias oníricas no son comunes en la tradición wayuu. Siempre hay alguien con quien pueda interactuarse y del que pudiera recibirse una instrucción o mensaje a fin de prevenir la llegada de un evento indeseable. Siempre ha sido así. Un sueño en la cultura wayuu no solo puede inquietarle la vida a quien haya tenido la experiencia sino a toda su familia, que hará lo indecible para apoyarlo.
Jeremías por primera vez llevaba a su boca un trozo de carne; tragaba con avidez. Luego tomó un sorbo de agua y retomó la plática:
—¿Has tenido alguna vez un sueño… como el que acabo de contarte?
—No, hermano, —le dije, sorprendido.
A partir de allí comencé a desgranarle lo poco que yo había leído sobre los sueños y algunos casos emblemáticos registrados en la historia, comenzando por la experiencia vivida por José, el hijo de Jacob, en su estadía en Egipto, dieciocho siglos antes de la llegada de Jesús. Esa vez quien tuvo el sueño fue el faraón, y el joven hebreo por intermediación de Dios pudo decodificarlo para que el monarca tomara previsiones y evitara la llegada de una terrible hambruna que azotó gran parte del mundo en esa época. Era aquella famosa representación de las siete vacas gordas y las siete vacas flacas y que hasta nuestro tiempo ha dejado una clara enseñanza sobre cómo deben llevarse los recursos de un país en tiempos de bonanzas y cómo administrarlos en tiempos de escasez.
Otro célebre sueño —también reflejado en la Biblia— es el que tuvo el rey babilonio Nabucodonosor, ocurrido mil doscientos años después del evento de Egipto y seis siglos antes del nacimiento de Jesús. Este suceso involucra a Daniel, un joven también hebreo, que con la ayuda de Dios tenía la facultad de descifrar sueños. Y así, pudo llegar ante Nabucodonosor e interpretarle el significado de una imagen que tenía la cabeza de oro, el pecho y los brazos de plata, el vientre y los muslos de bronce, las piernas de hierro y los pies y los dedos de manera alternativa de hierro y barro. Todos esos elementos representaban cuatro reinos que dominarían el mundo a partir de ese momento hasta la segunda venida de Jesucristo.
José y Daniel solo se limitaron a decodificar los sueños, pues ambas experiencias fueron vivida por dos monarcas en diferentes lugares y en diferentes períodos de la historia y reveladas como profecías con la ayuda de Dios.
Hasta ahí había llegado mi relato para ilustrarle a Jeremías algunos de los sueños más famosos que recuerda la humanidad. Cuando eso ocurrió, ya le había arrancado dos tragos a la botella de whisky. El frasco con la etiqueta del indio estaba vacío e inclinado sobre una de las patas de la mesa.
—Entonces, hermano, ¿cómo se llama lo que vi, lo que acabo de contarte?
—Una revelación, —contesté sin más argumento.
—¿Revelación? Eso suena como a curas, o evangélicos, ¿no? En mis 70 años solo he entrado dos veces en una iglesia. Cuando me bautizaron en Uribia en 1948, y ahora para bautizar a mi pequeña. Hermano, todavía no he terminado de contarte el sueño, —dijo Jeremías, abanicando el sombrero sobre su rostro inundado de sudor.
—¿Hay algo más?, —insistí.
