Literatura. Periodismo. Crónica.
Por Félix J. Fojo…
Hablemos, una vez más, de los chinos.
La familia tradicional china tuvo, durante milenios, la fórmula 4 = 2 = X, donde 4 son los abuelos maternos y paternos, 2 son los padres y X son los hijos procreados por estos padres que, en muchas familias, sobre todo en el ámbito campesino, predominante y enorme desde siempre en el país asiático, podía ser uno, algo muy raro, pero habitualmente podían ser siete, diez, quince o incluso más vástagos.
La aplicación irrestricta, inconsciente de esta fórmula ─la susodicha fórmula no es más que una recreación estadística moderna, pero útil para entender el fenómeno del que hablaremos más adelante─ llevó a la China del siglo XX, la actual, a tener la cifra de población más elevada del planeta, muy por encima de los mil (1,000,000,000) millones de seres humanos (1374 millones de habitantes, para ser exactos).
Luego de los desastres económicos y las terribles e indescriptibles hambrunas del llamado “Gran Salto Adelante” y de la no menos espantosa “Revolución Cultural”, dos terremotos políticos, sociales y humanos desencadenados y dirigidos por el líder absoluto Mao Xedong, denominado en su momento “El Gran Timonel”, el gobierno chino, a la muerte de este último, se enfrentó a una situación verdaderamente caótica y desalentadora, peor, muy proclive a movimientos populares incontrolados que podían hacer desmoronar los cimientos del control del Partido Comunista chino en el poder.
¿Qué hacer, se preguntaron los herederos de Mao?
Es entonces cuando Deng Xiaoping, el sobreviviente y sucesor del Gran Timonel (la transición fue mucho más complicada, sangrienta y maquiavélica de lo que dejamos ver aquí, pero no es este el lugar para narrarla), buscando controlar la natalidad que ahogaba, entre otras muchas cosas, la estabilidad del país, decreta, en 1979, la ley del hijo único, que lleva entonces, obligatoriamente, a la familia china a la fórmula 4 = 2 = 1, cuatro abuelos, dos padres y un solo hijo.
Desde el punto de vista de los mandamases chinos la ley era, sin lugar a dudas, necesaria, pero…
¿Qué ha ocurrido entonces en estos 36 o 37 años de rígida aplicación de esta ley?
Pues se calcula que han dejado de nacer unos 400 millones de niños, lo que ha facilitado, junto con otras profundas y radicales medidas, el enorme desarrollo económico y el imparable crecimiento industrial de la China actual. Pero por otro lado ─toda moneda tiene dos caras─ se ha creado toda una nueva generación, dos en realidad, de hijos únicos.
¿Y qué ha pasado con estos niños, con esos hijos únicos?
Pues se ha dado lugar, sin pretenderlo ni desearlo, a una nueva entidad sociológica y médica con características muy peculiares, y nada deseables, que sufren millones de esos antinaturales seres “únicos”
Veamos.
Hablamos de niños consentidos, egocéntricos, egoístas, malcriados, ajenos a toda empatía social o familiar, autodestructivos, acosadores, sometidos a la vez al consentimiento de sus padres precisamente por ser hijos únicos y al mismo tiempo a la enorme presión de esos mismos padres para que triunfen y brillen, se impongan a cualquier precio en un entorno cada vez más competitivo y marginante.
Como señala el profesor norteamericano Toni Falbo (University of Texas, San Antonio): a pesar de una disciplina exagerada y extenuante, de una presión y un estrés agotador, solo el 2% de estos niños logra llegar a la universidad.El otro 98% no lo logra, queda en la cuneta, y ni que decir los problemas de toda índole que generan.Es frecuente en la China de hoy el bullying (matonismo) del hijo a los padres, que puede llegar incluso, en casos extremos, al asesinato, sobre todo de la madre, pero que también ha llevado a China a ostentar el dudoso record de tener el primer lugar en el mundo en suicidios de niños y adolescentes.
Tan grande ha sido el problema que al conjunto de serios trastornos psicológicos y sociales que sufren estos niños ─y los ya no tan niños─ y sus familiares cercanos se le ha denominado, por los propios profesionales chinos, el “Síndrome del pequeño emperador”.
Se pueden encontrar, y se encuentran, casos del síndrome del pequeño emperador en todos los países desarrollados e incluso en muchos del tercer mundo, pero en ninguno el problema alcanza la magnitud y la profundidad a la que ha llegado en China.
Estamos ante un problema social y antropológico de gran magnitud y su diagnóstico y tratamiento psicológico-psiquiátrico, y legal, es complejo, evadiendo generalmente el alcance y las posibilidades de los médicos.
Y no solo de los médicos, de los padres, los abuelos, los maestros, las autoridades, en fin, de todo el mundo.
¡Y luego dicen que ciertas cosas no tienen consecuencias!
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