Literatura. Poesía.
Por Mercedes Eleine González…
Esta mujer que soy
Bajo la piel que habito
sigo siendo
la indomita y rebelde
adolescente de otros tiempos,
la incomprendida,
la comediante,
la misma siempre y la distinta,
la que se cansa de ser y
no se agota de sí misma,
esta mujer que ahora
se mira ante el espejo
y descubre un rostro nuevo
marcado por las huellas
de la vida.
Esa que habita
bajo la sombra de quien soy
me dice a diario
toda la incertidumbre de mis días,
me calcula con mirada fría
las pasiones pasadas,
ahorrándome las probables
que no existen.
Desde que esta nueva mujer
que ahora soy yo
cargada con más tiempo
habita en mí.
Los días se mecen con el encanto
de una magia perfecta,
donde los hombres
ya tomaron el lugar
de los destierros.
Pecadora
Si me arrodillo ante ti
no es precisamente
para decirte
que me perdones.
Si me arrodillo
delante de ti
así como ahora estoy,
con esta pose de
pecadora arrepentida,
con la cabeza baja
de tanta pena
de goce y de placer.
Y tú con esa plena
facultad de vida,
apuntando al futuro
con tu enhiesta espada
horadando con ímpetu
en mi hendida carne,
trémula,
es para luego
tener que perdonarte
yo.
Duda
¿Alguna vez te amé?
¿Alguna vez me amaste?
La distancia y el tiempo
borraron las huellas del olvido,
hoy somos dos extraños
o dos buenos amigos
que una vez nos quisimos.
Yo creí que el mundo
empezaba contigo,
y tú que el Paraíso
terminaba conmigo.
“Sé fuerte”, nos decíamos,
sin atisbos de finales de idilio,
¿alguna vez te quise?
¿te amo, nos dijimos?
¿nos besamos sin tino o
perdimos la calma?
Ya no recuerdo, amigo.
Solo sé que una noche,
casi rompiendo el alba,
nos cruzamos
en el mismo camino
de la vida,
y ya desde ese instante
desunimos tu destino
y el mío.
Amanecer
El Sol con suave tibieza
se desgaja en calidades:
sublimes rayos solares
que invaden con lozanía
la suave mañana fría
de mis largas soledades.
Se esperan luego cantares
de los pájaros cantores,
como querubes mentores
que alegran el albo día
de mis largas soledades.
Son acentos celestiales,
con los arpegios sonoros,
se alegra el día y su tono
disipa cualquier tristeza
de mis largas soledades.
Cuando ya sin la penumbra
que lo antecede constante,
el Sol, altivo y radiante,
ilumina la pradera
con tibia luz mañanera
aquietando soledades.
La oscuridad desafiante
batalla para quedarse,
olvidando que olvidarse
es destino irremisible
en las horas más sublimes
de mis largas soledades.
Mas el Sol destierra el frío
e invade con claridad
la calidez mañanera,
cuando con su fuerte brío
esparce su luz con brío
ahuyentando soledades.
Confesión
Dime, amor,
¿Alguna vez
notaste en mi mirada
un desliz de lujuria
o de insana pasión?
¿un rictus de amargura
en la comisura de mis labios,
o un simple gesto adverso
en mis facciones?
¿Qué fue lo que notaste?
De mi mano un leve toque,
una suave y lenta caricia,
recorriendo tu cuerpo,
el sabio y juguetón
movimiento de mis dedos,
y un hurgar inquieto
de mi lengua
en tu boca,
un gemido justo allí,
en el exacto instante
de mi dicha sin freno,
luego el reposo absoluto
del guerrero,
descanso de los cuerpos.
¿Acaso te ofende mi pasión?
Comprende,
es tu culpa, querido,
no me juzgues
ni exijas que sea menos.
Que mengue, ya no puedo.
Tú sabes que te quiero,
déjame ser certera,
te amo con pasión incontrolable,
y sólo tú eres el culpable
de mi anhelo.
Adolescencia
La frase de Los Beatles
fue tan larga
como un suspiro
de un deseo insatisfecho.
Iniciaste aquel beso
cuando Paul
comenzó su Hey you.
Mientras me debatía
entre el asombro del estreno.
¿Qué era aquello
que me robaba el alma,
hurgando un poco más allá
de mis resguardos,
desbrozando recuerdos,
descubriendo secretos,
dejando al descubierto
mis reclamos de sueños?
Nunca antes
conocí tal destreza.
Entonces,
cuando Paul terminó
su grito de Hey you,
largo como un suspiro
de un deseo insatisfecho,
recuperé mi ego,
mi alma,
mi angustia, mi anhelo
y supe que enamorarse era
desandar un laberinto de
cosas intangibles
y abstracciones remotas
sin recobrar la calma.
Después de tantos días perdida
sin poder encontrarme,
te hago una formal petición:
en nombre del amor que nos tuvimos,
por favor,
devuélveme aquel beso,
para seguir creyendo
que aún soy yo.
Poema del desamor
“La Luna me miró
y yo la comprendí…”.
Tímida se ocultó
para no ser testigo
de ese primer suceso.
