Literatura. Crítica.
Por Waldo González López…
Publicado en octubre de 2006 por Ediciones Baquiana, solo poco tiempo atrás y, gracias a la gentileza de una amable colegamiga, tuve acceso a Soledad para tres y una vaca, primer libro de relatos de la también poeta cubanoamericana Rina Lastres, nacida en la ciudad de Holguín de 1946 y fallecida solo dos años atrás.
Ya al inicio, en el pórtico, a buen recaudo se acoge la cuentista, quien inserta una oportuna cita del poeta, ensayista, dramaturgo, narrador y periodista hispano Antonio Gala (1930), de la que se valdrá a lo largo del corpus narrativo: «[…] La multitud que veo, y que a mi alrededor se apelotona, no es un cuerpo común, ni una suma coherente, ni un organismo vivo, cuyos sístoles y diástoles coincidan con las de los seres que lo forman; no es sino una acumulación de soledades».
Tras el anterior aviso sobre la materia escrituraria —acondicionando al lector para el inmediato disfrute—, la autora adjunta sus «Reflexiones sobre Soledad para tres…» donde, a manera de introducción, informa (y no califica: la literatura solo se explica por la crítica más tarde, tal acontece con quien ahora escribe) aspectos que, a continuación, aceptarán o rechazarán, quienes luego penetren su universo narrativo.
De entrada, dice al presunto lector que, en sus cuentos, “confluyen más de tres soledades”, y enseguida añade con fino humor: “Si le adicionamos la suya, me refiero a usted, querido lector, entonces tendremos más de cuatro, destacando además que tampoco las mías aparecen incluidas en estos relatos”.
Y a seguidas, define la soledad, del siguiente modo, un tanto conceptual:
Un ente múltiple y es también sinónimo de muerte, o una forma de muerte al menos; y podría ser la muerte de una parte del todo, de ese todo donde anida el aliento interior. Y más que ninguna otra cosa, la soledad es diversa, tan diversa como la propia naturaleza humana.
El volumen abre con una excelente muestra: “La cuentera”, cuyo fino tejido lírico, logra que la fabulación acerque esta breve y acertada pieza a los grandes relatos, en los que parece haber bebido Rina.
Aunque la escritora no lo confiesa, en toda buena narración, hay no pocas vivencias de quien cuenta, que parte de sus propias vivencias, y estas, por supuesto, enriquecen con su talento y conocimiento, lo contado.
Su prosa evoca una gran fábula: El gran Meaulnes (Le Grand Meaulnes), la única novela escrita en 1913 por Alain-Fournier, quien relata —salvaje nostalgia, mediante— la hermosa historia de Augustin Meaulnes, quien busca con afán su amor perdido.
Considerada una de las mejores obras de la literatura francesa, y traducida a diversos idiomas, su calidad corrobora su permanencia y repercusión: en 1967 —a más de cinco décadas de escrita— fue llevada al cine por Jean-Gabriel Albicocco y, de nuevo, tras otros cinco decenios, en 2006, se estrenó la nueva versión, interpretada por el cantante francés Jean-Baptiste Maunier y la actriz, también gala, Clémence Poésy.
En “La cuentera”, los escasos personajes (la abuela, el tío Nivaldo, Pancho y “mis muñecos”) bastan para crear y acomodar al lector en tal ámbito de evocación y ensueño y, no obstante, tan auténtico por su veraz añoranza.
Recién comienza su brevísimo relato, tras confesarnos al inicio que:
“Los cuentos han sido parte de mi vida desde que era muy niña. Los hice de suspenso y de continuidad […] me salen con naturalidad. Y no es que haya vivido con ellos; todo lo contrario. Ellos viven de mí, son mis dueños, y cuando alguno dice ‘voy’, ahí empieza mi transformación y vengo a ser el cuento mismo. […] Y esta manía me viene de cuando abuela me acomodaba en su regazo y me cantaba ‘se levanta el conde niño la mañana de San Juan, a darle agua a su caballo junto a las olas del mar’ […] digo que fuera por ahí cuando me comenzó la manía de narrar historias”.
Por ello, ya al final, dice la voz omnisciente de la narradora-cuentera: “[…] a las personas mayores les resulta muy difícil aceptar lo inexplicable. Se asustan y apartan como si se tratara de una enfermedad”.
Y para concluir su hermoso relato, la autora-protagónica se define como “[…] esta cuentera que llevo dentro y que me ayuda a rehacer la vida todos los días de la muerte”.
