Si alguno de ustedes es de esos que, con los años, cambia su ritmo de sueño/vigilia (circadiano, le llamará algún enterado), debería aliarse conmigo para proponer que un par de asuntos fuesen objeto de debate en el Congreso de Diputados al igual que lo ha sido el rabo de los perros y su eventual reducción. Porque no me parece que el colchón y su forzado abandono tenga menos trascendencia que el apéndice canino.Los hay que nos desvelamos a las cuatro de la mañana y si, como afirmó María Zambrano, dormir es regresar, ¿cómo volver atrás y regresar a las dichas que guardamos en la memoria, con los ojos como platos?
Lo que apetece a esas horas, si el tiempo acompaña, sería salir a darse un garbeo, antes de ponerse al tajo, para el café y el periódico. Así, y en atención a los mayorcitos, la legislación debería contemplar cafeterías abiertas de madrugada ( atendidas por aquellos con parecidas alteraciones circadianas) y quioscos con expendedor automático de prensa (la versión digital a esa edad no es plato de gusto) para que la objetividad de las noticias -en el supuesto de que así sea- supla la añorada subjetividad de los sueños desvanecidos.nY la segunda cuestión que apuntaba: el cambio de hora en ciernes. Su utilidad es más que dudosa, pero no hay duda que posponer el amanecer para los que ya llevan un par de horas despiertos en la oscuridad es, si más no, meterles sin necesidad el dedo en el ojo. 
Por concluir: la unánime noche, por decirlo a lo borgiano, está muy bien si acompaña a los ronquidos; en otro caso, ¡luz, más luz! Y que te echen una mano (mejor si va provista de cuatro churros o una ensaimada) para empezar el nuevo día con optimismo. Porque no todo ha de ser, para los madrugadores a su pesar, encender el flexo y ¡hala!: esperar a que el entorno se despereze. Encima, y en pocos días, una hora más tarde.
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