Literatura. Crónica.
Marcelo Morán.
En el pueblo de Las Parcelas, estado Zulia, en el occidente de Venezuela, se escenificó por primera vez una parada militar. Ocurrió el 23 de septiembre de 2005. No se exhibió para honrar alguna fecha ni el natalicio de un prócer de la patria, sino para despedir a quien fuera su párroco por más de treinta y siete años.
El padre Alejandro Rafael Paz González nació en Isla de Toas en 1932. El mismo día que lo enterraron cumpliría 73 años. Fue ordenado sacerdote en el Seminario Mayor Santo Tomás de Aquino en Pamplona, Colombia en 1958. De allí fue asignado como párroco de La Ensenada y Palmarejo, en el hoy municipio Urdaneta del estado Zulia hasta 1961. En esta comunidad estableció amistad con otro sacerdote: el padre y escritor español Fernando Campo del Pozo, quien para esa época era párroco de El Carmelo. Según este sacerdote de la orden de los agustinos, el padre Alejandro era ferviente lector de José Martínez Ruiz, Azorín (novelista español de la generación del 98). Estos temas literarios lo abordaban cuando se iban de pesca por alguna parte del lago de Maracaibo en compañía de varios feligreses.
—Íbamos a pescar, cerca de las playas de nuestras parroquias. Él usaba la tarraya y nosotros el trasmallo. Dejé de comunicarme con él en 1969, al salir yo para España. En 1979 tuve noticias de él, en Campo Mara, por última vez con motivo de una visita mía al Zulia —comentó el padre Fernando cuando lo conocí en Ciudad Ojeda a mediados de 2016.
Después de esta encomiable labor pastoral la arquidiócesis zuliana decide enviarlo a la población de Encontrados, en el Sur del Lago, donde permaneció hasta 1969. Ese mismo año regresa a Maracaibo para ser designado como capellán de Fuerte Mara y, a la vez, guía espiritual de varias comunidades marenses.
Mi padre nunca comentó que tenía un primo sacerdote hasta ese día, cuando un camión repleto de libros precedió su llegada. La carga venía regada a lo largo de la plataforma y protegida de punta a punta por una densa lona verde. Después en el mismo orden procedimos a bajarlos y acomodarlos en una pequeña habitación que cedió mi padre, hasta que al cura le asignaran la residencia oficial en el cuartel donde se oficiaría de capellán.
Aquel montón de libros no tenía precedentes para mí, porque en esa época ni siquiera tenía bien claro qué era una biblioteca. Tampoco tuve idea de cuántos años debió tomar su dueño para leerlos o los que le faltaban para llegar al último. Así me debatía deslumbrado por efectos de aquella maravillosa experiencia de mi niñez, que hoy recuerdo con nostalgia.
El padre Alejandro era bajito, moreno claro y un poco relleno. Tenía 39 años y usaba lentes con montura de carey. Su figura en sotana blanca trasmitía un halo de solemnidad diferente de la que mostraban otros misioneros que nos visitaban por temporadas, desde la Misión de Guarero en La Guajira venezolana. Aquellos, eran demasiados formales y pertenecían a la orden de los franciscanos.
En esa serie de textos de todos los tamaños y colores se encontraba compendios de su formación sacerdotal, historia de Venezuela, clásicos rusos, ingleses, estadounidenses, españoles, franceses y toda la publicación de novelistas latinoamericanos.
Al sacerdote no le importaba que sus libros reposaran en el suelo, y por una extraña razón que nunca llegue a comprender, jamás le interesó comprar un anaquel a pesar de las constantes sugerencias de mi padre. Pero cuando iba a comenzar su larga sesión de lectura, levantaba la lona, tomaba un ejemplar y volvía a cubrir el cono de libros, casi con un gesto reverencial, como si tal vez estuviera ante un propio estante de la Biblioteca Apostólica Vaticana. En esa pequeña habitación quedaba apenas un espacio de cuarenta centímetros para albergar un catre de campaña donde él se sentía más a gusto que en una suite presidencial.
El mismo año en que llegó el padre Alejandro yo cursaba el quinto grado de primaria y, estimulado por una curiosidad desbordada, se me ocurrió un día echar un vistazo al arsenal de libros sin importar la reprimenda que pudiera ganarme después. La puerta estaba abierta, pero luego de titubear varios segundos decidí entrar. En la numerosa colección había un texto que espoleaba mi interés: era un libro gordo. El diseño de la portada era muy particular: sobresalía la imagen caricaturizada de un hombre con un delgado bigote, rostro esquelético y trajeado de etiqueta. Usaba sombrero y anteojos oscuros y un cigarrillo en la mano izquierda. En ese momento no supe si el caricaturizado era James Joyce o Ulises. Me había gustado el arte impreso en dos tonos, azul y amarillo, que me llevó a reproducirlo en mi block de dibujo. Cuando daba los retoques finales al boceto, fui sorprendido por la aparición brusca del sacerdote. Lejos de sentir molestia por mi imprudencia se dirigió a mí con afecto:
—¿A vos, como que te gustan los libros?
