Literatura. Crítica.
Por Waldo González López…
Tal es el subtítulo de la más reciente novela de la escritora cubanoamericana Ana Kika López, quien en cada nueva entrega —tal evidencia en sus cuatro libros anteriores: Nuestra familia (2002), Tiempo mágico (2005), Crónicas de un viaje a Cuba (2006) y El hermafrodita (2011), que ahora me ocupa— corrobora su personal voluntad de estilo, afincada en el mejor humor, caracterizado por los nacidos en la Isla, donde naciera varias décadas atrás.
Ana Kika, deudora de tal impronta —aunque quizás, por salir de su tierra décadas atrás, no conoce a decisivas figuras de tal vertiente, como el clásico narrador cubano Samuel Feijóo, y sus no menos clásicos Cuentos populares cubanos: ni al recordado Francisco Chofre (autor de la delirante Odilea, donde parodia, vis a vis, a Homero en su mítica Odisea)― muestra aquí su capacidad para tal zona de la narrativa, tan apreciada no sólo por los cubanos, sino por todos los nacidos en Hispanoamérica.
Dedicada «A mi madre. Siempre conmigo. Aún más allá de la ausencia eterna», El hermafrodita da cuenta de lo que dije arriba y aún más. Pero leamos: Narrada en primera persona por ¿el o la? protagonista, a lo largo de sus 128 páginas (que se leen de seguido, sin detenerse, como una de sus primeras cualidades), el ambiguo, pero convincente personaje va presentándose al lector, al que cautiva por su particular carácter que disfruta de ambos sexos.
De tal suerte, nos dice ya de entrada: “[…] Yo soy hermafrodita con el pelo negro. […] Mis ojos no tienen nada de transparentes. Al contrario, son muy coloridos. Uno de ellos es azul intenso, y el otro es verde. Ambos preciosos por separado, aunque para evitar asombros indiscretos, a veces uso gafas ahumadas y ya no se nota. Tengo la voz fuerte, muy armoniosa y modulada. Ni maricón ni lesbiana resonante. Lo del tatuaje en el vientre sí me tienta, pero aún no lo he hecho. Habría de ser una serpiente que baja sinuosa por el ombligo hasta la parte protuberante de mi sexo y allí se enrosca hasta el glande. Inquietante, ¿verdad? Debajo de la serpiente enredada en mi pene, se encuentra el resto. Sí, ya sé que usted se pregunta dónde guardo la entrada al dulce túnel del amor. Pues ahí mismo: donde debe de estar, debe de estar, debajo de las esferas seminales. Mis ambos sexos son bastante normales, dependiendo de la parte escogida”. De aquí en adelante, el (la) protagónico(a) y enigmático/impreciso/indeciso, sobre todo, versátil personaje, continuará narrándonos su compleja existencia, causada por su complicada personalidad, en una trama signada por la gracia y el encanto de los mejores cuenteros de la tradición oral, tal señalé —tales característica y tópico de la autora, tan versátil en El hermafrodita― durante el «lanzamiento» de la novela en el más reciente evento del Pen Club, cuando la narradora fue presentada, como su colega y coterránea Ana Fernández, como nuevas integrantes de la prestigiosa institución literaria.
Asimismo, al abundar sobre su particular status sexual, confiesa José María que fue inscrito(a) en dos ocasiones por su dupla sexual, como José de Dos y María de Dos, raro bautizo aceptado por el cura del pueblo (Petrus), quien decretara que “podría tener dos sexos, pero una sola alma”.
Y al ampliar en su doble condición sexual, nos dice: “Mis padres […] me querían mucho. Tanto, que por poco me echan a perder la vida llevándome a diferentes médicos, como si lo mío fuera una enfermedad… El remedio para mi situación era eliminar uno de los dos sexos, con la condición de que yo escogiera el que quería conservar. ¡Pues yo quería los dos! ¿Cómo se puede negar una parte tan importante de uno mismo? Fingí estar indecisa, inclinándome a ser mujer u hombre, según me pareciera más apropiado al momento. Un ingenuo engaño para ganar tiempo […]. A mí me gusta ser cómo soy: ambidiestro dúo sexual. Dios me hizo así y yo lo acepto. El mundo es tan amplio, que hay espacio para todos”.
En consecuencia, si jugaba a la pelota, lo llamaban Pepito, y si con muñecas, la nombraban Mari. Asimismo, cuando cumplió quince (“todo ese año, lo pasé bastante inclinada a mi parte femenina”) y, en consecuencia, los celebró con traje largo y una gran fiesta: ya usaba tacones altos, collares y aretes de grandes argollas, pues había desarrollado algo de busto, tenía largas pestañas; pero a los dieciséis, se cortó el pelo, se puso botas y una gorra con la visera para atrás. Como regalo de cumpleaños, le pidió al padre una moto. En consonancia, con su doble personalidad, le agradece a la naturaleza “que me hizo lampiña, sin barba ni vellos gruesos en mi cuerpo”.
Por su compleja vida de «diferente», tras largos avatares, decide abandonar la Isla, rumbo al anhelado Norte y, como la mayoría de los cubanos, se instala en Miami, que le gusta mucho, subraya. Se siente asombrado(a) por tanta diferencia con su ya dejada atrás Isla, donde las numerosas necesidades, como mil y una carencias, tipifican la vida diaria de sus excoterráneos.
Y en su nuevo contexto, detalla rasgos de su nuevo entorno, donde desarrollará su existencia dual, al relacionarse con hombres y mujeres indistintamente y sin distingos, con los que descubre inéditos placeres en cada romance.
