Con el corazón en la mano

Written by on 23/08/2017 in Comentario critico, Literatura - No comments
Literatura. Comentario crítico.
Por  Félix J. Fojo…    

Autor Janice Waltzer. Wikimedia Commons.

Hablemos de dioses.

Quetzalcóatl, nombrado también la Serpiente Emplumada, era el dios azteca (antes lo fue de los olmecas, toltecas, mayas y otras culturas mesoamericanas) de la luz, del viento, del oeste, de la fecundidad, de la estrella de la mañana y de lo justo (justicia ideal), entre otras muchas cosas y conceptos.

El hermano de Quetzalcóatl, Tezcatlipoca, también importante deidad en todas esas otras culturas prehispánicas que ya mencionamos, era la divinidad de la noche, de la tierra, del este, de la muerte, del engaño y de la justicia en el sentido de castigo, también entre otras muchas cosas y conceptos.

Los padres de ambos dioses, una pareja muy poderosa, suprema, si tenemos en cuenta la alcurnia de sus dos vástagos, no estaban muy bien definidos por la complicada narrativa autóctona. Para algunos los progenitores de los dos hermanos eran la virgen Chimalman y el dios Onteol, que dicen preñó a la virgen durante un sueño profundo de ella, probablemente inducido con malas artes. Para otros, Chimalman no tuvo nunca un marido ─un agente fecundador, inseminador, se entiende─ sino que solo se tragó, así era ella, una esmeralda muy pura de la que nacieron Quetzalcóatl y Tezcatlipoca, y los hay que creían (una versión disidente que dejaba fuera a la pobre Chimalman) que los dos hermanos formaban parte de los 400 hijos ─constituían, entre todos, la Vía Láctea que veían brillar lejana en las oscuras noches del azteca común─ del gran dios Coatlicue.

¿Un poco confuso todo, no?

Sí, pero lo que nos interesa ahora es que a ambos hermanos, que podían a veces ser muy traviesos y arrogantes, se les ocurrió un día introducirse, tomando la forma de dos sibilinas serpientes, en el cuerpo de la Deidad Tierra, Tlaltéotl, y una vez dentro de él (o ella, que los sexos no siempre estaban bien definidos), lo cortaron justo por la mitad, por la cintura, sacrificándolo de una manera harto caprichosa, o quizás no, es posible que lo hicieran buscándole un acomodo a los hombres que estaban por venir, que de ambas formas puede explicarse el hecho.

De su sacrificio, de esa partición cruenta del dios Tlaltéotl en dos mitades, nació la Tierra, la parte de abajo, y nació el Cielo, la parte de arriba. Pero como Tlatéotl era un dios con ciertos poderes ─y a nadie, por muy dios que sea, le gusta que lo partan por la mitad, y mucho menos sin aviso y con alevosía─ y estaba dispuesto a usarlos para recuperar su antigua forma, los dos ingeniosos hermanitos llenaron la tierra, la parte de abajo, con estacas puntiagudas para que nunca más pudiera volver a unirse con el cielo.

Pérfidos, pero lógicos, que eran.

Y esa acción tuvo consecuencias, y muy serias.

La tierra, la parte de abajo, se pasaba todo el tiempo lamentándose y llorando por su mitad perdida, lo que hizo que el Ser Supremo (como es obvio, existían en el panteón azteca, y mesoamericano en general, varios seres supremos diferentes), Ometeótl, cansado de sus quejas y su llanto, le concediera el don de que los volcanes, las plantas, las flores, los animales y los hombres crecieran sobre ella.

Pero para que todo en la tierra, la parte de abajo, floreciera y diera buenos frutos, ordenó que se le alimentara con sangre humana de corazones palpitantes, tibios y frescos, preferiblemente jóvenes. Esa macabra orden ─pudo haber usado agua, por ejemplo─ equivalía a sentenciar, ni más ni menos, que mientras hubiera sangre fresca mojando la tierra, habría vida en ella.

Buenas noticias, por un lado, para los seres humanos, que tendrían al fin donde vivir, pero malas, muy malas noticias para los humanos que estaban por venir y terminarían, con el pecho abierto, en la dura piedra de los sacrificios.

