El ojo imaginero de Ana Kika López

Written by on 30/10/2015 in Critica, Literatura - 1 Comment
Literatura. Crítica.
Por Waldo González López… El ojo de la imaginación

El ojo de la imaginación. Cuentos inesperados, el más reciente título de la narradora y artista plástica cubanoamericana Ana Kika López, es el séptimo volumen en su producción.

Durante su incisiva lectura se advierten distintas particularidades, varias ya apreciadas en algunos de sus seis volúmenes anteriores (novelas, cuentos y poesía), como otros rasgos en los que ahonda con rigor para corroborar su madurez como prosista, a la que analizaremos en este abordaje.

Junto a textos de mayor longitud y disímil intención, incluye certeras muestras de un popular subgénero: el minirrelato, del que, al parecer, la también miembro del Pen Club de Miami ha bebido de los grandes maestros invencioneros latinoamericanos: Augusto Monterroso, Juan José Arreola y el Cortázar de los Cronopios y los Famas, con indudables resultados en la narrativa de quien asimismo es dibujante e incluye en sus libros sugerentes viñetas de su creación.

Entre las numerosas peculiaridades notables de El ojo…, resalta el empleo del humor, con algunas de sus variantes, como el absurdo («nonsense»), el «negro» y el definido como «cubano», por caracterizar a los nacidos en la Isla —a pesar de la opresión ejercida durante más de medio siglo por la dictadura castrista—, a lo que añade su infinita nostalgia por la amada patria, abandonada para partir al exilio con apenas 28 años, en 1964, cuando —en una aventura similar a la de Mark Twain y su Huckleberry Finn, atravesando el Misisipi— llega a México, desde donde cruza en balsa el Río Grande hasta arribar a los Estados Unidos de Norteamérica.

De otra parte, se atisban en los relatos más extensos alusiones a ámbitos reveladores de su origen, pues algunos los ubica en su natal Chaparra, pueblo al norte del Oriente cubano, antes cuna de un importante central azucarero homónimo, hoy en plena decadencia, tras el paso de dos terribles ciclones: primero el de la mal denominada «Revolución» y, pocos años atrás, un huracán que arrasó con lo poco que había en ese paupérrimo poblado.

Sin embargo, en «El sigiloso», aparece un ámbito peculiar de La Habana de los 50 (reflejado como ningún otro escritor por el mejor cronista cubano de esa época: el emblemático narrador, crítico de cine, periodista y premio Cervantes, Guillermo Cabrera Infante): la Plaza del Mercado, donde llegaban «[…] los trasnochados, que, ya de madrugada, iban a comer una completa […] o se sentaban a cantar boleros desentonados en el muro del malecón».

El amplio instrumental de Kika integra imágenes duras, ríspidas, nada complacientes, cercanas, por cierto, al estilo del emblemático autor de Tres tristes tigres y La Habana para un Infante difunto como estas: «cualquier cosa para calmar el gruñido de su estómago»; «subió las escaleras con la agilidad de una pantera»…

Asimismo, en ocasiones emplea un sentido dual y triple en sus imágenes, gracias a la combinación de datos reales, con ironía y humor, como «el caballo encabritado en dos patas, infundía patriotismo a los niños e irremediable atracción a las palomas».

Los finales «inesperados», tal define la autora en el subtítulo de su libro, es otra de las cualidades de sus relatos que solo revelarán el enigma en las últimas líneas, como muchos de los cuentos clásicos decimonónicos.

Así, en «El sigiloso», solo al final descubrimos que el enigmático personaje es un gato; «Los dientes», por su parte, son de un ajo,  y no los de la mujer de Pancholo; en «Barba y bigote», al culminar el breve cuento el lector descubre que la persona con barbilla es… Rosita, La Mujer Barbuda del Circo; «Día de playa» se inicia con el siguiente fragmento que denota y connota tal estilo arriba mencionado: «Ya había olvidado el sonido del mar hasta que escuché el revolcón incesante del oleaje arremetiendo contra la playa»; «Disfraces» deviene un juego de espejos, ya que solo en el último párrafo, descubriremos la incógnita de la lograda minihistoria: el hombre que «solo maquinaba la idea de abandonarla para empezar una nueva vida lejos de aquella casa», develará el misterio al afirmar: «Cuando vinieron a buscar mi cadáver calcinado, nunca encontraron el de ella, que ya descansaba en el cementerio desde hacía un mes».

Pero hay más: en la apenas media página de «Noche de mordidas», la autora relata que, tras pasar una noche de Halloween, «divertida “fiesta de miedo”», al despertar acontece la situación que evoca alguno de los clásicos cuentos de los norteamericanos Edgar Alan Poe y Howard Phillips Lovecraft o el ambiente de «amor, de locura y de muerte» proporcionado por el brillante uruguayo Horacio Quiroga en «El almohadón de plumas», por ejemplificar con un paradigma típico, tópico de la mejor narrativa latinoamericana.

