Literatura. Crítica.
Por Waldo González López…
Merecedor del premio en el II Certamen Literario de la National Literary Prize of the North American Academy of the Spanish Language (ANLE), en la categoría Microrrelatos (2012), Finales felices, del narrador mexicano Francisco Laguna Correa, constituye una tácita prueba de la salud del subgénero en Latinoamérica.
El Jurado —integrado por María del Rocío Oviedo, Violeta Rojo, Rosa Tezanos-Pinto y Francisco Muñoz— en su veredicto, consideró el título “merecedor del premio por su calidad literaria, por su estilo poco convencional y porque en sus mínimas narraciones ofrece originalidad, lirismo, sorpresa e ironía”.
Cierto. Justamente, entre las cualidades que ostenta el breve volumen (apenas 89 páginas) resaltan, además: la sugerencia y la alusión (recursos empleados por el también poeta), como la síntesis y la intensidad, tal el fino humor, entre otros que enriquecen su sugerente prosa, aunada al lirismo enunciado en su acta, por el Jurado.
Pero hay más, porque su filiación con Cortázar (Rayuela) y, en particular, con Roland Barthes, impulsa a Laguna Correa a fragmentar, deconstruir y reconstruir su discurso, en virtud de que los personajes aparecen y desaparecen en/de sus narraciones, como un vis a vis de encuentros y desencuentros enriquecedores.
Sus minirrelatos apenas ofrecen pistas que, también apenas, “iluminan”, con alegorías, la aparente “oscuridad”, preferida por algunos importantes poetas, como el cubano Eliseo Diego: la prueba al canto la corrobora Oscuro esplendor, uno de los mejores cuadernos de Diego.
Los textos se relacionan entre sí, pero el lector (no el “hembra”, tal denominara el propio Cortázar al pusilánime, por así decirlo) solo lo percibe cuando continúa su recorrido y corrobora que los temas poseen, de algún modo, afinidad.
Desde el inicial “Prólogo a quemarropa” hasta el conclusivo “Final feliz”, logra integrar un sintético e intenso, mas no extenso, haz de brevísimos textos, signados por las cualidades antes apuntadas por el jurado y otras añadidas por este crítico, según veremos más adelante.
En los dos textos precursores, el autor se dirige al lector con sendos introitos que, a un tiempo, resultan igualmente microrrelatos, gracias a la fusión genérica y al amplio conocimiento de la narrativa contemporánea en virtud de sus múltiples lecturas, según se evidencia en el libro. Con ello, no pierde tiempo en introducir al lector en sus deliciosas piezas.
Y he aquí otro índice a tener en cuenta, pues Laguna Correa, en su lúcido afán de minimalismo, no escatima esfuerzos por cumplir con su cometido, ganado con su acertado lenguaje, provisto de lecturas hondas y decisivas, en las que se revela la rigurosa formación del investigador, ensayista y poeta, autor de varios títulos publicados en España y México, y colaborador de revistas especializadas.
De tal suerte, ya en el “Prólogo…”, confiesa, con no poca ironía:
Explicar el titulo o estructura de esta obra no haría más que promover la bruma donde no se necesita. La claridad, en todo caso, es una alegoría poco probable; la brevedad, impuesta y autoinfligida por el lector, retoza con pasitos estropeados a lo largo de estas páginas que, al fin y al cabo, han resultado demasiado huecas para decir todo lo que hubiera debido decir. Finalmente, la poesía, si llega a aparecer, ha sido un ilusorio accidente. Mi sincera gratitud, ante todo, a los lectores.
Entre los múltiples procedimientos utilizados por Laguna Correa, sobresale —suerte de concomitancia o un cara a cara, a la manera de procedimiento del teatro dentro del teatro— el cuento dentro del cuento, según se corrobora en “Vox Populi”, narrado, tal anuncia el título, como los cuenteros tradicionales y populares.
