De entre otras muchas enfermas que traté durante mi ejercicio profesional, dos de ellas me vuelven con frecuencia a la memoria en forma de recuerdos teñidos de emoción. Como escribiera Pedro Salinas, me sigue doliendo ese largo adiós que no se acaba. Y perdonen la tristeza.
Una de ellas, Elsita P., sonriente y animosa, convertía cada visita a mi consulta, durante los años de nuestra relación, en un entrañable rato cuajado de sentimientos. El cáncer de mama que padecía dio sin embargo y finalmente la espalda a los esfuerzos de ambos. La joven – poco más de treinta años por entonces – amaba cuanto la rodeaba, vestía de positividad cualquier experiencia y su afán por seguir construyendo un futuro plagado de alegrías me impidió, cuando hubo de ingresar en un centro de cuidados paliativos, afrontar junto a ella el infausto pronóstico. “Saldré de aquí en cuanto mejore, ¿verdad? Y empezaré a planear el próximo viaje…”. ¡Claro!, le respondí aun suponiendo, como así fue, que no pasaría de una semana. A los tres días y por la tarde, al salir del hospital, me acerqué de nuevo en coche a la Unidad de terminales y entré en su habitación. Pálida, respiraba con dificultad y sin embargo, el deteriorado estado no borraba la esperanza de sus ojos. “¡Gracias por venir a verme! Podría preguntar cuándo me podré ir…”. “En poco tiempo, Elsita”. Acaricié su mano y salí del cuarto. Al volver, pasado un rato para cambiar impresiones con sus cuidadores, había fallecido en soledad.
Nunca he sido partidario de ocultar la realidad a los enfermos por más dura que sea, y es que hacerlo es cercenar el derecho que todos tenemos a disponer de nuestra vida con independencia de su estado y duración. Elsita me había nublado esa convicción por creer que era mejor para ella, pero acabé arrepentido y por ello, cuando Claudia A. – argentina, de Bariloche – me interrogó sobre la prevista evolución del tumor, le respondí sin ambages. Había venido a este país por mor de su trabajo tras ser operada y tratada con quimioterapia allí, y acudía a revisiones periódicas. En una de ellas y refiriendo síntomas alarmantes, el estudio de extensión reveló metástasis múltiples. Así se lo dije, y también de la incurabilidad pese a lo que pudiéramos hacer. “¿O sea que moriré a no tardar?”. El plazo es impredecible de momento – le dije -, pero el tratamiento sólo conseguirá, en el mejor de los casos, enlentecer el proceso. “Pues regresaré a Bariloche el mes que viene. Allí es invierno; podré esquiar, como hacía antes de venir a España, y estar de nuevo entre mis paisajes mientras espero el final…”. No volví a verla, pero años después viajé a aquel país, me llegué a Bariloche empujado por su recuerdo y pude imaginarla entre la nieve.
Elsita y Claudia siguen conmigo cuando miro hacia atrás y la añoranza continúa haciéndome daño. En un caso quise apoyar la esperanza y en otro la resignación, pero ninguno de ambos sentimientos se apoderan de mí cuando me vuelven y es que no creo, como afirmara la poeta Olga Orozco, que en el fondo de todo haya un jardín.
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