«La fiesta de los juguetes» resulta un sueño dentro del sueño, como un juego de cajas chinas o un similar de la muñeca rusa Matrioska (matrioshka, mamushka, que dentro lleva al menos otras cuatro más pequeñas. Un recordado ejemplo es el elenco o cuadro de personajes de la serie infantil disneyana Los héroes de la ciudad con matrioskas vivientes.

Mas, por sus logros: el ambiente de raro misterio (deudor de alguno de los filmes del realizador hispano Carlos Saura Stress, tales: Stress, es tres, tres (1968), La madriguera (1969), El jardín de las delicias (1970) y Ana y los lobos (1972); y la certera síntesis captada en este microrrelato modélico, lo trascribo:

Los muñecos hablaban del otro lado de la pared. Unos reían cuando el trompo los asustaba girando muy cerca de sus cuerpos de peluche. La pelota gozaba pegándole a la mascota que contestaba el lanzamiento porque el bate se atravesaba. Luego arrollando todo, el velocípedo cruzaba haciendo mucho ruido con los pedales. Las muñecas aplaudían entusiasmadas y el trencito pitaba sin que nadie le prestara atención.

Ya no pudo más. Tomó el taladro, el más grande que encontró, y comenzó a abrir un agujero en la pared para ver lo que sucedía del otro lado.

Ella entró en el cuarto, encendió la luz y él despertó sin la herramienta en las manos.

En otros instantes, la autora accede a imágenes de sugerencias líricas que enriquecen su rica prosa. De tal suerte, «No hay mal que por bien no venga» se inicia con el siguiente párrafo:

Una gota de agua resbaló por el cristal lentamente, dejando la huella de su recorrido sobre la niebla que empaña la ventana. No tardaron otras en seguir el antojo de rayar la humedad con estrías transparentes.

A través de ellas, miré el único árbol que dejaron en pie después del fallido intento de hacer un jardín. Estaba rojo de otoño.

En el muy serio y humanísimo «Deuda», el anciano José —asistente habitual a la Ermita de la Caridad, tan concurrida por la vasta emigración cubana— sufría la pérdida de sus únicos familiares:

Se abrigaba con su propia soledad para impedir los sollozos. Por los ojos le resbalaban ausencias y recuerdos, fantasmas que poblaban su existencia. Añoraba la vida de antaño con su esposa fallecida […], le dolía la muerte de su único hijo en un accidente horrendo que lo hizo pedazos. No pudo verlo, no pudo despedirse, y fue mejor así, porque ahora guardaba la memoria de sus rasgos enteros sin la máscara deforme con la que quedó su rostro. Tan grandes eran las roturas de su alma, que ya quería terminar con su existencia.

Este relato —sin humor y con un hondo final inesperado— nos revela la humanidad de un cubano que se le acerca, lo invita a vivir en su casa y compartir con su familia, pues como no conoció a su padre, desea «que sea usted el abuelo de mis hijos». ¿La causa? «Porque en mi pecho late, trasplantado, el corazón de su hijo —le contestó, abriéndose de un tirón la camisa para mostrarle la larga cicatriz».

La ironía aparece en «Boxeo femenino», donde, tras el título, acaso burla, burlando de la moralina ad usum y de «las buenas conciencias»   —título de la segunda novela (1959) del gran narrador azteca Carlos Fuentes—, anota: «(Contiene dos malas palabras. Texto no apto para damas.)».

Las damas boxers, en las esquinas contrarias, evidencian ser polos opuestos: Kid K., con shorts rojos y camiseta amarilla identificada en la espalda como «Pesadilla», zapatea el piso con sus tenis negros y altos, más allá del tobillo, con guantes que choca en alarde brabucón, mientras bufa y se revuelve en su banqueta, ansiosa por comenzar la pelea; y «Pasionnata», con una faldita corta que muestra las amplias dimensiones de sus muslos, pelo cobrizo impecablemente peinado, cara, ojos y cejas muy bien maquillados, zapatillas doradas de afilados tacones, aretes y pañoleta: todo el conjunto ofrece «un delicado acabado a su atuendo», define, sutil, la autora.

Tras varias situaciones absurdas, acorde con sus respectivos caracteres, las nada comunes pugilistas se niegan a continuar la pelea y el referee la da por terminada. ¿Y cómo concluye el final la narradora? «Las otras pugilistas ya están listas para el siguiente encuentro, mientras los espectadores se preparan a continuar disfrutando de la fascinante nueva moda boxística».

Le sigue «Ilusión», cuya concreción y síntesis, cercanas a las del recurrente narrador guatemalteco Augusto Monterroso (1921-2003), la perfilan como una de las mejores minihistorias del volumen. Leámosla:

La vi cuando se asomó a la ventana, el viento revolvía su larga cabellera. Sonrió como una diosa griega, resplandecía saturada de juventud y belleza. De repente, todo mi mundo se iluminó con un relámpago de luz. Fue solo un instante.

Detrás de la centella vino el estruendo. Un rayo partió el silencio, la tempestad se acercaba con los rugidos del trueno.

Llovía, y ella entró.

