Literatura. Crónica.
Por Modesta Riesco.
“El simulacro”, relato de Borges, me recordó mis años de docencia en el sur de Córdoba.
Corría julio de 1952. La tía de una amiga, senadora provincial, había gestionado mi designación y yo me estrenaba como maestra rural. Una semana después, la muerte de Evita desencadenó una serie de homenajes, a veces bastante estrafalarios.
El pueblito, una docena de casas a lo largo de la vía del tren, no podía dejar de hacer los suyos. El párroco de La Carlota, el más cercano, estaba muy atareado con los funerales que se hacían en lugares más importantes y aconsejó hacer un “novenario”: nueve días de rezos vespertinos por la difunta. No se necesitaba un sacerdote, cualquiera podía dirigirlo. Y allí estuve yo. ¿Quién mejor que “la maestra” para hacerse cargo?
En la Unidad Básica prepararon un altar. Pusieron un retrato de Evita entre paños negros, hubo profusión de velas y las pocas flores que sobrevivían a las heladas en los jardines del poblado.
El primer día asistieron unas cuantas mujeres, entre ellas la señora senadora. Demás está decir que los hombres brillaron por su ausencia: ésas eran cosas de “beatas”.
El resto de los días sólo me acompañó la dueña de la casa donde me alojaba, madre de una de mis alumnas y una de
las pocas “contreras” del pueblito.
Así se vivía en aquellos lejanos tiempos.