Así se titula el ensayo (placer aparte, que ha sido el mío) de Irene Vallejo y publicado por Siruela. Un documentado paseo por la escritura y sus soportes, desde la más remota antigüedad, que pocos podrán dejar de seguir tras los primeros pasos en compañía de una autora que combina su descomunal bagaje intelectual con una habilidad semejante a la de aquellas narradoras orales de antaño —a las que también alude— junto a la chimenea del hogar.
La antigua biblioteca de Alejandría alimentada por Ptolomeo, compañero de armas de Alejandro Magno e iniciador de una dinastía que terminaría con Cleopatra y su suicidio, es el eje desde el que la narración se expande: por atrás hasta la escritura cuneiforme sobre arcilla y, en el curso de posteriores milenios, ha culminado en la producción de un libro cada treinta segundos que en nuestros días hace posible una imprenta que vio la luz, de la mano de Gutenberg, en 1440. Entre ambos extremos, papiros y pergaminos enrollados y presa frecuente de humedades, mosquitos y carcoma, códices sujetos por una anilla y así hasta los libros que conocemos; en palabras de Walter Benjamin (Irene Vallejo no hace mención a ello), comparables estos últimos a las rameras porque también gustan de lucir el lomo y pueden llevarse a la cama.
Ver el mundo es deletrearlo, y solo a través de las letras es posible escuchar a los muertos y disfrutar de sus logros. Es precisamente lo que constatamos, una vez más, merced a la amenidad con que Vallejo trufa esos cientos de páginas que consiguen, embebidos en su lectura, detenernos las horas. Por ella sabremos de esclavos copistas al servicio de los adinerados en la Roma imperial, de un sexo femenino tradicionalmente apartado de la cultura —aunque fuesen mujeres las que difundiesen muchas veces lo aprendido a través de tintas y cálamos— o de la escritura como recurso individual y, colectivamente, espejo de mundos.
Hoy, la nueva Biblioteca de Alejandría sustituyendo a la desaparecida e inaugurada en 2002, más de 4500 bibliotecas públicas en nuestro país y el libro digital compitiendo con el papel; un accidentado y espectacular trayecto el de la palabra escrita, leída en voz alta y más tarde recreada en silencio, que esta zaragozana de apenas cuarenta años ha revivido junto a una útil documentación bibliográfica ordenada al final de la obra. A poco que puedan, sumérjanse en ese infinito del junco. Tengo la absoluta certeza de que no se arrepentirán.