Sin embargo, más adelante hallaremos otras muestras de la propia calidad, tales «Asombro», «El tren», «Pájaro», «Escarcha» y «En la calle», ejemplos asimismo de la calidad conquistada por la autora en el microrrelato. En estos textos alcanza la síntesis de los mejores cultores del subgénero mencionados, cuya máxima expresión es el hiperclásico «El dinosaurio», de Augusto Monterroso: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí». Afín a su homólogo hondureño, por sus logros se le aproxima en «Pájaro», tal podrá constatar el lector: «Mi cabeza es un país de pájaros ocupados en volar sin rumbo fijo. Picotean mis semillas, se tragan la luz del pensamiento y abren agujeros en el tiempo para hacer nidos luminosos».

En «Atentado», Kika reproduce, con vigor, personajes y datos históricos, el asesinato del presidente Abraham Lincoln, escrito como un reportaje, al estilo del mejor periodismo.

De tal suerte, cuando el asesino John Wilkes Booth perpetra su crimen, «huye al galope dejando atrás el rastro de asombro y cólera que ha provocado la violencia del atentado. Corre al puente sobre el río Anacostia para reunirse allí con David Herold, su cómplice. Ambos desaparecen en la oscuridad de la noche».

Al final, la narradora ofrece el dato noticioso, simulando el cierre de lo que podría ser además una crónica: «Abraham Lincoln muere el 15 de abril de 1865, como consecuencia de este infame atentado».

Relato de actualidad, pues se trata del inicio de lo que más de un siglo y medio después, constituiría un hecho casi común en los Estados Unidos y otros ámbitos de varios continentes: el terrorismo, por cuyos absurdos pero reales hechos, tan trágicos y lamentables, parecen indetenibles por su criminal intención y extensión.

Su tema, al propio tiempo, abre el camino al siguiente cuento: «Peligro inminente», que esta ocasión se trata de un «monólogo interior» del terrorista Braulio, «brazo eficaz de Al Qaeda», quien, tal un miembro de la criminal organización, se ha encomendado a «nuestro deber de hacer la Guerra Santa a los infieles».

Con eficacia, la autora culmina su breve relato:

[…] un  grupo de borrachos, cantando y riendo, se fueron acercando por la calle llena de gente que no nos prestaba la menor atención. Llenos de alcohol y alegría, nos palmearon las espaldas afectuosamente, me arrebataron el paquete de las manos en lo que parecía un juego y, rápidamente, nos tomaron por los brazos, inmovilizándonos de inmediato. Uno de ellos mostró una placa de identificación donde se leía: FBI.

No hicieron falta más palabras.

«Crueldad» es otro de los microrrelatos de inesperado final, hábilmente resuelto por la autora. Con apenas dos párrafos, sorprende  al lector, quien —tras ser preparado por la narradora— descubre que el presumible asesinato de la mujer, lágrimas mediante, se debía apenas a una situación harto común por cotidiana: ella pelaba cebollas.

El humor regresa con brío en «Carrera de toros en Pamplona», donde en una tradicional corrida de San Fermín, Cornelio, el enamorado de Manola, es atacado por «el toro más bravo», que en su primera cornada lo tumba al suelo, pero logra escapar del furioso animal, saltando el barandal para salvar la vida. Pero, siempre atento a su amada Manola, mientras contempla cómo se iba alejando la corrida, ella le grita desde el balcón: «¡Cornelio, cúbrete las nalgas!».

Mas, a este le sigue un relato cuya honda seriedad y dura crítica al régimen totalitarista de los Castro, le otorga un punto notable en el volumen: «Balseros», cuyo protagonista, Yosvani, sentado en el muro del Malecón habanero, evoca su paupérrima niñez y uno de los estúpidos lemas «revolucionarios» repetidos una y otra vez en actos y manifestaciones por el pueblo cordero tal leit motiv: «Seremos como el Che», con que el hoy longevo y siempre sanguinario Fidel Castro arreaba y dominaba a los obnubilados cubanos.

Yosvani ya estaba «harto de esperar el cumplimiento de las promesas revolucionarias. La ilusión estaba perdida y no existía en el país nada real por lo que luchar. No había futuro, ni ningún ideal que justificara tanta mentira, abuso y represión», cansado de «mirar las olas de su cárcel espumosa», no se decide por el «transporte público recargado con la agobiante muchedumbre sudorosa»: El camello, «invento» de una fallecida y hoy olvidada ministra de Ciencia y título de un delicioso sketch-video del también desaparecido, pero sí talentoso y popular actor y humorista Carlos Ruiz de la Tejera, disfrutado durante años en la Televisión Cubana y aun en Youtube.

Por tan aberrante «paseo» al Infierno dantesco, Yosvani prefiere caminar dos horas para llegar a su casa, siempre atribulado por la insoportable (i)rrealidad que lo rodea, y recuerda que no puede traer a vivir a Maribel, su mujer, ni irse con ella a la casa de sus suegros porque está abarrotada «con los familiares que vinieron del campo y con sus hermanos en la barbacoa sobre la cocina a punto de caerse».

