Américo, un gran italiano; cuando Venezuela fue su Tierra Prometida

Written by on 11/03/2024 in Cronica, Literatura - No comments
Literatura. Crónica.
Por Marcelo Morán.

Américo Paniccia. Cortesía del autor, Marcelo Morán.

La tienda de don Jesús Vílchez quedaba a menos de cien metros de mi casa, separada por la vieja carretera que conduce a La Tigra y El Moján en el municipio Mara del estado Zulia en el occidente de Venezuela.

En un patio limpio y polvoriento solía jugar metra y trompo con mis amigos Lino y David, hijos del viejo tendero nativo de La Rosita y llegado a Las Parcelas en 1960.

Una mañana de 1967, cuando jugábamos frente al local, se detuvo un carro del que bajó con parsimonia un hombre treintón, de porte elegante y de rasgos europeos. Llevaba abrazada a su pecho varias bolsas colmadas de regalos. Al reconocerlo, Lino no se pudo contener: soltó sus metras y corrió apresurado a recibirlo.

—¡Es Américo. Llegó Américo! —me dijo en la marcha.

El recién llegado me saludó al pasar un poco aliviado después de compartir algunas bolsas con el eufórico Lino. En sus breves palabras se develaba el inconfundible tono extranjero. Ciao, piccolino (hola pequeño) Era un inmigrante italiano llamado Américo Paniccia, nacido en Roma, en 1934.

Fue la primera vez que lo vi. A partir de allí nos saludaríamos con frecuencia, pues iba a ser como un ritual su visita cada fin de semana a casa de sus futuros suegros.

Italia había quedado devastada tras terminar la Segunda Guerra Mundial y había pagado muy caro su alianza con Alemania por caprichos de Benito Mussolini, en su delirante afán de consolidar el Segundo Imperio Colonial Italiano, a través del totalitarismo impartido por su ideología fascista.

De tener suficiente edad, Américo tal vez hubiese sido alistado en un batallón como la mayoría de los jóvenes italianos que tomaron parte para apoyar a Hitler entre 1940 y 1945, de los cuales pocos sobrevivieron. Pero apenas tenía seis años cuando su país entró en la guerra.

Sus padres contaban con una pequeña fábrica de aceite de oliva que había sido el soporte familiar durante décadas y debía ser restaurado en un ambiente donde no había insumos para mantenerlo a flote. Había necesidad y carencias de toda índole.

En 1952, Américo tenía 17 años y había aprendido de sus padres los secretos para preparar todas las especialidades de la pasta, sin imaginar que ese sería su certificado para abrirse camino más adelante cruzando el océano Atlántico.  Pues ya no había recursos y maneras para sostener el pequeño patrimonio familiar. Al margen de eso, se había reunido con vecinos que hablaban de Venezuela como si se tratase de la Tierra Prometida, cuya moneda producto de la renta petrolera superaba en poder de compra a todas las de Europa en ese momento y se cotizaba a 3,35 por dólar.

Por otra parte, la política migratoria de Puertas Abiertas que impulsaba el gobierno de Marcos Pérez Jiménez permitía el otorgamiento de cartas de naturalización a los europeos que iban llegando a fin de incorporar sus conocimientos y experiencias en el desarrollo que el país reclamaba en materia de construcción, agro y obras públicas.

Américo no titubeó cuando un día recibió una carta de su vecino Francesco, quien había partido a Venezuela tres años antes en busca de mejor condición de vida. En la misiva, el viejo amigo de infancia le proponía viajar cuanto antes, a fin de recomendarlo en la misma empresa donde él trabajaba.

“No lo pienses dos veces querido, Américo. Aquí está el futuro que siempre hemos soñado para sacar adelante a nuestras familias. Este país es tan rico que su moneda, el Bolívar, es de plata, plata pura. Su gasolina es la más barata del mundo y solo tiene un valor simbólico para los usuarios. Hay trabajo para todo el que lo solicite, y si todavía no tienes idea de cómo es el Cielo, ven y lo descubrirás. Venezuela es la verdadera Tierra de Gracia”.

