La flor de la canela

Written by on 17/08/2013 in Literatura, Relato - No comments
Literatura. Relato.
Por Andrés Casanova…

 

 Sobre este cuento:

El tema de la emigración tal como lo tratan los escritores cubanos contemporáneos es asociado casi siempre con el fenómeno de los balseros, individuos generalmente marginales y marginados que recurren a escapar de la Isla en embarcaciones de los más diversos tipos, muchas de ellas totalmente inseguras. Sin embargo, aquí el autor trata el tema desde una arista diferente, original e insospechada para el lector acostumbrado a disfrutar narraciones de este tipo.

 

Estoy a  punto de volar hacia Lima, Antonio, y sé que te dejo en Punta Martinas con un montón de dificultades a cuestas. Si te sirve de aliento, intentaré explicarte las razones que llevaron a Carlos Alberto a pedirte perdón por haber amenazado una vez con expulsarte de la fábrica si continuabas expresando tus opiniones políticas contrarias a la Revolución Cubana. Todo comenzó debido a la primera visita de Mayito, aquel primo que en la infancia nos asustaba en la playa con los cangrejos y las medusas. Ya sé que no puedes recordar estos detalles; eras demasiado pequeño cuando él se fue de Cuba y durante su primera visita a nuestra ciudad luego de haber emigrado a Estados Unidos te habías empeñado en convertirte en boxeador famoso. La permanencia en la Academia Deportiva te impidió disfrutar del legendario Mario Balbuena Iturralde, Mayito para nosotros. Claro que no estoy criticando tu pasión por el pugilismo en aquella época, cuando a los boxeadores cubanos les proponían ventajosos contratos en el extranjero si declaraban ante las cámaras televisivas que en nuestro país no se respetaban los derechos humanos; sólo te aclaro que yo conocía tus verdaderas intenciones al dejarte golpear por otros que en realidad sí habían nacido para gladiadores.

En la primera oportunidad, Mayito no llegó a visitarnos; recibimos de él varias llamadas telefónicas desde La Habana y un paquete con medicamentos, ropas de uso en buen estado y otras vituallas nada desdeñables para la supervivencia.

En esta segunda ocasión que venía de los Estados Unidos, lo esperaba en el aeropuerto de nuestra ciudad con las ansias propias de quien va a enfrentarse a una aventura irrepetible.  Yo como mis hijos y mi esposa, nos entreteníamos lo mejor posible sin confesarnos los unos a los otros la emoción que nos embargaba. Quizás el más feliz de todos era el menor de los niños, Luis Alfonso; a sus tres años sólo se preocupaba por lanzar piedras contra el descuidado jardín de la terminal aérea e importunarnos con preguntas sobre las nubes y el sol.

–Por favor, Osvaldo, acaba de contestarle a Luisito –me exigió mi esposa.

–No fastidies, Mercedes –gruñí–. No tengo deseos de hablar.

–Recuerda que es importante para los niños recibir respuestas a sus interrogantes –dijo mi mujer, adoptando la pose de psicóloga materialista.

La miré con rabia, dispuesto a exponerle: «Ajá, conque esas tenemos. Si Luis Alfonso se interesara por las reacciones del cuerpo humano fuera de la atmósfera, debo decirle: espérate un momento, voy a emprender un vuelo interplanetario y cuando regrese te cuento». Sin embargo ella, acercándose a mí, nerviosa, casi desesperada, dio por terminado el conflicto.

–¿Cómo será el encuentro con Mayito? –dijo, colocando una mano encima de mi  hombro.

–Ah, qué sé yo –suspiré–. Tal vez sea igual de  emocionante que el encuentro con  Sara el año pasado.

–Según pude descubrir en aquella oportunidad –se animó ella– a Sara te unen lazos más allá de la sangre.

–Así es, fuimos los mejores amigos durante la niñez.

Hice silencio, echando hacia atrás la moviola de los recuerdos, hasta aquellos días en que jugábamos Sara, Ferdinand y yo en la casona de los abuelos, a una edad en que aún no estábamos contaminados por las miserias propias de los adultos. Aunque discutíamos con frecuencia por nuestras fantasías nos encontrábamos al margen de odios y  amarguras.

–No te hagas ilusiones –corté el aire  optimista de Mercedes–. Mayito era distinto. Una especie de diablo. Nos aventajaba  a Sara y a mí en seis años de edad y en sesenta de maldad.

