Literatura. Relatos.
Edurne Sosa El Fakih.
Testimonio de la víctima
Debo denunciar los acontecimientos, ya lejanos, de una niñez enteramente atiborrada de alegrías, besos, juegos, postres y cumpleaños. Debo revelar ante las autoridades, el crimen de las mañanas calentita entre las mantas, protegida, quieta, plena, dormida en los brazos de papá; debo delatar la luz del sol por la ventana, las manos de mamá, la risa de mi hermano, el olor a café dulce. No debe quedar sin justicia el sonido de los pájaros en el balcón, o los viajes a la playa, las cenas en familia y las noches de cine. Las secuelas de una infancia feliz son definitivas y amenazadoras, los rastros de las caricias de mis padres dejan cicatrices incurables, zanjas abiertas como llagas donde solo entra la mugre. Quisiera poner una declaración, una queja oficial, una carta de devolución a mis años de chiquilla osada y alegre; debo ser recompensada por las noches sin mantas, ni juegos, ni postres, ni viajes a la playa ni cumpleaños feliz. El monto para remunerar debe devolver el cien por ciento de las caricias de mamá, más el veinte por ciento de los cuentos de papá, con una garantía que dure mil siglos y mil siglos más.
En un pueblo del sur
En un pueblo del sur, con una sola calle y dos capillas, donde la gente iba a caballo y cargaba dos machetes encintados a la cadera, vivía un hombre con barba blanca en una casa sin luz ni agua. Ese martes de enero cuando las dos capillas daban las doce, la casa del viejo se pintó de pólvora y sangre.
Café de las seis
La casa de Rosa Coneja había sido azul, amarilla, blanca y roja en los últimos diez años; ella la pintaba antes de que algún hijo se fuera de casa, para que si se perdían en el pueblo pudieran reconocerla desde la carretera. Rosa Coneja había tenido nueve hijos y doce nietos, pero el martes en que Don Carruca se sentó a tomar café con ella en el solar a las seis de la tarde, la casa estaba completamente vacía. Don Carruca vivía en el páramo de la montaña, y bajaba una vez al mes a comprar aguardiente y tomar café con Rosa Coneja; en sus arrugas se veían las noches de lluvia en que caminaba por el páramo buscando poemas, canciones o recuerdos.
Ese martes por la mañana Rosa Coneja había despedido a su última hija, le metió dos vestidos y un par de zapatos en un costal y le echó la bendición para que San Isidro la llevara con bien hasta la capital. Amparo tenía veintidós años y quería ser maestra; lo que no supo es que, al salir de la casa de su mamá con el costal en la espalda, la casa se quedaría roja hasta que se la comiera la polilla.
Don Carruca despertó de una siesta perezosa en la hamaca. Su casa en el páramo no tenía ni luz ni agua, pero tenía las paredes frisadas con botellas de vino extranjero, que hacían al sol del mediodía bailar milongas de colores en el piso. Si el viento del páramo no soplara canciones, Don Carruca hubiera escuchado las dos capillas del pueblo dar las doce. Era un pueblo con una sola calle y media plaza, pero tenía tres cementerios y tres panaderías. El viejo se aparecía como un fantasma en la bodega de Chucho de vez en cuando, caminaba la plaza y visitaba la fosa que se tenía reservada antes de sentarse en el patio de Rosa Coneja a ver pasar el polvo.
Rosa Coneja hizo café para nueve personas porque siempre se aparecía algún vecino o hijo extraviado para tomar café con ella en el patio. Don Carruca entró cansado y se quitó el sombrero en la puerta; entró en la casita roja sin pedir permiso, pasó por la cocina y giró a la izquierda hasta el patio. El viejo se sentó en una sillita de mimbre y se puso el sombrero en la rodilla mientras Rosa Coneja cortaba dos trozos de pan dulce para mojarlos con el café. Se encontraron los dos amigos sentados, desgastándose al sol y a punta de café con pan dulce. Rosa Coneja esperó a que los vecinos o algún hijo los acompañara en el café, pero en esa casa solo quedaban recuerdos y polvo. Cuando ella se dio cuenta de que aún quedaban siete tazas vacías, se supo tan muerta como él.