Como sabemos, todo lo anterior, lo de los dioses y sus a veces aberrantes decisiones y disputas, no es más que un mito, uno de tantos (y casi todos los mitos de alguna forma se parecen), para explicar los sacrificios rituales que han sido practicados, con variantes, por todas, repetimos, todas las civilizaciones y culturas humanas.

La misma palabra sacrificio no es azteca, ni olmeca, sino de raíz latina y quiere decir “hacer, o convertir algo en sagrado”.

La gran pregunta que nos hacemos es:

¿Qué impulsa a los hombres, desde siempre, a matar ritualmente a otros hombres, a sacrificarlos a los dioses tutelares o guerreros, y la palabra “dioses” es extraordinariamente amplia en su significado y en sus connotaciones para el ser humano?

Quizás la respuesta pudiera ser:

El sacrificio humano por parte de los propios humanos no es más que una negociación que establece el que ofrece el sacrificio ─el shamán, el sacerdote, el gobernante, el juez, el verdugo, el ciudadano común y corriente─ con los dioses, para obtener, o intentar obtener, un objetivo cualquiera, y al efecto emplea, como moneda de pago, el cuerpo, y la vida, claro, del sacrificado, sea este otro ser humano, o un animal, o un alimento, o incluso un objeto cercano y preciado.

Así de simple, y así de arraigado en la conciencia ─o las conexiones neuronales profundas─ de la humanidad. Al autor, que se reúne a veces con amigos, casi todos profesionales universitarios, le resulta común el que alguien ─puede ser él mismo─ al destapar una botella de un buen whisky se derrame un poco en el suelo, para los ausentes, para los santos, para quien sea.

Qué es esto sino un incruento, poco costoso ─Si es etiqueta Azul la cosa cambia─ y “civilizado” sacrificio a lo desconocido, una suerte de simpática negociación con el más allá.

Y esa negociación, volvemos ahora a los sacrificios de sangre, se produce por la incapacidad del hombre para resolver, de una forma incruenta, los problemas (la incertidumbre ante el porvenir, la enfermedad, la codicia, las calamidades atmosféricas, el más allá, la guerra, la paz social, las relaciones humanas y tantas otras) que lo agobian, problemas que pueden ir cambiando con el tiempo, pero que existen y siempre existirán.

Y como siempre ha habido problemas que atañen al ser humano, siempre ha habido sacrificios, directos y explícitos o velados, escondidos, disfrazados, siempre, desde la prehistoria.

Los ejemplos sobran.

Desconocemos los rituales sacrificiales de los neandertales y los cromañones, pero es muy probable (y existen pruebas científicas, paleontológicas, al respecto que no son del caso discutir aquí) que existieran.

This lyre was found in the tomb of queen Pu-Abi. Author: Osama Shukir Muhammed Amin. Wikimedia Commons.

En las viejas tumbas mesopotámicas, en Ur, se encuentran las evidencias de los séquitos reales completos, sacrificados a la muerte del gobernante y enterrados con él. En las tumbas del denominado período tinita egipcio se han encontrado, en pozos secos, decenas de restos de personas jóvenes sacrificadas para acompañar en el complicado viaje al más allá al faraón fallecido.

Y otro buen ejemplo es el Viejo Testamento bíblico: El propio Dios insta a Abraham a que sacrifique en su honor a su querido hijo Isaac (Génesis 22-1-19), y lo espantoso es que Abraham, sin dudarlo, iba a llevar a cabo el asesinato, perdón, el sacrificio ritual. Y el hecho de que Dios, satisfecho ya por la evidencia de la inquebrantable decisión y obediencia del padre de Isaac, impida —en el último minuto— el acto, no significa que en otros casos, y debían ocurrir frecuentemente, no se derramara la sangre exigida.

Un Dios implacable, sin dudas.

Pero el Corán nos trae un pequeño cambio: el hijo de Abraham no se llama Isaac esta vez, sino Ismael, y todo el resto de la historia queda igual.

¿Y los griegos?