–No olvides que según me decías cuando nos casamos, tus primos Bárbara y David eran unos vanidosos –discrepó mi esposa, incómoda– y cuando vinieron descubrí que amaban a todos los Balbuena de aquí como si hubieran nacido entre ustedes.

–No creo que la visita de Bárbara y David sea comparable a la de Mayito. El viaje de ellos respondía más bien a afinidad política con los gobernantes de nuestro país.

Hablamos entonces sobre la ausencia de Carlos Alberto en el aeropuerto. Cuando lo invitamos a acompañarnos, nos había dicho: «Mayito es un gusano, un contrarrevolucionario, un enemigo de Fidel». Y cuando argumentamos que nosotros, sin tener los mismos criterios que Bárbara y David los habíamos acogido con cariño el día que él los llevó a nuestra casa, mi hermano respondió: «A ellos me unen ideales comunes». Desde luego, Carlos Alberto no decía toda la verdad sobre los primos nacidos en Argentina: aunque era cierto que estaban adheridos al socialismo, hablaron durante su visita de ventajas populares dentro de un estado pluripartidista regido por la sociedad civil, y dijeron no estar de acuerdo con una ideología dominante sobre las demás porque a la larga el poder eterno se convertía en dictadura eterna.

Mientras mi esposa y yo conversábamos sobre la visita de Bárbara y David, el avión comenzó el taxeo hora y media después de la señalada según itinerario. La minúscula figura de la nave, semejante a una paloma, iba engrandeciéndose y mi emoción, la de Mercedes y la del mayor de nuestros hijos era comparable a la de Luis Alfonso, quien saltaba de alegría mencionando la palabra shopping con la pronunciación propia de su edad y pedía una y otra vez que le diéramos chiclets.

–¡Dólares, dólares, dólares! –empezó a gritar Luis Alfonso prendido de mi muñeca; mientras el avión iba desplazándose por la  pista estuvo a punto de arrancarme el reloj.

–¡Muchacho, tranquilízate! ¡Espera que  llegue  Mayito! –le  dije sin darme cuenta de que mi ambigua expresión era comprometedora: podría interpretarse en el sentido de que la satisfacción nuestra dependía del primo.

Los pasajeros comenzaron a descender y nosotros intentábamos adivinar quién era Mario Balbuena Iturralde sin mirar las fotos suyas. Mayito se me perdía en la nebulosa de la infancia entre los juegos en aquella casona fabricada en terrenos otorgados cuatro siglos atrás por el Rey de España a nuestro antepasado más antiguo llegado quién sabe si de Lisboa, Madrid, el Asia Occidental, Sevilla o Verona. Mayito andaba perdido en mi memoria porque de pequeño mis compañeros de juego eran los primos Sara y Ferdinand, con quienes inventaba la historia de nuestro árbol genealógico, editábamos a mano en un solo ejemplar el periódico «Noticias de los Balbuena» y desarrollábamos durante días enteros campeonatos mundiales de las Grandes Ligas con multitudes que llenaban el estadio de cartón donde se enardecían por las jugadas de estrellas como Ted Williams, Miky Mantle y Joe DiMaggio. En realidad, gritábamos nosotros mismos a cada lance de los dados para cumplir las reglas del juego de mesa llamado Beisbolito. En ese tiempo, Mayito ya andaba noviando por las calles de Punta Martinas acompañado por mi hermano Carlos Alberto y escuchaban las canciones de Paul Anka y Elvis Presley recostados contra la victrola del Bar de los Chinos con un vaso de ron en las manos.

¡Al fin lo descubrí! Lo hubiera reconocido entre mil personas, lo mismo bajándose del Iberia que capitaneaba el tío Francisco Jiménez Balbuena en la ruta Madrid-Roma-Berlín-Tokío que abordando el DC piloteado por nuestro primo Julio Balbuena Fernández desde New Jersey hasta  Alaska. Cómo no saber que este mulato gordo, llenos los dedos con anillos de oro de los más variados tamaños y una pulsera en el reloj cuyo valor le hubiera podido garantizar la supervivencia durante un año a una familia como la mía, era Mayito; el mismo que una vez se fajó a las trompadas con un individuo que me había obligado a escupirle la cara a uno de los muchachos que recogía sancocho en la casa colonial de los Balbuena.

Enfrentarnos y fundirnos en un abrazo fue un acto indiviso.