La siguiente pieza, “La Antequera”, aborda el desamor, el desaliento y la decepción en una pareja que, apenas a los seis años de casados, ya experimentan sentimientos frustrantes.
El personaje, la esposa, inicia el cuento:
Las discusiones entre mi marido y yo se hacían cada vez más frecuentes, y aunque ninguno de los dos era agresivo, ni siquiera oralmente, el correr de los días iba profundizando el espacio que nos separaba. Crecieron así nuestros silencios hasta el punto de no encontrar, ni él ni yo, la fórmula que reanimara aquellas relaciones ya famélicas. De manera que opté por seguir la receta de una amiga que me dijo con aire solemne: “Quizás fuera bueno separarse por algún tiempo”. Lo pensé varias veces antes de decidirme.
De tal suerte —añade— tenían “muy escaso tiempo que compartir. Y cuando podían hacerlo, “no nos comunicábamos [pues] aquellas conversaciones poco tenían de intimas y mucho menos de importantes. Lo esencial, lo que contaba, se quedaba siempre sin decir, como si le hubiéramos cogido miedo a las palabras”.
En consecuencia, el personaje parte a Madrid, pero la autora introduce la primera ruptura de tiempo/espacio, al evocar momentos de su “infancia no muy feliz en Holguín, aquel pueblo con pretensiones venecianas […] donde también conocí, con esa sin igual sensación que solo se nos da a través del tacto, el sexo de mi primer hombre”.
Más tarde, otro salto tempo/espacial y la vemos de regreso en Estados Unidos. Y entonces,
“metí la llave en la cerradura, empujé la puerta y allí estaba él, acabado de bañar y listo para irse a la calle. Me miró sorprendido, su rostro resplandecía, me apretó contra su pecho y acaricio despacio mi pelo. ‘Estoy un poco cansada, necesito descansar’, le dije lo más suavemente que pude. Subí casi corriendo las escaleras y me encerré en la habitación”.
Sin duda, un relato de sugerencias que dejan entrever otros rostros del desaliento y el desamor, contra los que podrá luchar la pareja, a pesar de la fallida opción de “separarse por algún tiempo”.
El cuento que titula el volumen, es el más extenso, pero no por ello el más intenso, pues se trata de una narración de menor búsqueda por estar apegado a la narrativa más convencional.
En consecuencia, se trata de un relato que, a diferencia de los anteriores, guarda un mayor nivel de tradición y, por ello, al crítico no le resulta tan atractivo como otros del volumen, en los que si descuellan los visos de búsqueda de la también poeta.
Incluso, emplea recursos y modismos harto utilizados en la cuentística regionalista y la novelística de la tierra, comunes durante las primeras décadas del siglo pasado, sobre todo en las obras de autores que, por estar a caballo entre dos épocas, no realizaron sustanciales aportes y, al contrario, quedaron en la barrera, sin dar el esperado salto hacia tales corrientes, pues ignoraron lo alcanzado por los vanguardismos surgidos durante el primer cuarto de siglo europeo.
En este relato, se observa —para decirlo con una frase de la anciana Matilde de 81 años— “el milagro de lo reiterado”.
“La abuela y su cometa” conecta con el humor negro buñueliano, al que aúna una atendible temperatura lírica, toda vez que la protagonista —una adolescente de apenas 11 años— habla de la muerte de la abuela, que desde niña le anuncian, pero nunca sucede, y sobre la muerte, que “sigue siendo eso, un gran signo de interrogación, una habitación oscura de la que solo vemos el umbral, un lejano y extraño país del cual ningún viajero regresa”.
La aguda mirada de la autora la revela en su breve pero rotunda descripción de una cubana en Nueva York, donde vive su hermano mayor, diseñador, del que dice:
“¿Cómo podrá pasarse tanto tiempo lidiando con el frío? Una vez lo visité. La ciudad me pareció estupenda para unos días. Fuimos a museos, comimos en restaurantes atestados de gente y conversamos mucho. Los transeúntes, más que caminar, corrían. Le pregunte hacia donde se dirigían, y nunca supo darme una respuesta satisfactoria. Los habitantes de aquella metrópoli parecían próximos a perder el último tren de sus vidas”.
El tópico del humor negro se dimensiona aun más al confesar la protagonista: “[…] Yo era la única que acudía […], dos o tres días después, para enfrentarme al proceso infinito de alargamiento de la vida de la abuela que, a la sazón, ya solo ocupaba una cuarta parte de la cama y ni siquiera hablaba”.