Sentí vergüenza por ser descubierto en una habitación a la que había entrado sin permiso. Solté el enorme libro que me había servido de modelo para reproducir la ilustración y trate de escabullirme por la puerta, pero me detuvo una mano del sacerdote: “Siéntate. Me agrada que te gusten los libros, más adelante van a ser tuyos”, me dijo en un tono que se volvería premonitorio. Se inclinó y tomó del piso al pesado Ulises y lo guardó en la cima del montón de libros. En seguida seleccionó otro, y me lo entregó con la misma disposición: “Este si lo puedes leer”. Era un libro menos voluminoso y fácil de manipular Madame Bobary de Gustave Flaubert. “Lo que no entiendas me lo preguntas”, agregó.
Esas últimas palabras me llenaron de confianza y tranquilidad. De modo que leí el libro al cabo de un mes, siempre con la austera guía del sacerdote apasionado por la literatura. Era la primera vez que asimilaba un texto distinto de los que debía estudiar un escolar de mi nivel. Me gustaba tanto la lectura, que me acostaba sobre la cumbre del cono de libros —revestido con una lona verde— hasta cuando me llamaran para la comida.
Un día, mi padre intrigado por el nuevo hábito que yo adoptaba, en vez de jugar con los tradicionales carros de tablas o pelotas de goma, se me acercó y le dio una ojeada a las solapas del libro del autor francés para ver de qué trataba. Un rato después, en la cena, se burló de su primo de la siguiente manera:
—¿Qué clase de cura sois vos? Enseñáis a un muchacho la historia de una mujer cachera en vez del catecismo para la primera comunión. ¿Cómo es eso?
Pero el cura ni siquiera se alteró por aquella punzante interpelación. Al contrario, salió airoso soltando una memorable respuesta: “Le enseño a leer libros, no solapas”.
De aquel montón de libros, con formas de cono, recuerdo dos, que también me cautivaron. Joven, empínate y La política y los hombres, del maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa, quien se los había obsequiado con dedicatoria en una visita a Encontrados, en plena campaña electoral de 1968.
A pesar de mi corta edad sentía admiración por el maestro Prieto, quien estuvo cerca de ser presidente de la República y al que dibujaba en todas las paredes de mi casa con la anuencia de mi mamá, quien era una de sus más fervientes seguidoras.
Todos los sábados mi hermano Pedro y yo acompañábamos al sacerdote a comprar libros a bordo de su Plymouth color crema, y modelo 1962. Era como un ritual recorrer las principales librerías de Maracaibo en busca de material de apoyo para las charlas que daría a soldados y oficiales donde siempre hallaba más de un apasionado por las letras. El padre disertaba no sólo sobre temas religiosos, sino literarios, políticos, deportivos e históricos.
En ese mismo tiempo tuve la dicha de estrenar una máquina de escribir, portátil, marca Olivetti, que más tarde serviría para tipiar mis trabajos de bachillerato. El padre, una vez devorado los libros de consulta junto con algunos pasajes de la Biblia, hacía un borrador para sus conferencias en el cuartel. Él lo dictaba, y yo con dos dedos lo transcribía en la Olivetti. Ese fue mi trabajo durante casi diez años, mi hermano menor, Pedro, era el monaguillo hasta que se casó en 1980.
A medida que pasaban los meses crecía el cono de textos que reducía del cuarto la figura descolorida del catre. Una madrugada de 1974, despertamos alarmados por un estrépito en la habitación del sacerdote. Cuando llegamos a la puerta para ver de qué se trataba, el padre aún nadaba soñoliento en un escombro de libros de la que trataba de librarse a tientas. Se había quedado dormido leyendo y no tuvo tiempo para cubrir de nuevo el cono con la lona. De modo que en un descuido, la montaña de libros que casi llegaba al techo se precipitó sobre el catre de campaña, causando esa conmoción trasnochadora. Ese incidente obligó al padre Alejandro a buscar un espacio más amplio en esa comunidad donde las casas eran contadas.
Ese mismo año sufrió un infarto. Se había levantado después de la medianoche con un fuerte dolor en el pecho que obligó a mi hermano menor Pedro a correr descalzo en busca de ayuda. En esa desaforada carrera en la oscuridad fue a despertar a nuestro buen amigo Hugo Chacín, propietario de la tienda El Último Tiro, quien llegó de inmediato en su camioneta Ford 100, para conducir al padre a la medicatura del Fuerte Mara, ubicada a cinco minutos en vehículo desde nuestra casa.