Américo  armó su maleta de cartón, como las que usaban la mayoría de sus coterráneos inmigrantes, y partió a Génova (quinientos kilómetros al noroeste de Roma para apartar un pasaje de tercera clase en el famoso carguero Marco Polo, muy popular entre los italianos porque ya había fondeado en La Guaira trayendo los primeros inmigrantes europeos.

El Marco Polo zarpó de Génova con miles de pasajeros haciendo escala en Nápoles y luego en Santa Cruz de Tenerife, recalando al ventoso puerto de La Guaira, Venezuela, tras completar veinte días de navegación.

Américo contemplaba desde la baranda de proa el cielo y el mar. Ansiaba ver cuanto antes el horizonte venezolano y llenarse de aquella magia que deslumbraba y obligaba a sus paisanos a no regresar a la distante bota itálica. Travesía también que habían completado cinco siglos atrás sus coterráneos, Cristóbal Colón para llamarla Tierra de Gracia y después, su tocayo, Américo Vespucio, acompañado de don Alonso de Ojeda para bautizarla como Pequeña Venecia: tierra de redención donde la felicidad y los sueños eran posibles.

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Los nuevos inmigrantes bajaban por la extensa pasarela del Marco Polo como si levitaran ansiosos por poner el primer pie en tierra firme, pues sus miradas estaban sedientas de glorias y venturas que no tardarían  en saciar a la vuelta de la esquina.

La recepción del puerto estaba abarrotada de gente que esperaba ansiosa las apariciones de familiares o amigos para recibirlos con la mejor muestra de afecto. Entre ellos estaba el solidario Francesco, agitando sus manos para llamar la atención de Américo, que trataba de buscarlo también con una mirada indecisa.

Después del afectuoso saludo de bienvenida, Francesco lo condujo al lugar donde se estrenaría al siguiente día como nuevo empleado, al Hotel Guaicamacuto, que más tarde pasaría a llamarse Hotel Macuto Sheraton y estaba ubicado a escasos diez minutos de allí.

En este famoso establecimiento Américo se ofició de cocinero durante una década hasta que tropezó con un paisano empresario, cliente del hotel, que también había salido de Italia quince años antes a bordo del Marco Polo portando maleta de cartón y persiguiendo el sueño redentor. Aquel día, el exitoso empresario iba a Caracas en asuntos de negocios y, a su regreso, al atardecer, se reunió aparte con Américo a fin de convencerlo para que lo acompañara a Ciudad Ojeda (Costa Oriental del Lago de Maracaibo, en el occidente de Venezuela) donde lo emplearía como cocinero en una contratista de mantenimiento de la transnacional Shell de la que era accionista principal.

Américo inició su primer día de trabajo  en una gabarra que operaba entre Lagunillas y Bachaquero, de donde miraba absorto, un hervidero de cabrias sobre las aguas quietas del lago de Maracaibo, que en ese momento  acreditaba a Venezuela como el principal país exportador de petróleo en el planeta. Él no consultó ese dato en alguna revista especializada para darse cuenta de aquella bonanza espectacular que trascendía allende los mares y seguía trayendo avalanchas de inmigrantes. Él lo midió a través del salario que empezó a devengar y le permitía incluso girar dinero a sus padres en la golpeada Roma con absoluta tranquilidad y holgura.

A principios de 1966, Américo pasó a la contratista Martin, cuyos dueños también eran italianos y abría operaciones en Campo Mara, una localidad ubicada a sesenta kilómetros al norte de Maracaibo en el estado Zulia para la construcción de una carretera que el vecindario no tardaría en bautizar como Carretera Nueva y cubría una extensión próxima a los veinticinco kilómetros.

En ese campamento rural, Américo fungía como jefe de cocina y conoció a la joven Alicia Vílchez, de veintitantos años, que se desempeñaba como auxiliar en esa área y se convertiría más tarde en su inseparable compañera. Con ella procreó dos hijos: Américo, que cuenta hoy con 55 años y Gina, con cincuenta.