Apenas iniciamos
una ronda de amor,
tu mano recorriendo mi espalda,
bajando por mis pechos,
la mía, muy cerca de tu cetro.
Éramos muy jóvenes todavía
y el amor invadía
cada momento nuestro.
Mi corazón latía
como el galope de un caballo sin freno,
tu mano y mi mano
comenzaron un ritmo suave y lento
acallado por el primer gemido
de un estreno.
Cuánto sudor sublime,
cuánta ansia añorada,
cuánto intenso deseo,
y cuánto fuego luego.
Eras tan hermoso,
tan puramente bello,
como los dioses griegos,
un efebo inefable,
un tentador mancebo.
Después de los abrazos
y aquietados un tanto
del amor los efectos,
miré por una hendija
de mis dedos la Luna
que entonces asomaba traviesa,
su redondez brillante,
iluminando el Cielo.
Tal vez ella lo supo
o no lo supo nunca,
no quise darme cuenta
en ese momento de sosiego,
que tal vez vislumbraba
en un futuro incierto,
que tu no me querrías,
porque el amor se apaga
como el fuego en el viento.
Ella fue mi testigo
guarda de mis desvelos,
mi dulce confidente.
Luna de mis ensueños,
centinela nocturna,
calma del desenfreno
si te hubiera escuchado
habría sufrido menos.
Epílogo de mi placer
Más allá de mis oquedades,
de mis resquicios corporales,
un poco más al sur,
justo al extremo de todos mis secretos,
está tu culpabilidad.
Lengua que lame y escrudiña,
que horada hasta el deleite,
inconcebible,
sin darme tregua a nada;
una sombra maléfica
se yergue como serpiente cascabel
a punto de atacar.
Vigilante acecho la intención,
apenas esbozada en un rictus
de tu boca sensual,
mientras mi seno espera,
gimiente y tembloroso,
cuya punta termina
en un rosáceo botón estremecido,
que languidece en este interminable
Epílogo de mi placer.
Tócame así
Oh, tócame así,
despacio,
levemente,
horada mis rincones,
mis oscuras nubes,
mis ligeras pendientes.
Sube justo ahí.
Sí, ¡ahí mismo!
en el exacto sitio
de mis atardeceres.
Ahora,
recorre con tus dedos sabios,
que tanto me conocen
cada lugar preciso,
cada suspiro ajeno,
cada gemido mío.
Quiero perder la razón
y el control contigo,
olvidar los prejuicios
en el tardo olvido
que me obligo,
aguarda.
No desesperes,
amor,
ya llega el plenilunio
mientras muerdo la almohada
y pienso
en la tarde de sombras,
de sepias y de ópalos.
Saben tanto de mi
tus manos y tus dedos
y tu lujuriosa boca,
cuya lengua de fuego
me provoca.
Bésame de esa forma
que solo tú conoces,
de esa manera lenta,
punteando el borde
de nuestras alboradas.
¡Tócame así!
Hazlo otra vez,
¡de nuevo!
¿No ves que ruego?
Ayúdame a perderme
más allá de tus legiones,
en ese sacrosanto
lugar de mis pasiones.
Entre Eros y yo
Entre Eros y yo
se ha establecido
una tácita complicidad
que solo ambos sabemos.
Se sube a mi pecho y
me susurra palabras que
luego no puedo repetir.
Por su osadía,
me habla al oído y me acaricia
con tal sabiduría
que un raro fuego
me sube por las piernas.
Mientras
“me desordeno, amor”
como cuando Carilda
también desordenaba
su pasión de madura mujer.
Bien es verdad que esto
de confesar lo que nunca
decimos,
pasiones que por la edad
parecen olvidadas,
requiere un grave riesgo
y un agravio de
olvidados prejuicios
que el tiempo ha descolgado.
Me han dejado de interesar
los conceptos abstractos,
opiniones ajenas
de aquellos que nunca
aliviaron mi hambre.
De vecina sin dueño
en el ocaso de mis años
confieso mis pasiones
mis momentos vividos
y muy bien disfrutados.
Quiero tener un hombre
en esta cama
huérfana de tu cuerpo
sin huella dibujada.
Si yo aún no he perdido la brújula
de mi propio destino.
Quiero tener un hombre.
Pero no uno cualquiera,
por el simple capricho
de sentirme abrazada,
si no uno que me mire
tal como estoy ahora,
y diga que me ama,
que aún sigo siendo bella,
que el Tiempo
y las costumbres
no opacaron la luz
de mi mirada,
de mujer entrenada.
Ese que diga frases
que solo de escucharlas,
se me lubrique el alma
como solía lograrlo
cuando tú me tocabas.
Entre Eros y yo
hay un conciliábulo
intangible, recóndito,
tejido con redes delicadas
de frases inconclusas,
suspiros, caricias inauditas,
complicidad
de suaves vibraciones,
sin que medie razones
ni explicación alguna,
nada más que intenciones,
sin recurrir a nada,
como no sea
este tácito acuerdo
de amantes sin secretos
cuando comienza el alba.
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