Son tantos los problemas, que sigue pensando:

«Seremos como el Che». No habrá policía que me persiga si digo siempre «sí», si digo: «está bien, compañero», si hago la cola sin quejarme, si no protesto por la falta de alimentos, si robo con disimulo para «resolver», si retorno al trueque de economías primitivas. Esta doble moral nos ha vuelto mentirosos y descarados para escapar de las golpizas, de este mundo de miseria lleno del miedo a protestar.

Mas, la desdicha continuaba, no había duda que seguiría pasando sed, igual que un balsero por días y días flotando a la deriva, escapando del Che, del suplicio, de la hediondez para vivir como un ser humano; y dormir en una cama grande con su mujer, e ir limpio al trabajo, manejando su propio carro, para recibir su salario en dinero verdadero como le había dicho su amigo Panchito que se había ido tiempo atrás, reclamado por familiares; porque no había otra forma de salir, a no ser que te sacaras una visa en la rifa del consulado. […]

En ese mismo instante tomó la decisión más importante de su vida: ¡Que se vaya el Che al carajo! ¡Yo me voy en balsa!

Se decide y, tras una conversación en familia, a pesar de la inicial negativa de Maribel ante el riesgo de la peligrosa incursión marítima, prepara, apoyado por sus cuñados la salida y el breve grupo, con su mujer incluida, se lanza al mar; pero una horrible tempestad nocturna «se tragó a la única mujer a bordo», dejando al atormentado Yosvani desesperado, como un loco, «dando gritos, dando traspiés sin equilibrio en la nave que parecía irse a pique peligrosamente inclinada, con una esquina ya bajo agua. No era posible distinguir nada en la impenetrable oscuridad y gritaba: “Maribel, Maribel, aguanta, flota, flota. Yo voy por ti”».

Por fin, tras alcanzar el anhelado Cayo Hueso, les prestan ayuda y, de inmediato, comienzan la búsqueda de Maribel; pero no es hallado su cadáver, y los hermanos continúan rumbo a Miami; solo Yosvani queda en el cayo caminando en la playa, oteando el horizonte, y la narradora concluye su relato con un excelente final:

Alucinado, observaba atentamente el mar por si un milagro le devolvía a su mujer. Pero en lugar de eso, lo que vio fue a un turista con una camiseta que llevaba la famosa cara del Che Guevara. Lo inundó la ira y, sin pensarlo dos veces, lo agarró por el cuello, gritándole: «¿No sabes, estúpido, que ese pendejo era un asesino?».

«Cena familiar» reproduce, con verismo, imaginería y brevísimas escenas de sugerente sexo, la intrahistoria de una familia y, a un tiempo, el íntimo mundo infantil, narrado por la ahora adulta, que evoca su niñez y las reuniones familiares, en las que la entonces pequeña voyeur —parafraseando el título de la novela del narrador galo Alain Robe-Grillet—, desnuda con minuciosa exactitud situaciones propias del movimiento de la narrativa francesa del nouveau roman o «nueva novela», afiliado a la corriente contemporánea cinematográfica de la nouvelle vague, o «nueva ola», a la que se afiliaran el propio Robe-Grillet (con su filme Trans Europe Express) y la novelista Marguerite Duras (con sus cintas India Song y Los niños).

La narradora revela los nada santos hechos de su peculiar familia: la abuela (quien «al reírse, abría sus gruesos muslos, dejando al descubierto el secreto de su intimidad: no llevaba puesta ropa interior»), su primo Ramón («rozaba con disimulo un pie de mi hermana, la menor, quien le contestaba con otro toquecito, y así permanecían sin hablar, muy concentrados en el intercambio Morse) y su tía Ofelia, que «restregaba su pie sobre la portañuela del esposo de mi hermana, la mayor. Este era el que más inquieto estaba, halándose los pantalones». La autora concluye su relato con pericia: «Añoro espiar nuevamente el mundo secreto que existe en la penumbra, debajo de la mesa».

En «El gorro de mi abuela» regresan «mi desbocada imaginación» y el delicioso humor, habituales en la autora y su narrativa, a hacer de las suyas. Valgan los breves ejemplos siguientes, para corroborar mi aserto: «Quedé desconcertada, rígida, tan seria como la momia de Ramsés. Pasaron unos minutos antes de que el peso se esfumara, volví a dormirme segura de que mis ronquidos habrían despertado al faraón egipcio de no estar eternamente tieso en el museo del Cairo».

Como este, igualmente sin desperdicio: «[…] el gorro se desprendió sin problema y ya no volví a ver la sombra en el pasillo, ni a sentir peso sobre la frente. […] estoy estudiando el dibujo bordado en el gorro para descubrir el código que permita comunicarme con Ramsés».

