Literatura. Relato.
Por Modesta Riesco.
Eduviges obtuvo su título de maestra, fue designada en su pueblo natal y se encargó de la educación de varias generaciones. Pasaron los años, se jubiló. El retiro no disminuyó su amor por la docencia y convirtió su casa en refugio de rezagados. Sus métodos pasaron de moda pero eran efectivos y los vecinos se lo agradecían.
En sus horas libres investigaba la historia de Fortín Viejo y la actuación de su abuelo en la lucha contra el ranquel. Con el mismo afán, empezó a coleccionar armas antiguas y las comadres opinaron “chifladura de solterona”.
Con ella vivía su sobrina María Eufrasia, huérfana desde muy pequeña. Era el espejo que reflejaba a su tía. Fue maestra, heredó su amor por la historia del antepasado y se ocupó del mantenimiento de las armas. Algo las distinguía: a María Eufrasia no le gustaban los higos de tuna.
Últimas descendientes del famoso abuelo, habían hecho de la casona familiar un pequeño museo y de la huerta —antes un vergel— un gallinero rodeado por un cerco de tunas. Invulnerable, excepto el fondo que daba a una baja calle secundaria. Las lluvias formaban una laguna que con el tiempo socavó la barranca donde crecía el tunal. Eduviges llevó su inquietud al municipio y reforzaron la barranca. Los chicos, que durante las siestas cazaban pajaritos y de paso robaban frutas, se contentaban con mirar de lejos los atrayentes higos.
En febrero de 1950, un chiquilín logró deslizarse por la socavada barranca y entró. El perro ladró pero el ladronzuelo, alertado, huyó rápidamente. La anciana no dormía la siesta y alcanzó a verlo. Se paralizó. Creyó que se moría. ¡El ladrón era uno de sus “rezagados”!
Estaba tan indignada que la realidad y los relatos del abuelo se confundieron. ¡Sus alumnos, ladrones! ¡Los salvajes invadían su gallinero! Los ranqueles que volvían al ataque. ¡Tenía que defender su casa y sus bienes! Se dirigió a la vitrina de las armas, la abrió y retiró una antigua carabina, buscó el frasco con pólvora que solía usar María Eufrasia. Fue a la cocina y se llevó el frasco de la sal gruesa. ¡Manos a la obra! ¡Ella les enseñaría!
La excitación de la anciana alarmó a la sobrina. Le preguntó qué le pasaba pero guardó silencio. Al día siguiente, durante la siesta, los ladronzuelos —esta vez eran cuatro— entraron. Confiados le dieron un hueso al perro y fueron hacia el cerco y comenzaron a cortar higos. Una detonación los interrumpió. Desconcertados, vieron a Eduviges entre los árboles del jardín empuñando una vieja arma. Un segundo disparo los acorraló contra el tunal. En tropel buscaron la estrecha salida. Los últimos fueron un blanco perfecto.
¿Con qué les había disparado? No era munición. Las heridas eran más pequeñas que la picadura de un mosquito, pero el ardor era insoportable. En busca de alivio se metieron en la laguna.
No hubo un nuevo intento, pero Eduviges no resistió la emoción. Empezó a delirar. Hablaba de los ranqueles, del malón y de la defensa de su propiedad. El médico no pudo salvarla. Murió dos días después y, de acuerdo con la costumbre, la velaron en su casa.
Los chicos pensaron que podrían entrar libremente. María Eufrasia no defendería el tunal porque no le gustaban los higos. Se colaron entre las personas que iban a rendir homenaje a la gran maestra. La observaron unos minutos. Estaba muy pálida, inmóvil. ¡Sí, estaba muerta!
Llegó la hora de la siesta. Mientras algunos vecinos velaban en la sala esperando la hora de llevarla al cementerio, los chicos entraron y comenzaron a cortar higos. Un disparo los interrumpió. Miraron hacia el jardín y, aunque parecía imposible, vieron a Eduviges entre los árboles. Empuñaba la carabina y disparaba. Los que estaban en la sala salieron y vieron a los chicos escapando por el fondo del gallinero.
Fue tal el susto que olvidaron toda precaución y contaron lo que había sucedido. Nadie les creyó. Tampoco averiguaron quién había disparado.
Sin embargo, en Fortín Viejo, esa tarde nació una leyenda: Eduviges vigilaba su tunal y castigaba a los ladrones. Y algunos aseguran que de vez en cuando escuchan disparos que interrumpen la calma de las siestas y que al atardecer, después que el sol se oculta, la maestra va a recoger sus sabrosos higos.
[23 de agosto de 2018]
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