Y para ello, emplea los recursos utilizados por la saga de cuenteros que, desde la antigüedad, llega hasta el presente. Y ejemplifico con un nombre singular en la narrativa cubana desde los años 60 del siglo pasado: Onelio Jorge Cardoso, cuyo seudónimo (por el que es conocido en mi país) obvia otra innecesaria explicación: “El Cuentero”.
Acorde con su intención, Laguna Correa reitera en varias ocasiones el vocablo “dicen”, en congruencia con los “cuenteros de velorio o esquina”, según son llamados comúnmente en Cuba y otros ámbitos caribeños.
Ya en el segundo minirrelato, entra a fondo en el rico espectro temático del volumen, y, a tal fin, arremete con el factor sorpresa, empleado, con acierto, por definitorios y definitivos nombres de la narrativa universal, como los norteamericanos Edgar Alan Poe (1809-1949) y Howard Phillips Lovecraft (1890-1937), así como el uruguayo Horacio Quiroga (1879-1937), entre otras figuras de la narrativa decimonónica.
Una multitud se amontonaba en el umbral, sin saber que yo era el invitado de honor. Me armé de valor: me fajé los pantalones debajo de los calcetines, tomé aliento y emprendí la carrera. Hice de mis codos tumbaburros, prodigué empellones y unas cuantas patadas, y entré en el cuento con un majestuoso resbalón.
Mas el autor evidencia varias de sus lecturas en algún que otro epígrafe o cita de autores preferidos, “de cabecera”. Tal es el caso del destacado narrador mexicano Sergio Pitol, del que toma un fragmento de su cuento “El desfile del amor”, ubicado en el frontispicio de la primera sección del volumen, titulado en latín: In-Festum.
Las cuatro partes restantes son nominadas: “Soledades” (con un epígrafe tomado de una canción popular), “El tiempo”, “La realidad” (“Hay golpes en la vida…”, de César Vallejo) y “La voz”.
En estos, marcados por el tema común de la soledad, acorde con el título de la sección, aborda personajes que vagan solos por las ciudades, tras un posible y fortuito encuentro con el otro o la otra que le haga compañía.
El tercer relato de esta sección, “Imaginación”, muestra que el narrador “juega” con el cuento, llevándolo a extremos insospechables. De tal suerte, Enrique Ramos, aprendiz de mago, deviene, asimismo, aprendiz de policía, para en un inesperado final, en su doble personalidad-profesión, ver cómo la mujer del ataúd (con cuya sonrisa se había encariñado) ya no aparecerá más.
“Catherine Laroche era una estudiante de intercambio” constituye otra pieza relevante en el conjunto, por su desnudo y, de no menor valía, convincente humor. De entrada, el narrador nos habla de “los glúteos de la señora Magdalena Pomodora”. Y enseguida, añade: “para hablar en una lengua sin asomos de culteranismo, vio lo que ocurrió, pero lo que en verdad vio fue puro culo”.
Solo unas líneas adelante, insiste: “lo que la húngara en realidad dijo fue que no vio bien ‘porque los enormes glúteos de aquella señora no me dejaron ver’”.
“Complicidad” revela otra dimensión en la categoría de microrrelatos, cuando el autor evidencia, con mínima economía de recursos, la máxima ganancia. Y lo hace con un delicioso galimatías, parodiando a esos narradores de esquina, que al contar, se pierden en su relato, y nunca llegan a ningún lugar.
Por su eficacia y brevedad, a continuación, lo transcribo:
Un cuerpo suele tener dos brazos y dos piernas, una cabeza, dos ojos, una boca, etcétera. Suele tener forma de cuerpo, pesa como un cuerpo y se ve como un cuerpo. Un cuerpo es un cuerpo y muchas otras cosas más. En este caso, también un finado, es decir, mortalidad encerrada en un cuerpo, en los dos brazos y las dos piernas, en la cabeza, en los ojos y la boca, etcétera. Ustedes ya saben a qué me refiero.