–¡Comunista de mierda! –me dijo sonriente al oído mientras me palmeaba las espaldas–: ¡cuántas veces te mandé a decir con Sara y Ferdinand que tu lugar estaba junto a nosotros!

Me soltó una carcajada; era el mismo Mayito de veinte años antes, acostumbrado a tratarnos por medio de obscenidades y groserías.

Mientras esperábamos por los trámites aduanales, nos apartamos del bullicio para confiarnos recuerdos comunes de la época de nuestra convivencia en la casona de los abuelos, aunque antes tuvimos que tranquilizar a mis hijos con un paquete de caramelos que Mayito compró en la tienda del aeropuerto. Rememoramos la ocasión en que supimos sobre el primer novio de Sara y nos amenazó a Ferdinand y a mí con cortárnoslos si se lo decíamos a su padre. Recordamos su costumbre, cada vez que se emborrachaba, de discutir escandalosamente con los dueños del Bar de los Chinos porque se negaban a valorar en serio su propuesta  de comprarles  el  negocio. Conversamos sobre la ruptura entre él y mi hermano Carlos Alberto pocos días antes de su salida del país.

Resueltos  los  trámites, Mayito me preguntó la mejor manera para salir de aquel lugar alejado casi diez kilómetros de la zona céntrica. Fue uno de los momentos cruciales para mí y los míos; los coches de caballos esperaban en larga fila por los pasajeros y algunos autos particulares se mantenían alejados del parqueo aunque sus propietarios conversaban en voz baja con posibles clientes, pactando viajes clandestinos. Un taxi de los que cobran en dólares se encontraba frente a nosotros derramando elegancia y distinción. Yo pretendía evitarle  gastos innecesarios al visitante.

–Y bien, primo –reiteró Mayito, jovial–, ¿cómo salimos de esta especie de Macondo?

–Sería más barato irnos en un coche de caballos –le contesté.

–Aquí yo traigo plata –se palpó sin alardes un bolsillo del pantalón– y además una tarjeta de crédito que no será muy fácil dejar sin fondos.

–Vamos a subir al taxi –casi ordené.

Resultó hermoso contemplar Punta Martinas andariega y bulliciosa rodando encima de un automóvil. Mayito les refería a los niños el mareo que sintió mientras el avión atravesaba el mar Caribe y una corriente de comprensión los acercó en breves segundos. Tanto Luis Alfonso como Osvaldo Miguel consumían con moderación los caramelos envueltos en papeles de colores, aunque era evidente para mí que lo hacían de esa manera para evitar mi disciplina futura: en realidad hubieran preferido tragarlos con rapidez para engullir uno tras otro.

De pronto, descubrí que Mayito les acariciaba el pelo a mis niños mientras les hablaba de su hijo y los tres nietos, el menor de los cuales tenía la misma edad que Osvaldo Miguel. Les contaba en detalles cómo celebraban allá la Nochebuena y en general las Navidades, en tanto yo miraba el paisaje citadino con cierto orgullo. Me deleitaba observando la ciudad desde la posición del que no tendrá que preocuparse durante unos días por las necesidades cotidianas. Días sin largas colas para obtener helado barato, las escasas mercancías que venden en la bodega cada principio de mes y el llamado picadillo de soya de la carnicería; me angustiaban las interminables esperas para abordar  el  ómnibus, empastar o extraer las muelas, cortar el  pelo, realizar gestiones bancarias para obtener un crédito destinado a la terminación de la vivienda, consultar a un médico y hasta en la morgue del hospital para recibir el cadáver de un familiar allegado. La cola infinita que se había roto para mí durante los últimos meses cada vez que Sara o Ferdinand me enviaban dólares.

Al llegar a este punto de mi reflexión, querido Antonio, la rabia me impidió continuar disfrutando del verdor de nuestro paisaje  porque un sol sin sombras me hubiera posibilitado sentirme realizado como ser humano. Estaba rabioso porque no era mi salario el que sostenía nuestro hogar, sino la ayuda de los familiares que habían ido saliendo como apestados del país, algunos bajo la lluvia de ofensas y huevos que les lanzaba una multitud, convertidos en inmigrantes sin esperanzas de retorno y exiliados de sí mismos.