En un lúcido muestreo de modernidad (y posmodernidad) —tal utilizaron y aun utilizan los grandes narradores contemporáneos, desde el incambiable Ulises hasta el presente—, adopta y adapta en «Mi abuelo», uno de los rasgos icónicos del estilo joyceano: el cuento abre y cierra sin cortes hasta llegar al punto final. Mas, atrae asimismo el protagonista y peculiar «Don Eligio, mi abuelo materno», quien en su barca navegaba hasta llegar a la isla del volcán, donde el humo traía las cenizas que formaban una playa de arenas negras en las que mi abuelo recogía almejas y luego se bañaba desnudo antes de que los habitantes descubrieran su portentosa masculinidad sin uso y él fuera corriendo a esconderse detrás de los peñascos de la orilla hasta que yo decidí recobrar mi visibilidad y calmarle los sudores del susto que le producían todas las mujeres corriéndole atrás para comprobar que sus ojos no les mentían y verificar si el instrumento era funcional.

Un cuento «del monte» —a la manera de los escritos por los narradores cubanos Onelio Jorge Cardoso y Samuel Feijóo— es «Tío Ricardo y el muerto», quien, campesino enamorado, como los personajes de las recordadas Tradiciones cubanas (1911), del hispanocubano Álvaro de la Iglesia Santos, retoma y reelabora una estampa clásica de tales relatos: el temor en las noches a las luces provocadas por elementos de la naturaleza.

En menos de una página, la narradora resuelve el «misterio» de esta suerte: «Al día siguiente fue con mi padre a ver si averiguaba algo del muerto vivo. Todavía ardía el tronco de una mata de guano que tenía un hueco de pájaro carpintero y por ahí salía una candelita cuando el viento soplaba».

Me detengo con particular atención en otro cuento de monte: «Jigües en la manigua», personajillo mítico de la imaginería tan común en la Isla, que sería denominado por el infaltable Samuel Feijóo, en su libro de obligada consulta Mitología cubana, como «el más recio, constante y completo» de los numerosos que enriquecen la cultura popular de la Isla, puesto que estas criaturas, acorde con las leyendas, se hallan en cualquier lugar del país: se les conoce hasta en los más apartados ámbitos, con algunas diferencias lingüísticas que las particularizan. De ahí que en las provincias orientales, se les denomine Jigües: nombre, según algunos, primigenio; y en la región centro occidental, se les llame güijes, suerte de variante que, con transposición de letras, ha prevalecido sobre el vocablo original. Por su trascendencia, motivaría exponentes en diversas ramas de las letras y las artes, como la literatura para niños, el ensayo, la música, las artes plásticas, las series infantiles y los dibujos animados.

En las letras para chicos, la mejor muestra es el excelente libro de cuentos, laureado con el Premio Casa de las Américas: Los chicherekús del Charco de la Jícara, de la prestigiosa escritora y traductora Julia Calzadilla, quien, entusiasmada por el propio Feijóo, escribió estos deliciosos y simpáticos relatos, y en el ensayo, resulta, sin duda, el ya mencionado volumen Mitología cubana.

En las artes plásticas, descuellan varios exponentes, como el Premio Nacional de Artes Plásticas 2012, Ever Fonseca, como igualmente dos creadores populares: Marcelo González y Juan Rodríguez Paz (El Monje), quienes plasmaron en sus lienzos el mítico personajillo.

Por su parte, el fabuloso animalito recibiría celebridad universal el 16 de diciembre de 1965, cuando el primer bailarín y profesor de danza, ya fallecido en Miami, Alberto Alonso estrenara su ballet El güije, una de las grandes creaciones coreográficas cubanas.

Debo apuntar que aquí la escritora se alía con éxito a la narrativa para la infancia, en particular con la vertiente sobre los güijes o jigües, abordada con lucimiento en su libro por Julia Calzadilla.

Sin perder su habitual humor, Ana Kika asume una válida intención de algún modo ligeramente didáctica (que no didascálica), toda vez que ofrece datos de interés a los pequeños latinoamericanos, y no solo cubanos, residentes en la Florida, ya que cuenta con gracia, acorde con los ensayos y cuentos de otros autores, que sus jigües «eran negritos invisibles, muy majaderos […] y nos iban a halar el pelo, a pellizcarnos y a tirarnos cacas de vaca por la cabeza».

La autora incluye tres personajes propios de esta narrativa, cercanos a los chicos, como el primo Chuchú, la vaca Rosita, el gallo malayo y el negro, con los que enriquece su atinada pieza. En consecuencia, «Jigües en la manigua» constituye otro de los variados instantes de valía en el volumen, habida cuenta de sus calidades apuntadas.

«Anecdotario biográfico. Soy pintora y escritora» regala al lector un relato distintivo en el libro, a pesar de anunciarse en el título como un amplio «resumé»; mas apenas se inicia su lectura, se disfruta por el humor que identifica a la autora y sus libros.

Ella narra trechos de su vida con la gracia y la lucidez que la caracterizan. Además, como conozco la mayoría de los ámbitos y las personas que asoman en el relato, lo disfruté desde el inicio, tal idóneo convite al buen contar y la amplia sonrisa.

Inicia su simpático y veraz «Anecdotario biográfico» de la siguiente manera: «Empecé a escribir cuando aprendí a escribir. Tenía entonces 6 años y una letra grande, redonda, salpicada con faltas de ortografía».