Mas, el final, tal en Otra vuelta de tuerca, del narrador y crítico Henry James (New York, 1843-Londres, 1916), resulta deliciosamente irónico, y roza con la crueldad. Al acercarse a la cama de la abuela, una vez más anunciada su frustrada y deseada muerte, su prima Carmen, desde el otro extremo de la cama, “me lanzó una mirada conspirativa, al tiempo que susurraba: ‘Ni lo sueñes. Sigue y seguirá viva mientras quiera… Después de todo, no será sino hasta el año 2061 que vuelva a pasar el cometa Halley’”.
El siguiente cuento, “Vacío”, es un monólogo, pues por su estructura y su hálito dramático funcionaría en una sala escénica.
La protagonista es un ser de espaldas a la realidad, en la que siente, como en los últimos días de una enfermedad en su etapa final, una voz que apenas oye: “Como si viniera de muy lejos, la voz de Paco, mi marido, argumentar sobre el último partido de futbol”.
Al querer escapar de tal submundo, viaja sola a Acapulco, donde “realicé mi primer viaje hacia la nada, a ese lugar vacío que todos llevamos oculto, pero que —por suerte para ellos— la mayoría de los seres humanos no acierta nunca a localizar”.
La incomunicación experimentada por esta mujer, evoca el filme L’aventura, de Michelangelo Antonioni, protagonizado por la bella actriz Monica Vitti.
Tal similitud la hace confesar que su “compañía” le es muy fiel, y añade:
“[…] no me puedo quejar, vamos juntas a todas partes, y somos tan inseparables, que no me deja sola, ni siquiera cuando Paco y yo hacemos el amor. ¿Que si él no se da cuenta? No, qué va. Él está en lo suyo. Se acerca, me habla un poco al oído, si no tiene demasiada prisa acaricia mis senos, y un segundo después se cree dueño del universo. Minutos más tarde viene a caer vencido a mi lado, sumido en un raro sopor, una duermevela desanimada. Yo, mientras esto sucede, sigo mirando al techo, pero créanme, ya no me siento tan vacía… Está conmigo la soledad”.
Acorde con el vaso (in)comunicante (des)unificador, en “The turning point” (El punto o momento decisivo), la autora aborda una vez más la soledad, solo que esta ocasión el abordaje lo realiza desde una perspectiva incisiva, con la mayor hondura, acorde con la sensación abrumadora de la protagonista, quien “no soportaba los despertadores automáticos, ni oír la voz de su marido despertándola en las mañanas”.
Antes de salir de casa, mira las dos fotos de sus hijas Lucia y Carmen, y las describe, opuestas como los polos: “El rostro de Lucia denunciaba una mujer independiente, aunque un tanto dura. Unos ojos negros grandes, decididos, de esos que auguran a alguien que sabe dónde va, y que se cree capaz de conducir la humanidad entera a lugar seguro.”
Distante, la imagen de Carmen “mostraba una personalidad diferente. De su clara mirada emanaba algo suave. Cuando se enfrentaba a esa foto, se veía un poco a si misma; de cierta manera se sabía ella. Ella otra vez… Ella repetida. En esa aproximación que no solo era física”.
Más tarde, ya en el restaurante, mientras esperaba a la incógnita persona cuyo nombre la autora nunca revelará, la propia narradora omnisciente confesará:
“Supo que no vendría más, que ya no la esperaría para compartir unas escasas horas, tres veces por semana. Esos tres cortos encuentros que eran el vórtice de su vida.
Al regresar a la oficina, sintió que había envejecido. Tuvo pavor de los espejos. Sabía que le devolverían unos ojos sin brillo, una mirada que habiendo perdido su paradero, no volvería a tener fulgor ni ansiedad… Una llamada telefónica cortó su incipiente llanto. Sintió un salto en el estómago y se apresuró a levantar el auricular. Escuchó su voz. Esa voz que daba sentido a su vida. Ella también habló, desdoblando cada pliegue de su amor, de ese amor que hasta ahora solo le había permitido ver en sus ojos, y se sintió miserable”.
Esperanzada por la llamada con la promesa del ansiado encuentro, retorna al restaurante, donde acontecerá lo de siempre: “el camarero se le acercó solícito, preguntando, esta vez con cierta complicidad: ‘¿Va comer algo la señora… O desea seguir esperando?…’”.