Miré a Mayito, inmerso en la historia sobre Disneylandia que les contaba a mis niños y estuve a punto de mandarlo a callar; temí que los contaminara con sus relatos, algo me alertaba que detrás de las palabras amables de mi primo existía un mensaje subliminal: allá en el extranjero no eran necesarias pañoletas de pioneros para vivir, banderas al viento ni consignas de una sociedad más justa en un futuro lejano. Ese era el mensaje que me parecía estaba transmitiéndoles a Luis Alfonso y Osvaldo Miguel el mismo Mayito que había salido del país después de haber cumplido una condena por ser enemigo del  gobierno legalmente constituido, y ahora les mostraba la opulencia y prosperidad lograda por él mientras ellos debían conformarse comiendo caramelos de calidad gracias a  sus dólares.

La rabia combinada con la escasa velocidad del taxi por el mal estado de las calles y el flujo constante de bicicletas, me llevaron a contemplarlo todo de manera distinta a como lo veía diariamente en mis viajes a pie por la zona que ahora recorríamos. Íbamos pasando frente a la estación del ferrocarril y se me ocurrió que hubiera resultado interesante tomar fotos de la gente deambulando de un lugar a otro, los vendedores de baratijas expuestas en catres y las moscas revoloteando sobre los alimentos, para convertirlas en bellas  postales con un reverso que explicara en varios idiomas las bondades de nuestro clima y la posibilidad para el turista de conocer un mundo superado en los países donde ellos vivían.

–¿En qué piensas, primo? –me preguntó de pronto Mayito, rompiendo el hechizo que llevaba dentro de mí. En este instante sentí vergüenza por acompañar en un taxi para turistas a quien le había llamado chivato a Carlos Alberto en el juicio celebrado años atrás, porque mi hermano denunció sus comentarios contra la política gubernamental a favor de los pobres durante las borracheras en el Bar de los Chinos, declaración que le sirvió al tribunal para fundamentar que efectivamente Mayito se había convertido en un sujeto proclive a traicionar su patria.

–En vainadas –le respondí de la manera menos comprometedora  posible y él me premió con una sonrisa que comenzó frente a la clausurada Dulcería El Primor y vino a terminar justo en la entrada de la calle Joaquín Cortinas.

El auto giró a la derecha.

–¡Oye, Mayito, habíamos acordado que te hospedarías en el hotel antes de ir a mi casa!

–Cambié de opinión. Aunque no vamos a tu casa ahora, sino  a la de Carlos Alberto.

–¿A casa de Carlos Alberto?

–¿Y por qué no? ¿Crees que le guardo rencor?

Le dio instrucciones al chofer y nos detuvimos frente a la misma casa de paredes descascaradas y pintura azul deslavada que cada día yo visitaba para conversar con mi hermano y también soportar sus críticas por mis relaciones epistolares con nuestros parientes que vivían en el extranjero.

Carlos Alberto nos recibió en la sala que resultaba estrecha para albergar el juego de muebles forrado con vinil carmelita; aunque trató de ser amable, yo sabía que se encontraba nervioso: me había rogado en más  de  una oportunidad que no llevara a Mayito a su casa.

–¡Dame un abrazo, primo! –gritó eufórico el visitante.

Había ternura en el tono de su voz. Era evidente que deseaba reconciliarse con mi hermano y recuperar la  fraternidad de años antes, durante la época en que el abuelo Mario José nos hacía reunir a todos sus descendientes cada sábado en horas de la noche en la casona colonial, y luego de golpear tres veces el piso con su bastón de ébano ordenaba el inicio de la velada cultural en la que nuestra tía Mariana recitaba sus «Poesías mambisas»; el  tío Julio Alberto tocaba la guitarra; la mayor de las primas, María del Pilar, demostraba su virtuosismo como pianista y los más pequeños representábamos breves dramas teatrales que montaba y dirigía Carmen Iturralde, la madre de Sara, Ferdinand y Mayito.

Habían ido llegando a la casa de Carlos Alberto otros parientes que vivían en lugares aledaños y apenas podíamos movernos. Todos temíamos que se produjera una escena violenta entre dos hombres tan cercanos durante la niñez y la juventud, distanciados de manera definitiva por la política. Carlos Alberto vivía cuestionando la manera deshonesta con que Mayito había logrado una fortuna partiendo del modesto Mario’s bar, abierto en la calle Siete de Miami y al que iban cuantos deseaban probar suerte  en  la ruleta, el bacará, los dados y hasta la perinola, célebre juego de la época colonial en Cuba, que le posibilitó con el transcurso de los años el establecimiento de una próspera  cadena de casinos en el este de los Estados Unidos.