Convencen los personajes: Mi tío Fernando, Montiano, Chanito, el maestro Cué, director del colegio privado o «reformatorio», donde estudiamos numerosos integrantes de nuestra generación, y «donde ponían a los muchachos difíciles, para que lo estricto de su educación los arreglara».

Asimismo, compartiríamos otros ámbitos, como el Cayo Juan Claro del Central Delicias, el Instituto de Segunda Enseñanza de Holguín («donde me divertí mucho y estudié muy poco», confiesa Kika), del que pasó al Colegio Cuáquero Los Amigos, también de Holguín («¡Ay, Dios! Allí estuve hasta cumplí los 19», nos dirá también).

(Por cierto, en la institución cuáquera, a mi hermano Raúl lo ingresarían nuestros padres, pero yo me opondría a entrar en esa escuela privada por la rigurosa disciplina que nunca acepté; pero sí estudiaría —como Kika, también con malas notas en Física, Química y, sobre todo, Matemáticas, pero con la más alta en idioma Francés— en el Instituto de Segunda Enseñanza durante 1963 y 1964.)

En broma y en serio, la narradora nos cuenta pasajes de su vida en Cuba y narra una de las más jocosas anécdotas de su libro: tras una reprimenda del agrio profesor Cué:

Aliviada con la absolución, salí caminando para mi casa, cuando noté que el elástico que me sujetaba el blúmer a la cintura, se había aflojado. Sentía como el pantaloncito iba cuesta abajo, resbalando por mis muslos. Caminé con las piernas bien juntitas para que no terminara enredado en los tobillos. Al llegar a mi casa, ya la prenda andaba por las rodillas. Se lo dije a mamá. Me respondió: «Ya estás bastante mayorcita, arréglalos». Los tiré al cesto de la ropa sucia y, naturalmente, olvidé el asunto. Hasta que al cabo de algún tiempo regresaron limpios a mi gaveta. Los cogí del montón sin acordarme del problema anterior, me los puse otra vez.

Pero las cómicas situaciones del blúmer sin elástico, regresarían en otras dos ocasiones, ofreciendo más humor al ya divertido relato. La primera de estas, ocurrió en una clase con el amargo «profe»:

Salí apresuradamente, y al pasar el camión con Chanito arriba, le dije adiós con la mano. Sin darme cuenta, solté el elástico que tenía aguantado con los dedos, el blúmer cayó en la calle enredado en mis pies. El camión dejó un rastro de polvo y humo que imaginé había ocultado mi figura en el momento en que recogía del suelo la prenda rebelde. Debía haberla dejado allí, pero en los pueblos pequeños todo se sabe…».

La segunda y última ocasión sucede en el no menos hilarante final, cuando confiesa que su enamorado Chanito le dijo que se marchaba a los Estados Unidos a buscar fortuna, y le sugirió que se fuera con él. Pero ella lo dejó marchar y nunca más lo vio. Se hizo novia de Enrique, que era poeta y pintor. Y, finalmente, da un cierre estupendo a su cuento:

Seguí para la Universidad de La Habana. Además, aprendí a usar lienzos sin rayitas, colores de aceite, cambié los lápices por los pinceles. Terminé haciendo esculturas de barro en San Alejandro y escribiendo versos de amor infames. Ni yo misma los entendía.

Ahora sé que nunca ha concluido el dulce período de mi niñez porque de ella aun me nutro. La infancia contiene el primer indicio del artista creador, quien, ya adulto, sigue produciendo esas obras únicas y personales, nacidas de la inagotable cantera de su imaginación.

Yo sigo siendo igual, aunque nunca más he vuelto a usar blúmers.

Pero hay más, en el variado volumen de Ana Kika, resaltan además otros textos, por sus peripecias y posibilidades: «Microrrelato teatral» es, por su minimalismo y factura, un acertado «minimonólogo». «Tontas mariposas» es una brevísima y lirica minihistoria que no me resisto a dejar de transcribir:

Los pasajeros aéreos dormitan en sus asientos mientras el avión avanza por las lagunas del aire, enfriando los motores en aguacero de nubes.

Las mariposas no saben que el avión es de metal. Ellas creen que están hechos con la escarcha de la luna, que son hijos de planetas, que son peces perdidos en las mareas del viento.

Y concluyo mi valoración del volumen de Ana Kika López, con el análisis del formidable cuento «Música. Escuchando la Sinfonía No. 9, From the New World, de Antonin Dvořák», donde alcanza la mayor tesitura de su creación literaria, al ofrecer una genuina muestra de sensibilidad musical, mientras describe e intuye con asombrosa imago —parafraseando a Lezama Lima— la más conocida pieza orquestal del importante músico praguense —nacido en 1841 y fallecido en 1904—: compositor e instrumentista de violín, piano y órgano, principal representante del nacionalismo checo en la música del siglo XIX, quien alcanzara su mayor rango con su asimismo denominada Sinfonía del Nuevo Mundo, creada en Estados Unidos cuando, invitado a dirigir el Conservatorio de Nueva York, aquí permanecería entre 1892 y 1895, cuando concibiera cuatro de sus más importantes creaciones: el Quinteto para cuerdas en mi bemol mayor, el Cuarteto americano y el Concierto para violonchelo y orquesta, pero la de mayor originalidad sería la Sinfonía del Nuevo Mundo, en la que —influido por los Spirituals de los negros norteamericanos, la música popular estadounidense y los ritmos de los aborígenes norteamericanos— lograra su mayor creación.