Tal recurso lo repite, con no menor eficacia, en otros textos, como “Los lupanares de Pompeya” (donde un velado erotismo toma fuerza), “Democracia” y, sobre todo, en el aún más breve: “Recetas de mi abuela”, donde aumenta ad máximum su minimalismo, al emplear apenas tres líneas: “Picó muy bien el perejil, hojeando mentalmente la receta, después, sin rechistar, hundió las verdes limaduras en el aceite de oliva y la mantequilla derretida”.
A este, le sigue “Nomenclatura”, excelente muestra del hábil empleo del coloquialismo, necesario a los narradores populares, de los que, tal dije atrás, no poco utiliza en su libro Laguna Correa.
Aquí —acorde con la expresión que titula su minirrelato— alude al rejuego de términos consignados por el vocablo. Para revalidar el tono humorístico, en la nota al pie crea un inapreciable galimatías provisto de un delicioso humor. De tal suerte, anota:
El diccionario de la RAE afirma que en México se emplea esta voz para designar a una “persona tonta”. Corrijo: en México, ojete se emplea para designar a una “persona perversa, ruin o miserable”. En todo caso, se trata efectivamente de un sustantivo.
En la siguiente sección del volumen, “Soledades” (encabezada por un mínimo fragmento de una canción popular (“Rayando el sol, me despedí…”.), aparece, en segundo lugar, “Adolescencia”, cuyo tema enseguida evoca al crítico el hermoso poema homónimo de la importante poetisa cubana Rafaela Chacón Nardi (1926-2001), quien allí define, como ningún otro autor (poeta o narrador), el difícil lapso en el que los humanos abandonan la niñez y entran en el complejo mundo de la adolescencia, fase a horcajadas o “a caballo”, entre la infancia y la adultez.
En su no menos atinado relato, Laguna Correa remarca dicha transición ante la propuesta de la primera relación de la siguiente manera:
[…] aunque pidió, con su abanico de plegarias, un poco de valor, el miedo fue rabioso e insistente. Y con ese miedo la miró a los ojos y abarcó su figura aún lejana de afianzarse en el molde de la mujer que un día llegaría a ser. Su voz fue apenas un hilo, acompañado con el accidente de la brevedad y los trinos del tartamudeo. Entonces, ella tomó la palabra y resolvió la confusión.
El siguiente texto, “Vida conyugal”, es una muestra del empleo de la sugerencia por el autor, quien subraya, en medio de un convencional y tedioso matrimonio, a la esposa, que “estaba enamorada de alguien que no era su marido. ¿Para qué?”.
Así las cosas, “en el ínterin entre el café y la cena con su marido, nadie sabía a qué se dedicaba”. Con tan mínimos recursos, el narrador logra ese cálido clima de alusión y misterio tan buscado por muchos, mas, por lo general, casi nunca conseguido. De tal suerte, la hipocresía y la infidelidad se esbozan en su prosa rica y, otra vez, sugerente.
En la tercera sección, “El tiempo”, se incluyen ocho minirrelatos, entre los que sobresale “Destiempo” (donde la relación extramatrimonial del jefe con la hermosa Pamela, le hacen contar al ¿narrador omnisciente? el motivo de sus celos: “Lo que más me dolió, amén de la indiferencia de Pamela, fue que aquel títere con ínfulas de buen amante, se metiera con Pamela a la cama mucho antes que yo: varios meses y numerosos compañeros si es menester dar algún virulento detalle.”
“Intermedio” es la breve historia de Alberto, intérprete de la tuba, “pesado instrumento de viento” al que, no obstante tal cualidad o defecto, el instrumentista elogiaba hasta la apología, tratando de ignorar “las limitaciones que semejante armatoste tenía en el ámbito musical”.