Sin embargo, Carlos Alberto correspondió al abrazo de Mayito con la sinceridad de quien ha logrado desterrar el odio de su interior y un murmullo alegre se escuchó entre los presentes. En la sala achicada por la curiosidad de los más jóvenes y el espíritu pendenciero de los mayores abundaron las anécdotas familiares mientras masticábamos chiclets a mandíbulas llenas y nos pasábamos las bolsas plásticas de caramelos envueltos en papeles de colores que no veíamos desde la última visita  de Sara.

En medio de la conversación, mi hermano Carlos Alberto no pudo contener su asombro.

–Entonces, ¿Ferdinand es un importante ejecutivo? –indagó  poniéndose de pie. Me daba rabia su actitud: le había contado en más de una oportunidad la ocupación de nuestro primo y ahora me hacía quedar como un egoísta, como si le hubiera estado ocultando  información sobre nuestros familiares.

Mayito me dedicó una mirada de reproche. En su última conversación telefónica conmigo desde Miami había sido explícito: Ferdinand casi exigía mi intervención para convencer a Carlos Alberto de que cumpliéramos el viejo sueño de la infancia: pasearnos todos de la Alameda al puente y del puente a la Alameda en la querida Lima de sus abuelos maternos y de la linda Carmencita Iturralde, su madre. Sueño que habíamos fabricado entre todos los primos mientras montábamos los dramas teatrales que se representaban cada sábado.

–Preside la Balbuena and Balbuena Equipment Corporation, con sede en Richmond Hill –aclaró Mayito observando ahora a Carlos Alberto con sumo interés.

Estoy seguro de que mi hermano pensó unos cuantos uf, oh, urg, ak, erf, recórcholis, cáspita y otras cuantas expresiones leídas en los muñequitos de  Supermán durante su juventud a los que tan aficionado había sido. Yo observaba divertido la expresión azorada de su rostro mientras Mayito describía los límites de la Balbuena and Balbuena asentada en New York, capaz de absorber en los rubros financiero y comercial a empresas tan poderosas como la Mitubishi Electronical Corporation y la Canadian Rank Company, y si Carlos Alberto hubiera sido un personaje de tus novelas, Antonio, de seguro lo hubieses puesto a tirarse de los pelos por comemierda.

Nunca te había contado la anécdota que me pediste para tu  relato «La flor de la canela», porque temía perjudicar a mi hermano, su militancia en el Partido Comunista de Cuba, su posición de marxista-leninista y su larga ejecutoria como director de la fábrica de piezas agrícolas en Punta Martinas. Aunque me encontraba herido por su franqueza al llamarme alienado porque aceptaba los frecuentes envíos de dólares de nuestros familiares en Estados Unidos, España y Portugal, jamás había dejado de quererlo; sin embargo, ¿qué importancia tendría continuar silenciando lo que ya no puede dañarlo?

Ferdinand había sido como quien dice alumno de Carlos Alberto cuando los dos trabajaban en la filial de la IBM en La Habana durante la década del sesenta, una especie de ayudante de mi hermano quien operaba un traste lleno de bombillas y válvulas catódicas del tamaño de una habitación del apartamento que ocupaba la firma norteamericana en un edificio cercano al malecón de la capital, pero que se trataba de la computadora más moderna en aquellos tiempos. Cuando el gobierno revolucionario cubano comenzó a intervenir las compañías extranjeras, la gerencia de la filial de la IBM determinó trasladar el equipamiento tecnológico hacia Lima, proponiéndole a los empleados excelentes salarios si se iban a Perú.

El objetivo de la IBM era llevarse del país la mayor cantidad posible de cerebros para boicotear a un gobierno que le afectaba unos cuantos millones de dólares recién invertidos en Cuba. Mi hermano Carlos Alberto llegó a tener en sus manos el pasaporte con el visado que autorizaba su ingreso a territorio peruano, la compañía le compró ropa elegante, le prometieron alquilar para él un chalet en las afueras de la capital y entregarle un automóvil que mantendría la corporación y al cabo de seis meses podría reclamar a sus familiares allegados.