Así, cuando sufre su primer “enamoramiento”, ya laborando en la cafetería de Don Anacario, confiesa cuando ve un cliente: «Me sentí atrapada en su encanto especial de hombre que me sofocaba». Tras varios incidentes, subraya: «Cuánto agradecí a la naturaleza que me hizo lampiña, sin barba ni vellos gruesos en mi cuerpo».
Pero se torna más explícita cuando tiene su primera aventura amorosa, y refiere: Me tomó la mano y la besó galantemente. Yo sonreía con timidez. Era el primer beso de amor que me daba un hombre. […]. Yo dilataba el momento, temiendo un rechazo, pero, entre besos apasionados, acompañados de suspiros, nos metimos a la cama. ¡Qué momento! Con gran pudor dejé que me tomara de lado, de espaldas. Adopté esa posición porque así se me hizo posible cubrir con la mano la parte del problema que me abrumaba, que no era grande, pero sí notable. […] mis genitales femeninos eran perfectos, y fue por esa vía que se efectuó la penetración. Terminé llorando de emoción, y él muy complacido al saber que había roto el sello de mi virginidad.
Pero el humor que, como dije atrás, enriquece su narración, reaparece en los instantes más singulares. De tal suerte, en un momento crucial, le dice a su amante: «José y yo somos la misma persona. […]. Somos dos en uno. Ambos reales y muy poco comunes. […]. Amor mío, yo soy hermafrodita […] Tengo dos sexos, pero un solo corazón que te ama más que a la vida misma».
En otro instante, le pregunta un cercano: «José, querido amigo, ¿eres homosexual?», a lo que responde nuestro diferente personaje: «No, no, no. ¿Qué te hace pensar eso?» Y le responde: «En ocasiones te veo un poco afectado, como hoy. Te quejas arrullado con la música, como embobecido… lánguido, emocionado como una chica.» A tal pregunta, corresponde José de tal manera: «¿Y qué? Soy hombre. Solo que entro en contacto con mi parte femenina como todos los hombres. ¿Acaso tú no la sientes en ti? ¿No te late nada femenino?»
Un dato curioso para el crítico es un personaje que surge y desaparece en la trama: Iván Rocha, un violinista amigo de José, existió realmente, al menos, en la Escuela Nacional de Arte, durante los 60, quien escribe conoció y amistó con un estudiante de violín, casado con una sicóloga, justamente también llamada Selma, como su esposa y, algo después de graduado en los 70, falleció.
Mas no todo es humor en la novela de la cubanoamericana. En ocasiones, se torna seria la narración y eleva el tono para tratar temas esenciales, como la propia existencia de Dios. Cuando le preguntan si es atea(o), responde: No sé, creo que sí, que Dios es inexplicable. Lo mismo que sucede con el asunto del alma, o del espíritu, o de las creencias religiosas en general […] Dios no es para “entenderlo” con el “entendimiento” porque a veces resulta contradictorio. El concepto intelectual de Dios, despierta muchas interrogantes.
Preguntas angustiosas sin respuestas. Pero indiscutiblemente, Dios es “comprensible” con los ojos del corazón. Entonces podemos visualizarlo en diferentes formas, diferentes religiones. ¿Qué cómo es esto posible? Sencillamente, el concepto de Dios forma parte de la programación de nuestro cerebro desde que nacemos. Como si fuese un conocimiento instintivo o una memoria ancestral. No tiene que ver si es real o no, si existe o lo imaginamos. […]. Todas las culturas del hombre, desde las más primitivas hasta nuestros días, han creído en Dios. Y no es raro, sino muy frecuente, porque Dios está dentro de nosotros, con nosotros, en nuestro aliento de vida, en nuestra voz que lo llama, en las corrientes de pensamiento con que lo imaginamos. […]. Es tu amigo que viaja contigo. Acepta lo que puedas, porque Dios no se puede probar. Su conocimiento se deriva de una fe ciega e inexplicable que se nutre de las inferencias que palpamos en su obra. […] Dios es un concepto abstracto y a la vez, concreto, una explicación, un valor internalizado.
En otros instantes, aparece la alusión a lecturas de valía, evocadoras. En tal sentido, la autora evoca al clásico burrito del universal poeta hispano que aún recorre el mundo de la infancia hispanoamericana, sin olvidar su constante humor: «El animal era pequeño, de hociquillo rosado y pelambre plateada, por poco lo llamo Platero, recordando a Juan Ramón, mas no pude porque el burrito se llamaba Fosforera».
Y como para corroborar lo que digo sobre tal rasgo de su narrativa, afirma con ironía y humor: «Bueno, ya saben que cuando me pongo empalagosa, ni Corín Tellado me hace sombra».
Otro rasgo distintivo de El hermafrodita, es su doble final, tal el recordado filme Viridiana, de uno de mis cineastas «de cabecera»: Luis Buñuel. En consonancia, Kika ofrece al lector dos deliciosos finales: el primero «Rosado» y el segundo, «Trágico».
Destaco un aspecto que ha marcado y marca a tantos creadores cubanos radicados en el exilio miamense: la nostalgia. Así, casi al final de su novela, la narradora confiesa con no poca saudade y, a un tiempo, criticismo: “[…] y yo no hacía más que pensar en aquella otra isla del Caribe, Cuba, donde la vida era tan ardua, la tierra tan rica y donde una malísima administración y un absurdo sistema político, obstruía la creatividad individual que impedían el desarrollo económico.
Sin duda, la publicación de El hermafrodita. Biografía de un ser diferente, no sólo hizo merecedora a Ana Kika López de integrar el prestigioso Pen Club de Miami; con ella, sobre todo, entrega a la cada vez más rica narrativa cubana del exilio una novela de interés por las cualidades apuntadas.
[Este trebajo crítico ha sido enviado por su autor, Waldo González López, especialmente para Palabra Abierta]
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