Le sigue “Antonia y la vida”, una excelente narración en torno a la temprana muerte de la protagonista y su ahora confeso lesbianismo que, con su final sorpresivo —como en los mejores cuentos clásicos de Poe, Horacio Quiroga et al— constituye un texto de alta valía en el volumen.
Monólogo bien construido, solo al final sabrá el lector que lo narrado es apenas un sueño de la propia protagonista, Antonia Rosas, quien informada por un médico de la que ella llama su “muerte-premio”, “muerte-galardón”, “muerte-recompensa”, confiesa a una amiga su fugaz pero decisiva relación con una mujer, cuando disfrutara su iniciación lésbica con apenas 30 años y sola, durante unas breves vacaciones, ya que su matrimonio con “el pobre Paco, que era un marido muy bueno, pero con quien nunca tenía de qué hablar”, era fallido e inútil.
Entonces, según cuenta a su amiga Encarna, tenía “30 espléndidos años, las caderas firmes, el paso cadencioso, el pelo castaño batiéndose ante el viento marino, y mucha fibra, Encarna, muchas ganas bajo la piel”.
Mas, “la muerte vino a buscarme sin aviso, así vino a buscarme la apatía… A partir de entonces, las tardes perdieron su encanto, y dejaron de publicarse nuevos libros. […] Poco a poco, se me fueron quedando las cosas sin hacer, hasta que la muerte se enamoró de mis 48 años”.
El imprevisto final llega cuando la hija la despierta, y ella responde: “Nada, hija, nada… Solo soñaba…”.
“Puro teatro” es el siguiente y, quizás, el mejor de los textos del volumen. Por su lograda síntesis (dos páginas y media), su excelente concisión estructural y su agudeza en la construcción del personaje-actriz, resulta una pieza clave en el libro y la que con más precisión se adapta a su filiación monológica, como ya hemos visto, presente en otros cuentos.
Desde el inicio, evidencia lo que digo arriba:
“Se echó lentamente hacia atrás, buscando apoyo en la pared y tomó un poco de aire antes de decirme ‘por ti siento algo muy especial’, al tiempo que movía su mano derecha, indicándome el centro de su pecho. Eso fue todo, porque no le permití que continuara hablando. En realidad, con aquella expresión me bastaba. Lo que no sé es cómo luego me las arreglé para sobre esos endebles cimientos, levantar tan algo y complejo edificio. Pero en el ámbito de las emociones, las mujeres somos así, claro que en su mirada aquella tarde fatídica se evidenciaba una entrega que nunca antes me había mostrado. Se había quedado en su última piel y tuve el privilegio de presenciarlo”.
La protagónica de “Puro teatro” —título de Catalino “Tito” Curet, clásico bolero que cantara aquel fenómeno de la canción cubana, La Lupe—, al evocar un encuentro con su amada, recuerda la “historia de amor en la cual yo fui la principal y única protagonista. Yo, la mujer enamorada, la mujer despechada, la celosa que rumiaba su dolor detrás de una ensayada y convincente sonrisa”
Mas, no conforme, añade:
“Yo era la actriz principal. Una actriz que se movía sola en el escenario, pero que se sabía acompañada por todos y cada uno de los que día a día me veían actuar. Claro que en esta obra tú te mereces el crédito. Todo el crédito es para ti. Estudiando tus movimientos: el arqueo de tus cejas, el disimulo con que me saludabas en público y hasta el esfuerzo que en ocasiones hacías por demostrarme lo poco que te importaba ya este amor, fue como me entrené. Te espiaba y quería imitarte. Me especialicé en llenar vacíos: llené búcaros de flores, compré muebles nuevos y alquilé gestos lentos que pagaba a bajo interés, en el mercado de las ilusiones. Así, entrando cada día en tu personaje, aprendí a vivir sin necesitarte y sin tener que buscar tus ojos ansiosamente, esperando reafirmar en ellos una complicidad que yo no me había inventad”.
Tras este valioso relato, viene a continuación “Demasiado lejos”, también con un final sorpresivo, a la manera de los clásicos, y eficiente por su brevedad.
Una anciana, aparentemente pobre, charlaba todos los días con la dueña del mercado, donde hacia sus compras. Una mañana se percata la dueña que la vieja señora desde días atrás no venía al mercado y, de momento, mientras desayunaba, leyó en el diario de la mañana la siguiente noticia: “Una anciana millonaria, vecina del madrileño distrito de Chamberí, se suicida después de legar toda su fortuna a favor de la propietaria del mercado donde solía hacer sus compras”.