Yo, un niño todavía, al saber tales noticias las comentaba eufórico con Sara y Ferdinand y ellos se ilusionaban conmigo. Conectábamos el tocadiscos de la RCA Víctor que recientemente  había comprado el abuelo y emocionados localizábamos entre el montón de los llamados discos sencillos de 33 RPM aquel en cuyo estuche protector aparecía la negra figura de un pianista con los dientes tan blancos que parecían de nieve. Colocábamos el disco encima del plato giratorio, movíamos hacia él la palanca con la aguja y mientras el cantante nos iba diciendo déjame que te cuente, limeña, déjame  que  te diga  la gloria del ensueño que evoca la memoria  del  viejo puente del río y la alameda, nosotros tres soñábamos con la ciudad que deseábamos conocer por el sólo hecho de que allí había nacido la hermosa Carmencita Iturralde y sabíamos que era ella quien airosa caminaba porque en realidad su color era como el de la flor de la canela que derramaba lisura y a su paso dejaba aromas de mixturas que en el pecho llevaba. No cabían dudas, nosotros queríamos huir de Punta Martinas, de su ambiente vulgar, de sus calles con olor a caballos; porque no nos ocultábamos que pretendíamos ir del puente a la alameda con Carmencita Iturralde, a sabiendas de que menudo pie la lleva, por la vereda  que  se estremece al ritmo de sus  caderas. Era un sueño que íbamos comunicándoles a todos los primos, hasta que el propio Mayito venía a aprenderse la letra del vals de Chabuca Granda escuchando el tocadiscos y cuando finalizaba la canción tarareaba déjame que te cuente, limeña, ay déjame que te diga, morena, mis pensamientos; a ver si así despiertas del sueño que entretiene, morena, tus sentimientos y fuimos quedando de acuerdo que en Punta Martinas no se podía vivir, todo andaba revuelto, escaseaba la comida, no llovía nunca, muchos nos consideraban unos gusanos por tener un apellido que fue aristocrático y por lo tanto estábamos obligados a ir del puente a la alameda.

A los pocos días las pompas de nuestras ilusiones explotaron; papá puso objeciones contra el proyectado viaje de Carlos Alberto y mi hermano no tomó la decisión final que nos hubiera llevado en seis meses de la alameda al puente, como si hubiera olvidado que ya era mayor de edad. Y se quedó en Punta Martinas, llenándose de hijos y resentimientos, mientras Ferdinand, que como te he dicho en otras oportunidades no llega en inteligencia ni a los tobillos de mi hermano Carlos Alberto, obtuvo el permiso de sus padres aunque sólo tenía diecisiete años. Al cabo de once meses Ferdinand fue trasladado a Quito como vicegerente de operaciones; de Quito a Bogotá viajó en condición de gerente y de la capital colombiana marchó a reunirse con los padres que para esa fecha habían llegado a Miami junto a Mayito y Sara.

Ahora habían pasado veinte años de la ruptura sentimental entre Carlos Alberto y Mayito, los dos primos inseparables en el pasado. Este último, poniéndose de pie y manteniéndose rodeado por los familiares que pretendían agradarle con lisonjas, cortó la conversación de una prima lejana que consideraba su camisa la más hermosa de cuantas había visto.

–No hables más, Lourdes –le dijo, y dirigiéndose a mí–: primo, cuando esté preparando las maletas para el regreso me recuerdas dejarte esta camisa y se la entregas a ella. Quizás le guste convertirla en una blusa.

Hubo un murmullo de consternación en la sala mientras los visitantes iban retirándose poco a poco. Nos  disgustaba la manera desvergonzada de aquella muchacha de apellido Balbuena, su procedimiento indigno al extender la mano en dirección a Mayito. A mí particularmente me consolaba el saber que se trataba de una excepción entre los nuestros: era la única de la familia dedicada al jineterismo, comercio sexual con extranjeros ya algo común en Punta Martinas para esa fecha.

–Ahora quiero hablar a solas con Carlos Alberto –fue tajante Mayito y estoy seguro de que mi hermano estaba pensando: «Tú y yo nada tenemos en común».

Qué conversaron, cuántas verdades se dijeron, no lo sé. No podría explicarte mi buen Antonio, al menos por ahora, si se ofendieron para luego abrazarse como hermanos. Quizás después, cuando yo vuelva a acomodar mi vida de emigrante, podré dedicarme a indagar lo sucedido. Ahora sólo estoy en condiciones de revelarte lo que me confesó Carlos Alberto días después de la partida de nuestro primo con destino a Miami. Considero que la información te servirá para algún capítulo de la novela que estás escribiendo sobre nuestra familia.