Después de la construcción de la carretera, que duró tres años, Américo compró una casa y se instaló con su nueva familia en el mismo perímetro. Luego en el pueblo de El Moján, aledaño a la plaza Bolívar, alquiló una pequeña fonda que mantuvo boyante hasta finales de 1973, cuando decidió construir su propio negocio en Campo Mara, al lado de su residencia.

A mediados de 1974 inaugura la tasca La Montañita, un local de sesenta metros cuadrados donde servía la especialidad de la casa: Parrilla de pollo con cerveza, ambientado por una hermosa rocola marca Wurlitzer que tenía forma de cofre abierto y almacenaba cien discos de 45 rpm que con su respaldos formaban doscientas canciones. La música era variada. Podían contarse en ese largo catálogo temas de Los Terrícolas, Los Ángeles Negros, Los Bee Gees, Los Masters y, por supuesto, las italianas, encabezada por Nicola Di Bari.

Los fines de semana visitaba la tasca con mis entrañables amigos y compañeros de bachillerato los hermanos Rigoberto, Hidalgo y Jhonny Ordóñez así como mis primos, los hermanos Leonel y Alberto González. Otras veces iba con mi hermano Pedro o con mis vecinos Jesús Ferrer, Freddy Castillo y Baudilio Carrillo. Allí pasábamos largos ratos conversando y libando cerveza al ritmo de las canciones de nuestras preferencias de manera sana y divertida, y las veces que no podíamos pagar nuestros consumos, el solidario Américo nos daba crédito que luego, como diestros prestidigitadores, nos las ingeniábamos para cancelar en el tiempo señalado, pues ninguno del grupo trabajaba en ese momento.

También podía incluirse entre los habituales clientes, a mi primo Rilio Torres, que se instalaba todos los viernes para practicar el italiano con su amigo Américo, por cierto, idioma que más tarde logró hablar con soltura como si lo hubiese aprendido en la propia Italia.

—Yo chequeaba las canciones en italiano para que el buen amigo Américo me tradujera con esa amabilidad y sencillez que lo caracterizaba —recordó Rilio.

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Algunas veces regresábamos a Las Parcelas porque La Montañita colmaba su capacidad, que era de diez mesas, con soldados que salían de permiso del Fuerte Mara y se refrescaban con cerveza antes de partir a sus hogares. Américo, muy cordial, hacía gestos desde lejos con sus manos señalando que no había espacio para  albergar  más clientes.

Así era Américo. Un hombre servicial, trabajador, desprendido y de grandes valores morales y religiosos. Cumplía incluso como buen ciudadano con los deberes cívicos. En cada período electoral votaba de primero en la escuela adyacente a las instalaciones del Fuerte Mara por el partido de su preferencia: Acción Democrática, el partido del pueblo.

Según su hijo Américo, que en la comunidad todos conocen como Panicio, su padre regresó a Roma, en 1982 después de cumplirse treinta años de su  viaje a bordo del Marco Polo. Esa vez  no sería tan tortuoso; lo hizo en avión.  Y luego de permanecer cinco meses con sus familiares volvió a Campo Mara, su patria definitiva. En 1994 cuando cumplió sesenta años lo llamaron para recibir una herencia de sus padres y rehusó viajar a Italia. Ya no quería alejarse de Campo Mara donde falleció el 14 de enero de 2024  a los 89 años.

—Mi padre era un hombre generoso que desde su tasca ayudó a mucha gente. Todo el mundo lo apreciaba y se llevaba muy bien incluso con sus paisanos y vecinos: los hermanos Carlos y Salvador Lodato, así como con José Tarquinio. Creo que él se ganó un hermoso lugar en el Cielo —dijo Panicio, conmovido.