—Sí. Hay algo más. Después de que aquellos extraños condujeron al último rescatado hacia un valle, parecía que hubiera terminado la película y empezara a la vez otra. Aparecieron tres hombres uniformados sobre un tanque de guerra. El que iba en el centro sobresalía más que los otros dos. Usaba boina negra y lentes oscuros. A pesar de llevarlos, se notaba que era un hombre ceñudo. Aparentaba como 50 años; tenía grietas en su tez blanca. El hombre miraba hacia adelante como si no le importara la ruina, la desgracia que iba apareciendo a su alrededor. Estaba rígido como si fuera todo de piedra. Sus compañeros adoptaban la misma postura. Fue una escena fugaz. De allí, mi visión saltó a otra parte, a un lugar desolado, sórdido como un basurero. Se veían troncos chamuscados y no se distinguían señales de casas en la distancia. De repente empezó a aparecer un enjambre de aviones verdes, tan delgados, como si fueran zancudos gigantes. Venían y volaban rasante desde el oeste hacia el este a velocidades de locura. De pronto comenzaron a soltar miles de objetos que ondulaban hacia abajo con forma de hongos y hacían cambiar por momentos el color del cielo. Fue entonces, —explica Jeremías— cuando comenzaron a aparecer también miles de personas andrajosas, macilentas, con las manos implorantes al cielo como si acabaran de resucitar. Corrían desesperadas siguiendo el curso de las cosas que seguían cayendo desde los aviones. Nadie se quedó sin nada. Todos desgarraban con avidez las envolturas de papel, para saber qué contenían; era comida: ruedas de queso amarillo, en su mayoría.
Así terminó de contar Jeremías Ipuana su sueño. Para ese momento, había vaciado la botella de whisky y ahora, se hacía de una cava repleta de cerveza que tenía a sus pies. Ya estaba borracho. Pero pudo hacer un balance sucinto de su gestión como productor agrícola en la sierra de Cachirí: “Soy ya un hombre rico. De las treinta hectáreas que tengo, coseché este año quince de maíz, diez de yuca y cinco, que destiné para sembrar pasto. Vendí quinientos sombreros y compré cuatro vacas parías. Uno de mis hijos apareció, y me está ayudando a mantener la finca, prospera y bonita. Espero trabajar la tierra diez años más, y después, me ocuparé de la crianza de Rosita y los otros hijos que vendrán. Moriré en el 2048, cuando llegue a los 100 años. Así, me lo revelaron en un sueño, como estamos acostumbrados a recibirlos los wayuu, no como el que acabo de contarte.
Jeremías volvió a marcar una fecha en su destino como si ya conociera el propósito que le deparara la rueda del tiempo. Sus ojos parpadeaban de cansancio, pero sus manos y su cuerpo mantenían una sobriedad inquebrantable.
—Dentro de treinta años moriré, feliz… muy feliz, —reafirmó su augurio con un brindis de espumosa cerveza—. Hermano, no hay mejor remedio para refrescar las tripas que una cerveza fría. Bébete esta conmigo —remató, exhibiendo dos botellas con salpicaduras de hielo. No te preocupes por el calor, en un rato lloverá.
Faltaban diez para las cuatro de la tarde cuando accedí a la petición; el calor era asfixiante a pesar de hallarnos bajo un inmenso bohío sin paredes. Jeremías me había reservado un chinchorro para disfrutar mejor la conversa. Él columpiaba en otro y el tedio originado por el calor parecía no afectarle en absoluto, al contario, pidió a su joven compañera que se acostara con él.
—Ven pequeña, quiero cantarte un jayeechi (canto épico de los wayuu) al oído.
La chica arrugó la boca y las cejas, dijo algo entre dientes, pero terminó complaciéndolo. En esa particular manera de ofrecer serenatas dejé a Jeremías y me despedí de Raisa y Pericles después de darles las gracias por tanta muestra de cariño. Un hermano de Raisa llamado Betulio, se ofreció para llevarme en un Jeep descapotado hacia Cuatro Bocas, a quince minutos de allí.
Cuando salimos, el fragor de la fiesta continuaba invariable y habían llegado más invitados. Los ladridos del perro volvieron a escucharse, pero ahora se hallaba encadenado en la esquina contraria. A medida que el rústico abandonaba la propiedad, soplaba una brisa que traía las primeras gotas de una lluvia perezosa. En el trayecto hacia la parada, más allá del sombrero que acababa de calarme para contener la llovizna que se desataba en pleno dominio del sol, mi mente recapitulaba y se introducía en cada escena del sueño de Jeremías, que ahora, corría en sentido contrario al desplazamiento del vehículo.
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