“Lejanías” da continuidad al ameno libro con un cambio de tono y de aliento, definitivamente líricos, con los que ofrece un tejido de prosa poética, como para corroborar su talento para el ejercicio del verso, tal demostrara en su primera publicación: el cuaderno de versos Hábito de ser, aparecido en la capital hispana de 2003, luego reproducido con otros textos en su tercer volumen póstumo, con cuentos y poemas: A cal y canto. Poesía y prosa (2005-2011), publicado por Ediciones Baquiana en 2012.
A tal fin, su relato, de principio a fin, distiende su halo poético al definir su frustrado romance con su amada.
De tal suerte, remarca: “No era su tristeza una emoción vieja, sino un sentimiento más bien emergente de la nada cotidiana, tan palpable como en la literatura de Zoe Valdés. Una tristeza niña, primaveral, ante la que sucumbía”.
Evocación y sensualidad se funden en el relato poético, que resalta por la continua alegoría erótica, tal evidencia en el siguiente fragmento: “Las tejas redondas se le antojaron voluptuosas caderas de mujer”.
Algo más adelante, insiste en tal sentir, cuando añade:
“Yo a veces te veía como de muy lejos. Las emociones de los primeros tiempos, ahora desaparecidas, dieron paso a esa lejana distancia desde donde te observaba. Era capaz de notar y disfrutar con gran placer estético de tu belleza, tu poderosa nariz, la firmeza de tu mirada, el color de tus ojos; pero me había ido demasiado lejos como para amarte otra vez, incluso demasiado ajena ya, como para odiarte”.
Y dueña de los finales, concluye su hermoso relato: “El hilo de sus pensamientos fue interrumpido por un ruido. Llamaban a la puerta, pero no se movió. Sabía que ella tampoco regresaría”.
“Esperanza” es el siguiente cuento, cuyo tema no es nada raro en la narrativa cubana de las dos orillas. La chica así nombrada —una muchacha a quien la pobreza tenía sumida en el opuesto sentido de su nombre— vivía la agobiadora desesperanza y la paupérrima existencia de joven cubana en la desolada capital de la otrora deslumbrante Isla o, aún mejor: La Llave del Golfo.
Del primer apelativo de “La niña” según la nombraban en la infancia, pasó a ser “La Jabá” adolescente, para llegar a ser la deseada “Bebé”, cuando fue descubierta por los hombres en su pletórica juventud de hermosa mulata cubana.
Pero tenía un grave problema: la completa entrega de sus padres al régimen, del que eran, ya no simpatizantes, sino ciegos seguidores desde el principio, al punto de que habían roto con sus familiares, apenas estos le comunicaron que se iban del país.
Tanta era la pasión de sus padres, Ángel y Cándida, que decidieron “proseguir su azarosa vida dispuestos a todo, siempre que ese ‘todo’ estuviera al lado de la Revolución. De manera que “con la Revolución todo, contra la Revolución nada” era la premisa que a Ángel y Cándida les proveía de un sentido de dignidad humana”.
La hasta entonces ilusa Esperanza, estudiante de segundo curso de Licenciatura Inglesa, tras conocer a un turista italiano —20 años mayor que ella— en el segundo piso de la antes célebre heladería Coppelia (donde venden los ahora pésimos helados en CUC), decide hablar con su amiga Sandra, estudiante de la Facultad de Medicina, a la que expone su duda: el turista la ha invitado a ir un fin de semana a Varadero (desconocida para ella), pero ella duda y Sandra le responde tajantemente para convencerla:
—A ver, dime… ¿de dónde tú crees que yo saco toda esta ropa?… ¿Con qué crees que comemos nosotros? Y comemos bien, ¿sabes?, muy bien… Pues con lo que busco, vieja. Déjate de escrúpulos, que hay muchísima gente en esto, aquí mismo en la Universidad.
Al llegar a su casa y ver a sus paupérrimos padres cansados, envejecidos, tras “gastarse la mitad de su existencia entre largos discursos y propuestas inútiles”, le lanzó al rostro de su madre: “Me voy para Varadero con un amigo… Un amigo italiano 20 años mayor que yo, y te lo digo para que cuando llegue el chisme, ya tu estés enterada. Me voy a meter a ‘jinetera’, no me quiero pasar la vida como ustedes”.
Le sigue “Reencuentro”, uno de los más sugerentes cuentos, por su capacidad de alegoría y lirismo y, en consecuencia, por su validez, que lo hace resaltar entre los más logrados del conjunto.
