La soledad, al principio, fue lo peor: soledad de unas interminables noches en las que odiaba su identidad yacente, la humillación de unas necesidades que debía aliviar a la vista de terceros y, sobre todo, su libertad perdida para siempre. La esposa permanecía con él durante el día, pero cada tarde, cuando se marchaba, el silencio tiraba del hombre hacia abajo. Quería terminar de una vez, con cada madrugada y, sin embargo, todo empezó a cambiar tras la llamada. Su amante de muchos años, la Otra, accedió a acompañarle en el penoso duermevela tras garantizarle que no iban a encontrarse ambas siquiera en el pasillo. Su mujer dejaba el hospital a las ocho en punto y, media hora después, la querida tomaba el relevo nocturno.
Desde entonces y de ser preguntadas, las dos podrían atestiguar que el enfermo cambió su meta: de dejar este mundo a quedarse con ellas, una y la otra, día tras día, el mayor tiempo posible. La suya dejó de ser una vejez con final vacío y cedió la autocompasión frente al amor que le demostraban. Mañana volverían, por turnos, así que dejó de querer el olvido; prefería recordarlas, acariciarles la mano, el muslo cuando tomaban asiento a su lado, y podrían ser esos rescoldos de antiguas voluptuosidades los que disminuyeron la demanda de calmantes.
Era la calma sin desesperanza lo que las dos mujeres le procuraban por separado hasta la tarde en que, por una inoportuna cabezada en el sillón de su mujer legal, a las ocho y media se encontraron los tres. La discusión entre ellas se agrió al extremo de que la enfermera hubo de acudir a terciar y determinó que abandonaran el cuarto y pasaran a una sala contigua para dirimir sus diferencias. Nuestro hombre, abrumado, no despegó los labios y así seguía cuando entró la auxiliar para retirar los platos.
A la mañana siguiente, muy temprano, se presentó la esposa, acompañada de un abogado, para determinar las últimas voluntades del paciente en lo que hacía a una cuantiosa herencia. Por la tarde, a la hora de costumbre, compareció la amante junto a sus dos hijos y un notario. Por cuestión, también, del legado. El día después, nuestro enfermo falleció. Lo encontraron ya frío, por lo que el óbito debió ocurrir de madrugada y con la recobrada soledad por compañera; tal vez ejecutora de una prorrogada, por lo que creyó amores, sentencia de muerte.
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