Américo, ya casi nonagenario, no podía creer el estado de postración en que había quedado Venezuela sin haber soportado los rigores de una guerra. Aquel país tan rico, tan generoso que abrió sus puertas a la inmigración del mundo había terminado como su desdichada Italia, agobiada por el hambre, enfermedades y la frustración de decenas de miles de jóvenes que hallaron como única opción salvadora  huir a toda carrera en busca de mejor vida en otras latitudes.

Era inaudito, insólito, absurdo… Era como un guiño de ironía del destino.

Así reflexionaba Américo cada tarde desde el porche de su casa donde se instalaba —empuñando su bastón de aluminio— para tomarse un café y escuchar las canciones de su coterráneo Nicola Di Bari. (…) Florecerán las tantas primaveras / Como violetas tú, regresarás.  Desde allí veía el desfile de rostros desaliñados de decenas de jóvenes que arrastraban maletas y lo saludaban con cariñosos gestos de manos, antes de emprender viaje a cualquier parte del mundo en procura de la dicha y la bonanza que él encontró setenta años atrás en esta Venezuela generosa, otrora Tierra de Gracia.

©Marcelo Morán. All Rights Reserved.

About the Author

Marcelo Antonio Morán Polanco Nació en Guarero, municipio Guajira del estado Zulia el 2 de abril de 1957, hijo de Guillermina Polanco Apüshana y Pedro Eduardo Morán. En 1958 sus padres se establecen en Las Parcelas de Mara, una comunidad rural del municipio Mara, al norte de la capital Maracaibo, donde desarrolla su niñez y adolescencia. Estudió Primaria en el colegio Dra. Blanca Rosa Urquiaga desde 1964 hasta 1970. En 1971 se inscribe en el Liceo Hugo Montiel Moreno de donde egresó como Bachiller en Ciencias en 1976 en la promoción: “Por amor a nuestros padres”, la primera del plantel. En (1972-1973) estudió dibujo en la Galería Julio Árraga de Maracaibo bajo la dirección del profesor Manuel Vargas, creador de la obra pictórica “El Mural Más Grande”, erigido en 1993 en Ciudad Ojeda, municipio Lagunillas del estado Zulia. Laboró como montador de arte y caricaturista en el Diario Crítica de Maracaibo desde 1979 hasta 1990. Tiene cuatro hijos y está casado desde 1980 con la señora Zulay Marcano. En 1990 fijó residencia en Ciudad Ojeda (Costa Oriental del Lago de Maracaibo) y trabajó en el diario El Regional del Zulia, donde se ofició de diagramador y dibujante hasta 1994. En enero de 1994 expone en la sala Hugo Finol del Club Carabobo de Lagunillas, su primera muestra de caricaturas, titulada: “Personajes de la COL”. Ese mismo año ingresa a Maraven, filial de PDVSA (Petróleos de Venezuela) como Operador de Protección Industrial y en diciembre de 1998 expone en el Club Zumaque de Lagunillas la muestra: “Personajes a color”. Es autor de la galería de presidentes del concejo municipal y alcaldes de Baralt inaugurada en 2001 y conformada por 23 retratos elaborados a lápiz. Fue colaborador del Diario de Córdoba, de España. También colaborador del diario El Regional del Zulia, de Ciudad Ojeda, del portal de noticias web: venezuelausa,org. Con sede en la ciudad de Orlando, La Florida, Estados Unidos. En 2010 funda el grupo gaitero Acero Musical en la que fungía como compositor, destacando en su obra temas como: Alitasía, Pesebre wayuu, Isla Maraca, Encuentro con San Nicolás, entre otros. Publica en 2011 su primera obra literaria: Viaje a Santa Cruz de Wuinpumuin, novela de corte fantástica que refleja parte de la rica cosmovisión wayuu. Recibió en 2014 de la Comunidad Intercultural Alitasía el reconocimiento: Hijo Adoptivo de Alitasía, por resaltar en sus crónicas, dibujos y composiciones gaiteras los valores de La Guajira. En la actualidad tiene tres libros por publicar: Santa Cruz de Wuinpumuin (novela, II edición), El pergamino de un jaguar (novela) y Caminos de verano (crónicas).

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