La mujer evoca, durante un paseo por un parque, otro de La Habana, al que recuerda, “aunque no tiene la misma vegetación, ni están tan cuidados sus jardines.
Y sigue evocando aquel espacio cubano, para definirse: “[…] lo que soy yo, sé que ya tengo muy poco que ver con aquella muchachita a quien se le mancharon los ojos de asombro en su primera visita a la capital”.
En ese nuevo parque donde la asalta la nostalgia, halla una nueva relación y “Desde entonces vengo cada vez que puedo, especialmente desde que nos hicimos amigas, mejor dicho, desde que iniciamos nuestras charlas”.
Sin embargo, deja de ir al reencuentro: “No volví en varios días al parque. Es más, cuando regresé cambié mi horario, porque para algo escogí vivir sola. Abandonar a todos tiene su precio, y yo pague el mío, para que ahora vaya a tener que aguantar interferencias de ajenos”.
La intimidad con la nueva relación se va acentuando en las extensas e intensas charlas que comparten en el parque, donde exponían sus mutuas “secuelas que el desamor nos dejó en las intenciones, hasta descubrir que teníamos algo en común: una psiquis dada a los retos y otras abstractas ambiciones”.
Mas, no conforme, sigue contando que “[…] Yo entraba en su alma con la facilidad con que atraca el aire en los pulmones. Ella cada vez se acomodaba más y más en las frases, como si en cada una le fuera la vida. A veces bajaba tanto la voz, que dejaba de oírla. Poco importaba. Le conocía el rumbo a sus palabras, y una historia sucedía a la otra como se suceden las espigas en los campos de trigo”.
De tal suerte, fue conformándose una especial relación cuya intimidad anunciaba un callado amor. Sin embargo, se espaciaron los encuentros en el parque,
“Aquellas tardes de placer, ahora matizadas por un gris determinante. Un gris me alejaba de mis memorias, provocando cierta asepsia mental, para dejarle más espacio a ese nuevo yo que me había forjado en los años de exilio. Eché una mirada sobre mi casa y me pregunté: ¿a cuál de las dos se parece? ¿A la que fui o a la que soy?”.
Tras vagar por la ciudad, decide regresar a su hogar y, al entrar y encender la luz, vio la imagen.
“Tuvo unos momentos de confusión, pero luego se reconoció. De sus ojos salieron, como espantadas, millones de preguntas. -Hola, te esperaba. Aquí estoy mucho antes de que llegaras a esta casa… Y hablando de casa… ¿A quién se parece más? ¿A ti o a mí?”.
Con esta atmósfera de misterio y evocación poética, concluye su primer libro de cuentos la valiosa escritora cubanoamericana Rina Lastres, a quien le bastaron tres volúmenes para demostrar su talento como narradora y poetisa; pero lamentablemente fallecida cuando ya estaba encaminada su exitosa creación literaria, la inesperada muerte troncho su talentosa proyección creativa que auguraba mayores logros.
Sobre la escritora, por el narrador Manuel C. Díaz:
Rina Lastres, poeta y escritora cubanoamericana, nació el 15 de septiembre de 1946 en la ciudad de Manzanillo, Cuba. En 1980, a través de la flotilla Mariel-Cayo Hueso, abandona su tierra natal y comienza una nueva vida en los Estados Unidos. Ha estado vinculada a la palabra escrita y a la radio durante más de treinta años. El poemario Hábito de ser, su primer libro, fue publicado en Madrid en el 2003 por la Editorial Letras Libres. Tres años más tarde ve la luz Soledad para tres y una vaca, libro de relatos publicado en Miami por Ediciones Baquiana. Su poesía aparece antologada en los libros Voces con acento, de la Editorial Myrtos Gramma Al Manar, de Córdoba (España), así como en Homenaje a Miguel Hernández en su Centenario, recopilación de poemas en un libro publicado por Ediciones Baquiana y el Centro Cultural Español de Miami. Esta escritora aparece registrada en la Enciclopedia del Español en los Estados Unidos, del Anuario del Instituto Cervantes (Editorial Santillana, 2008). El trabajo de esta autora con la palabra ha sido reconocido por la crítica especializada y en 2010 le fue otorgado el primer premio en el III Certamen de Narración Corta del Ateneo Escurialense (El Escorial, España) por su relato “Volver”. Falleció en Madrid, el 27 de enero de 2011.
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