El relato resulta, sin duda, una visión y versión muy personales y, por ello, auténticas de la honda y sensible audición de la célebre pieza, mediante la que capta la esencia contenidística de la obra, tal corrobora con su descripción, cuya poética de alta valía, gracias a su lograda narración, me recuerda un notable ejemplo en el cine: el segundo filme de animación de Disney: Fantasía (1939), en el que se interpretan siete piezas musicales, interpretadas la mayoría por la orquesta de Filadelfia, bajo la batuta del legendario Leopold Stokowski, cuya calidad, según los especialistas, impuso «una obra de arte de un género nuevo, un puente entre las artes y una forma de presentar el arte, en suma, un nuevo medio de comunicación».

Pero leamos el formidable inicio:

Me siento en el reclinable y cierro los ojos. La música comienza dócil, lenta, formal. Suenan los oboes, los violines acunan una melodía que pronto sube el tono, y con marcada intensidad, la orquesta truena todos los instrumentos al unísono, pero cada cual en su nota exacta, en majestuosa armonía.

Luego se diluye en blancura líquida que se escurre en hilillos de clarinete, aunque debajo se cuece el tema primario que avanza poco a poco para agigantarse en pleno éxtasis. Bandadas de aves tropiezan con la noche en azul. Las cuerdas aplacan este primer estallido que se vuelve sumiso. Para luego levantarse como caballo salvaje que pasa al galope hasta perderse detrás de un torbellino de chelos y flautas. Nuevamente se agita la orquesta. Me estremezco. La piel me responde erizada. Todo está lleno de bisontes en carrera. Tras ellos, en cabalgaduras pintadas, los apaches les arrojan flechas y lanzas.

El final es impecable:

La música cesa.

Abro los ojos.

Aterrizo suavemente en la butaca con la cara empapada en lágrimas, la piel todavía estremecida. He vuelto igual y diferente, cubierta de magia que poco a poco se desvanece al zafarme el cordón de mi zapato tenis.

En fin, tras el análisis del valioso volumen de relatos El ojo de la imaginación. Cuentos inesperados, concluyo afirmando que Ana Kika López, por aquí mostrar el rigor y la calidad necesarios y solo posibles con las hondas lecturas y el continuo laboreo, premisas de la genuina literatura, se integra por derecho propio a la mejor narrativa cubana del exilio.

Waldo González López

 

 

 

 