Ah, los griegos:

Aquiles arrastra el cadáver de Héctor frente a los muros de Troya. Es un fresco del palacio de Aquileón en Corfú, Grecia. Autor: Franz von Matsch (1861–1942). Wikimedia Commos.

El rey Agamenón no vacila en sacrificar ─también supuestamente salvada a última hora por una diosa─ a su hija Ifigenia para hacer que los vientos soplen y poder llevar sus barcas y sus soldados a la guerra de Troya, contienda donde los sacrificios humanos y animales serían cosa de todos los días. Recordemos sino la brutal venganza de Aquiles, el de los pies ligeros, ante la muerte de su amado (¿amigo, amante?) Patroclo, y los efebos sacrificados, degollados por el mismo Aquiles, en la pira funeraria de este último.

Viajemos al Asia. En el Japón antiguo eran menos sangrientos; enterraban vivos a los sacrificados, debajo de los puentes y las construcciones más sólidas, para que los dioses fueran propicios a los señores de la guerra. En la India el satti (o sutti), la incineración ritual ─pero las quemaban de verdad─ de las esposas junto a su marido muerto se ha practicado, de hecho, casi hasta nuestros días.

Pero acerquémonos un poco a nuestra era.

El circo romano,  ¿qué era sino un gigantesco altar de sacrificios humanos y animales? Y la misa católica (muy posterior en el tiempo) la recreación del sacrificio real de un hombre, Jesús de Galilea, crucificado supuestamente para redimirnos, a petición de su propio padre, lavando con su sangre nuestros pecados.

Tribunal de la Inquisición or Auto de fe de la Inquisición. Autor: [mostrar]Francisco de Goya (1746–1828). Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (Madrid). Wikimedia Commons.

Y andando el tiempo en las hogueras de la Inquisición ─los protestantes también quemaban gente, que quede claro eso─ arderían personas para purificar la tierra de herejes y apóstatas, condenas que, si vamos a ver, resultaban menos cruentas, en cifras totales de cadáveres, se entiende, que, por ejemplo, la destrucción total, hasta los cimientos, de Sodoma y Gomorra a manos del mismo dios. Un incidente cuasi histórico, este de Sodoma, que ha dado pie a la versión ─claramente no confirmada─ de que el Señor se valió de armas nucleares para ejecutar su sacrificio purificatorio, purificación que estaba destinada, claro que sí, a él mismo y a su divina ira.

Basta.

Para que continuar con este desfile de macabros horrores, pero… para tranquilizar nuestro espíritu, impresionado y deprimido por toda la crueldad y salvajismo que hemos repasado hasta aquí (¡Si vieras lo que falta!), no será tranquilizador pensar que todas estas barbaridades de humanos contra humanos han quedado en el pasado.

Es posible, quizás…

Solo que al abrir hoy mi portal preferido de noticias me entero que un suicida se ha hecho detonar, sacrificándose en nombre de Alá, en una ciudad cualquiera, y que un camión guiado por otro “loco” se abalanzó contra una multitud de turistas en, da igual, y que un joven, absolutamente moderno y cool, por demás, acaba de asesinar, estamos tentados de decir que ritualmente, a otros jóvenes y sus maestros en una escuela estadounidense y…

¡Basta, basta ya!

©Félix J. Fojo. All Rights Reserved

felixfojo@gmail.com

https://www.felixfojo.com/

La Habana, Cuba, 1946. Es Médico, divulgador científico y un apasionado de la historia. Exprofesor de la Cátedra de Cirugía de la Universidad de La Habana. Desde hace muchos años reside entre la Florida, EE.UU. y Puerto Rico. Colabora en la Revista Galenus, importante revista para los médicos de Puerto Rico. Ha publicado artículos de opinión y divulgación en diferentes medios periodísticos de EE.UU. y Europa. Entre sus libros publicados por la editorial Palibrio: Caos, leyes raras y otras historias de la Ciencia (2013), Una breve historia de la obesidad (2013), No Preguntes por Ellos (2013), De médicos, poetas, locos… y los otros (2014). Su próxima novela, El Corso me decían (Editorial Unos & Otros) se encuentra en edición.

 

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