Allí recibió las primeras atenciones y después fue trasladado en ambulancia hasta el Hospital Universitario de Maracaibo, donde quedó recluido por espacio de un mes; fueron treinta días, de los cuales, dieciocho, los pasó en la unidad de cuidados intensivos. Su estado era tan grave que recibió del arzobispo de Maracaibo, monseñor Roa Pérez, los santos oleos. Pero al siguiente día reaccionó, como si hubiera obrado en él un milagro. De hecho lo fue.
Para no dejar la parroquia huérfana, la arquidiócesis envió a otro sacerdote. Estaba recién ordenado y era nativo de El Moján: el padre Antonio López Castillo, quien hoy funge de Arzobispo de Barquisimeto. Este joven clérigo llegaba los domingos en un Dodge Dart blanco, buscando a mi hermano Pedro, quien lo acompañaba a recorrer varios poblados en los cuales el padre Alejandro había cultivado una gran feligresía.
Después de que el padre Alejandro se recuperó y volvió andar por los senderos de este mundo, alquiló a menos de una cuadra de nuestra casa una vivienda de tres habitaciones. Ese inmueble era propiedad de un viejo jubilado de la Shell, llamado Onésimo López, con el cual el padre solucionó al fin uno de sus problemas: destinó dos cuartos para sus libros y uno para su catre.
En las décadas siguientes, el padre Alejandro cambió de residencia seis veces. En esa misma cantidad de mudanzas, mi hermano Pedro y yo tuvimos que cargar con la colección (próxima a mil quinientos ejemplares) dejando para último momento otras prioridades, como el viejo catre. Sin duda: veneraba más los libros que al mismo Papa de ese momento, quien era Paulo VI.
Tan pronto culminaba su labor pastoral en el cuartel, se dirigía a Las Parcelas, a la casa de Guzmán Romero, el barbero del pueblo, para desafiarlo a una interminable sesión de dominó, que alternaba con una cátedra sobre Bolívar y Urdaneta; sus héroes favoritos.
Cuando alguien en mi familia cumplía años, el padre Alejandro regalaba una torta y los refrigerios. Después brindaba un recital de tangos, boleros y remataba con danzas del cantor de Isla de Toas, Víctor Alvarado, que mi padre acompañaba solícito con el cuatro. Claro, no era una serenata aburrida, pues se animaban con tragos medidos de ron como tributo al terruño donde ambos nacieron.
Así mismo, cualquier feligrés que por diferentes razones no podía llegar a tiempo a la liturgia para que su hijo fuese bautizado, no tenía por qué preocuparse: el padre Alejandro iba a su casa o a medio camino —donde se encontraban— y hacía el sacramento, incluso debajo de la fronda de un árbol.
Así era el padre Alejandro: sencillo, humilde y poco protocolar para algunas formalidades de la iglesia.
Una noche de 1976, cuando iban a contraer nupcias mis amigos Neurio González, Chitan, y Gladys Ordóñez, se fue la luz en Las Parcelas y estuvo a punto de suspenderse la ceremonia. El Padre Alejandro en medio de su acostumbrada serenidad resolvió el problema en plena calle, apoyado con los faros de un vehículo que el diligente Jesús Luis Ordóñez había habilitado. De ese modo continuó el acto eclesiástico que más tarde daría lugar a una parranda colectiva. La gente estaba pasmada no por la forma en que el sacerdote había solventado la situación del casorio, sino porque se había ido la luz. En aquella época que hoy añoramos con envidia, la luz se iba solo cuando caía un descomunal chubasco, pero al cabo de un rato regresaba sin causar ninguna alarma en los pacientes parceleros. ¡Qué tiempos aquellos!
La última mudanza de los libros del padre Alejandro ocurrió en 2004. Había alquilado una confortable casa al norte de Maracaibo para atender las exigencias de su función como jefe de capellanes en la Primera División del Zulia. Mi hermana Beatriz vivía a menos de una cuadra y estaba pendiente de las atenciones que requería el clérigo solitario. Todos los días lo visitaba para recordarle que a las seis era la cena, y gustoso acudía para terminar luego conversando de cualquier tema antes de irse a dormir.
El 23 de septiembre de 2005, el padre fue a pasar un fin de semana en Las Parcelas como era habitual en casa de la familia Chacín. Después de un gustoso almuerzo se retiró a una habitación para su acostumbrada siesta. Pero nunca despertó; se quedó en el sueño eterno.
Sus restos fueron sepultados con honores militares en el cementerio San Sebastián de Maracaibo, dada su condición de capellán del Ejército venezolano. De su colección de libros nada se supo. Se perdieron de manera insólita a pesar del esfuerzo de mi hermano Pedro por rescatarlos.
De aquel cono de libros sobre el que me acostaba feliz para leer en tiempos de mi infancia no quedó ni el polvo. En cambio, del padre Alejandro sigo guardando el infinito cariño que le profesó a mi familia y la gratitud eterna por sembrar en mí el maravilloso hábito de la lectura.
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