Mi hermano y yo nos vimos como siempre en su casa. Lo notaba deseoso de confiarme sus inquietudes.

–Osvaldo, vamos a sentarnos al parque –escuché extrañado el tono de su voz cercano a la ternura, él, que siempre me había tratado con recelo por mis ideas contrarias a las suyas.

Su vivienda carecía de privacidad, me dije tratando de entender sus misteriosas intenciones. Como recordarás se trataba de una casa que tenía las paredes laterales en común con las aledañas, y por tal motivo toda conversación podía ser escuchada. Conocíamos que si bien los vecinos de la derecha eran gente discreta y enemiga de cualquier conflicto, los de la izquierda tenían por costumbre divulgar cuanto escuchaban.

Una vez en el parque, bañados por el sol aquella tarde de otoño y escuchando el piar de los gorriones que buscaban acomodarse en los frondosos árboles, Carlos Alberto se abrió a las confesiones.

–Estoy cansado –suspiró, con su habitual tono mesurado al hablar. Yo advertí que el cansancio databa de treinta años antes, porque me confió sentirse adolorido al ver cómo otros con menos talento pero con más uñas para ascender vivían rodeados de comodidades, mientras él y los suyos sufrían todo el rigor de una crisis cuyo final ya no avizoraba.

Iba trazando con palabras el itinerario de su camino por la vida mientras yo lo escuchaba asombrado. Sus acciones no habían estado determinadas por la adhesión a un ideal político, sino por el rastrero fin de lograr una posición social ventajosa.

–¡Quieres decir que ya no eres comunista! –le reproché dejándome arrastrar por la incomodidad cuando concluyó su larga relación de frustraciones. Yo estaba irritado por sus hipócritas acusaciones contra mí durante todo este tiempo cada vez que me acusaba de estar dejándome seducir por los dólares.

–Quiero decir que nunca lo fui –precisó mirándome con tristeza–. Y he aceptado la propuesta que me hace Ferdinand por mediación de Mayito para irme a Lima. A convertirme en el gerente de la Balbuena and Balbuena Equipment Corporation, que empezará dentro de unos meses a fabricar maquinaria agrícola para el mercado del sur.

Como comprenderás, mi primo Antonio, después de la muerte de mis padres no le encuentro sentido a continuar anclado en Punta Martinas. Y el haber aceptado la invitación de Carlos Alberto para irme a vivir con él a Lima no significa que esté huyendo de las dificultades que tú seguirás afrontando hasta que pueda llevarte conmigo. Te lo aseguro, sólo persigo cumplir el viejo sueño mío y de nuestros primos Sara y Ferdinand de bajar por toda la alameda con una guitarra e ir cantando con nuestras voces enronquecidas por el frío de la madrugada déjame que te cuente, limeña, ay déjame  que  te diga, morena, mis pensamientos.

Y ahora perdóname que detenga esta historia de una manera brusca. Una voz de mujer está anunciando el vuelo con destino a Lima y yo no quiero esperar treinta años como mi hermano Carlos Alberto para bajar del puente a la  alameda porque mi único deseo ahora es despertar del sueño que entretiene mis sentimientos.

 [Del libro de cuentos inédito Ficciones de la Cuba mía]

Se prohíbe de manera expresa la reproducción y distribución de este cuento con fines comerciales en cualquier formato conocido o por conocer. Para tales fines se debe contar con la autorización escrita del autor. Puede reproducirse y distribuirse con fines no comerciales siempre que se acredite el nombre y apellido del titular del derecho de autor. 

 

Edición del autor y de Palabra Abierta
Diseño e ilustración de cubierta: Carlos Manuel Casanova
        Blog literario del autor: http://blogs.monografias.com/andres-casanova/
“La flor de la canela” ha sido enviado especialmente por el autor a Palabra Abierta
 Andrés Casanova
 ©Andrés Casanova. All Right Reserved, 2013
©Sobre la presente edición

 

 

About the Author

Andrés Casanova (Las Tunas, Cuba, 1949) es narrador, poeta y autor de guiones radiales dramatizados. Es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac). Fue seleccionado al premio artístico-literario Catania Duomo 1995 auspiciado por la Academia Ferdinandea de Ciencias, Letras y Artes con sede en Italia. Ha publicado varias novelas y libros de cuentos en Cuba y en otros países. Poemas y cuentos suyos aparecen en varias antologías.

Leave a Comment