Uno de sus amigos (quien narra el minicuento) reconoce que “la voz de la tuba era la tristeza del mundo”, pero asimismo, ya al final, en el intermezzo del concierto al que asiste con la novia Ana y Alberto, ese amigo cuenta:
Comencé a tararear el concierto de Debussy que apenas habíamos escuchado. Alberto parecía resignado y no pude dejar de notar que cuando retomamos nuestros asientos —según el programa, ahora escucharíamos a Debussy— una ligerísima lágrima rodaba por su mejilla. No hizo el menor intento por ocultarla.
En “Ontología” —término filosófico referido a la naturaleza y organización de la realidad y que, cuanto a la inteligencia artificial, posee la tesis: “lo que existe es aquello que puede ser representado”—, el narrador da fe, otra vez, de su talento para el minimalismo y la sugerencia. Leamos:
Estaba equivocado, la errancia que he cultivado, sobre necias mentiras insoportables, me ha llevado a lugares fortuitos y sin conclusión alguna. Ignoro si obedezco o simplemente abro la boca, agotada en su inmensa ilusión, para sorber extasiados miríadas de peces henchidos de antipatía y estéril fulgor. Ya no tengo dudas: pronto seré, lo presiento.
Resalta la cuarta parte del volumen (“La realidad”), porque la primera narración (“Miedo”) resulta otro ejemplo de economía de recursos ofrecida por el autor. En apenas dos líneas, nos sugiere, con humor y verdad, ideas conceptuales que conciernen no solo a los gatos, tigres, pumas… De tal modo, cuenta: “No bajaría del árbol por si solo: nunca conocerá el vértigo que embarga a los felinos silenciosos en las irrevocables alturas”.
“Inquietud” retoma el tema sexual, solo que a partir del descubrimiento, por parte de las chicas, de un amigo ¿gay? Con la ironía propia asumida a lo largo de su discurso, cuenta Laguna Correa:
Siempre tiene raspones en las rodillas y en los codos. Si se hinca, nadie lo sabe. No es religioso, eso todos lo sabemos. ¿Juega a las canicas? Hay muy pocas posibilidades. Nosotros conjeturamos que aquellos raspones se deben a cierto juego sexual que aún no hemos logrado descifrar. Seguiremos buscando una explicación e imaginando situaciones.
En el apartado “La voz” —con la que concluye el volumen—, tras utilizar una (tierna) frase, tomada de una carta de su madre, consignada en el frontispicio de esta parte (“Regálame un poco de tu tiempo para que pueda escuchar tu hermosa voz”), inicia estas seis narraciones en una suerte de compendio, signado por sentimientos muy “humanos, demasiado humanos” (v.g. Friedrich Nietzsche).
De tal suerte, los temas abordados ahora resultan más cercanos, íntimos y, a un tiempo, más próximos a la sensibilidad común, en tanto introduce a fondo (sin abandonar alusión ni sugerencia) su particular poética.
Con “Diagnóstico”, asume un tópico surgido en los inicios de la humanidad: la muerte, pero lo aborda con hondura conceptual: el anónimo personaje es alcohólico, según deja entrever al inicio del texto, cuando informa al lector que el médico le dijo, en la consulta, que “me jugaba la vida en cada trago”.
El tema regresa, asimismo, en el siguiente relato: “Autoayuda”, donde el personaje, nostalgiando “la tarde ya perdida de la Antigua Guatemala: el azul del cielo más límpido que puedo recordar, se recorta con tristeza en el filo de mis palabras despojadas ya de intensidad”.
El tedio, la soledad y, otra vez, la muerte, llega en “Habitaciones”, donde al final de la breve y contundente narración, el que monologa, evocador, confiesa: “ni siquiera la imagen del castillo consiguió afianzarme al decoro del suicidio”.
Finalmente, con la publicación del premiado Finales felices, de Francisco Laguna Correa, el Certamen Literario de la ANLE, en su segunda edición, gana a la narrativa hispanoamericana otro nombre a tener en cuenta que, desde su aparición, goza del reconocimiento internacional, más aun por tan significativo lauro.
[Este trabajo el autor lo envió especialmente para Palabra Abierta]
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