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About the Author

Waldo González López (Cuba, 1946). Poeta, ensayista, crítico literario y teatral, antólogo y periodista cultural. Graduado de Teatro en la Escuela Nacional de Arte, donde creó el Archivo de Dramaturgia e impartió clases de Historia de la Literatura para Niños y Jóvenes, en la Cátedra de Teatro para Niños (cofundada por él) y de Historia del Teatro Universal y Cubano. Cursó estudios de Francés en el Instituto «Máximo Gorki» (1964-1966), Licenciado en Literatura Hispanoamericana (Universidad de La Habana, 1979), integró el Centro Cubano de la Asociación Internacional de Teatristas de la Infancia (ASSITEJ, de la UNESCO), las Asociaciones de Teatro y Literatura de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) en sus Secciones de Crítica Teatral, Poesía, Traducción Literaria y Literatura para Niños y Jóvenes. Fue Asesor del Teatro Nacional de Cuba y de los dos Centros Iberoamericanos de la Décima (La Habana y Las Tunas). Sus versos han sido traducidos a varias lenguas y publicados en Francia, Estados Unidos, México, Colombia y Argentina. Ha traducido del francés a los poetas Jacques Prévert, Marie de France, Molière, Joachim du Bellay y realizó versiones para la antología Poesía polaca. Su labor como poeta, crítico teatral y literario, antólogo y ensayista ha sido reconocida entre otros, por las pedagogas y antólogas puertorriqueñas Flor Piñeiro e Isabel Freire de Matos en su volumen Literatura Infantil Caribeña; el profesor y ensayista jamaicano Keith Ellis, en su estudio Cuba’s Nicolás Guillén: Poetry and Ideology, y el antólogo y ensayista español Antonio Merino en el prólogo de su antología Nueva poesía cubana. Ensayos suyos fueron incluidos en las antologías Nuevos críticos cubanos, Acerca de Manuel Cofiño y Valoración múltiple: Onelio Jorge Cardoso. Prestigiosos ensayistas y críticos cubanos y de otros países se ocuparon de sus múltiples libros. Fue jurado consuetudinario en eventos literarios, teatrales y de periodismo cultural, y participó en Congresos de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), foros y otros encuentros con especialistas de Cuba y otros países. Entre sus más de 25 libros resaltan los poemarios: Que arde al centro de la vida (1976), Salvaje nostalgia (1991), Casablanca (Colombia, 1994), Las palabras prohibidas, Estos malditos versos, Ferocidad del destino, El sepia de la nostalgia y Umbral de la nostalgia (libro de arte, con sus poemas ilustrados por la artista plástica Julia Valdés); los cuadernos para niños: Poemas y canciones, Donde cantan los niños, Jinetes del viento, Libro de Darío Damián y Voces de la querencia; las antologías poéticas (con selección y prologo suyos): Preciosa y el aire (textos de García Lorca, 1976), Los versos de tu amigo (textos de García Lorca para jóvenes, 1978), Que soy marinero yo (textos de Antonio Machado, 1984, Premio de la Crítica de libros para la infancia, 1985), Cazador de colores (poemas del cubano Emilio Ballagas; 1986), y para adultos: Paris at night (poemas de Jaques Prévert, traduc. y pról. suyos, 1993), Hasta que Dios queme el tiempo (poemas de William Butler Yeats, 1993), Añorado encuentro. Poemas cubanos sobre boleros y canciones (2001), Viajera intacta del sueño. Antología de la décima cubana (2001), Este amor en que me abraso (décimas de José Martí; 2003), De tu reino la ventura. Décimas a las madres (2003) y Que caí bajo la noche. Panorama de la décima erótica cubana (2004). Asimismo, es autor del volumen de ensayos Escribir para niños y jóvenes (1983) y de la antología La lectura, ese esplendor (ensayos de figuras internacionales sobre lectura y literatura (Campaña Nacional por la Lectura, Quito, Ecuador, 2009), Navegas, Isla de Oro. Panorama de la décima para niños (en colaboración con Mayra Hernández; 2009), Esta cárcel de aire puro. Panorama de la décima cubana en el siglo XX (en colaboración con Mayra Hernández, en 2 tomos: 2009 y 2010). Como de los libros de crítica literaria: La décima dice más (2005) y La décima, ¿sí o no? (2006), ambos con reediciones; y las antologías La soledad del actor de fondo. Monólogos cubanos (1989) y Cinco obras en un acto (2001), así como el de crónicas Niebla de la memoria. En Cuba mereció las siguientes distinciones: Diploma al Resultado Científico por Colaborar con la nueva Historia de la Literatura Cubana, en tres volúmenes, otorgado por el Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente; el Laúd y la Medalla del Cucalambé (Las Tunas); Diploma por la Labor Realizada en Apoyo a la Décima (Universidad “Camilo Cienfuegos”, de Matanzas); Reconocimiento como Escritor y Crítico Literario (Presidencia del Instituto Cubano del Libro) y Distinción por la Cultura Nacional. EN MIAMI Desde su arribo a Miami (julio de 2011), ha sido jurado en los Concursos Internacionales: de Poesía (2012) y «La vigencia de Tula» en homenaje al 200 Aniversario del natalicio de Gertrudis Gómez de Avellaneda, ambos de la Editorial Voces de Hoy), el Internacional de Poesía «Facundo Cabral» (2013, del Gremio de los Artistas Latinoamericanos, GALA). Asimismo, ha fungido como jurado de los eventos escénicos: 1er. Festival Internacional de Obras de Pequeño Formato (Compañía teatral ArtSpoken, 2011), 1er. Primer Festival Internacional de la Comedia (Compañía Havanafama, 2013) y de Teatro de los Miami Life Awards. Participó como ponente en el «Congreso Internacional de Dramaturgia y Artes Escénicas. Teoría y Práctica del Teatro Cubano del Exilio Celebrando a Virgilio Piñera, en su Centenario» (Universidad de Miami, 2012). Mereció el 3er. Premio de Poesía en el Concurso Internacional «Lincoln-Martí» (2011). Integró los Consejos Asesores del Festival Internacional de Monólogo “A una voz” y del Gremio de los Artistas Latinoamericanos (GALA).

One Comment on "El ojo imaginero de Ana Kika López"

  1. Kika 31/10/2015 at 7:49 am · Responder

    Le doy las gracias al poeta y critico de arte, Waldo Gonzalez, por este fenomenal articulo sobre mi libro El Ojo de la Imaginacion. No solo hace un profundo y sagaz enfoque de mi narrativa, sino que tambien la sazona con abundantes referencias literarias que me dejan asombrada por su enorme conocimiento. Probablemente yo haya leido algunos de esos libros, pero mi flaca memoria carece de los gigabays necesarios para guardar tanta informacion. Waldo, no. A su aguda inteligencia y sensibilidad lo acompañan esa maravillosa memoria y know how que solo los privilegiados poseen. Yo solo escribo, y a veces ni estoy segura de ser yo sola, pues me parece escuchar en mi cabeza las frases necesarias para relatar. Quizas un jigüe me este soplando en el oido…
    GRACIAS, AMIGO. Tenias que ser de Chaparra!

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