Culpables
Era un lunes, antes del alba, en Caracas. Los tenientes, sargentos y soldados se dividieron en equipos de cinco y buscaron a las culpables por la ciudad. El coronel Rojas solo había tomado café esa mañana, la hambruna era común. Entraron sin tocar la puerta en la casa de Doña Bárbara, levantaron a Juan y José a gritos. «¡¿Dónde están?! ¡¿Dónde las esconde!?» demandaba el coronel Rojas, mientras sus tenientes y soldados buscaban a las culpables debajo de las camas de los muchachos y entre las ollas de la Doña. Ella lloraba y suplicaba de rodillas. Doña Barbara clamó que sus hijos no guardaban a las culpables, las tenían prohibidas desde hace años. El coronel Rojas y sus subordinados desbarataron la casa con techo de zinc, y desbarataron otras diez antes de que saliera el sol ese lunes en Caracas. Era una misión nacional; en todos los estados de la República Bolivariana, los tenientes, sargentos y soldados estaban buscando a las culpables. Fue el más joven de los cinco subordinados del coronel Rojas el que descubrió a la primera culpable escondida en el morral de una niña asustada. Agarraron a la culpable y la esposaron mientras vaciaban el morral de la niña en busca de más. La niña de ojitos color caramelo fue a la escuela sin libros. Encontraron a otra culpable en las gradas de una cancha de baloncesto a eso de las ocho y media de la mañana, cuando llevaban todas las casas de esa calle blasfemadas y redadas sin pedir permiso. La tercera se apareció entre los versos de un poema, la siguiente estaba enferma en una camilla de hospital y la quinta estaba comiendo de la basura. El coronel Rojas estaba orgulloso de sus muchachos, habían encontrado a la sexta culpable estrellada contra un muro y maltrecha, alguien quería deshacerse de ella antes de que los pillaran a los dos y los castigaran juntos por pecadores. La séptima culpable se escondía entre la tos de una vieja que dormía en la acera, con la mano en el pecho; y la octava culpable que encontró el sequito del coronel estaba en las muelas de un perro rabioso. El coronel mismo fue quien encontró a la novena al fondo de una taza de café, mientras que la última culpable fue descubierta en las hojas secas de los árboles, meciéndose silenciosa con el viento.
Cuando en la República Bolivariana confiscaron a todas las esperanzas, las inmovilizaron y las arrestaron. Los tenientes, sargentos y soldados, fueron premiados con títulos y certificados, como si sus familias pudieran comer papel. Las culpables esperanzas caminaban descalzas, una detrás de la otra, con las manos esposadas detrás de la espalda y la cabeza agachada. Llevaban años escondidas entre las flores y la luna, ocultándose detrás de alguna guitarra y debajo de la pata de alguna mesa; pero el coronel Rojas y sus camaradas eran muy obedientes. Ellos habían encontrado a todas las esperanzas de Caracas, viejas y arrugadas, y las llevaban en una hilera al paredón. Las pusieron en fila, con la frente contra la pared de cemento. Estaban la educación, la juventud, la literatura, la ciencia, la economía, la cultura, la risa, la bondad, la abundancia y la música, todas con la cara arrugada y los ojos cansados, esperando resignadas morir. El coronel Rojas no les dio ni el honor de decir unas últimas palabras, sino que les robó el derecho y se permitió él mismo decirlas en su nombre. “Patria, socialismo o muerte”, y mientras los subordinados del coronel Rojas descargaban balas en las nucas de las esperanzas, un lunes por la tarde, éstas, con el último aliento que les quedaba, gritaron “¡muerte!” ahogándose con la sangre en la garganta.
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One Comment on "“Culpables” y otros tres breves relatos de Edurne Sosa El Fakih"
Maravilloso mi niña, mucho éxito en todo lo que te propongas, heredaste cosas buenas, cosas con alma!!!