La Casa de los Náufragos

Written by on 12/10/2016 in Critica, Literatura, Sociedad - No comments
Literatura. Crítica. Por 
Juan Rodríguez Cano…

«En la calle, tu cama es el suelo y tu cobijo el cielo»

Indigente anónimo de la ciudad de México

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El viernes pasado, llevé a desayunar a mi hijo al café Le Saint Georges, en el centro de la ciudad de Mons. El local estaba repleto de gente, pero no de los clientes habituales, sino de discapacitados mentales. Había seis en cada mesa (sus cuidadores estaban en otra mesa, supervisándolos). Eran adultos, pero parecían niños. Tenían los rostros deformados por la enfermedad o por la miseria. Había uno que miraba y sonreía a mi hijo. Otro, de gesto grave, lentes redondos, cara oval y una pañoleta alrededor del cuello, parecía dar una cátedra a los que estaban en su mesa y tenía un enorme parecido físico al poeta Fernando Pessoa. Fue el primero en poner el envoltorio vacío de su galleta dentro del café del otro hombre que sonreía a mi hijo. Luego, los otros tres, siguiendo su ejemplo, hicieron lo mismo. El que sonreía no pareció molestarse por eso y siguió bebiendo de su taza de café repleta de envoltorios vacíos de galleta. Cuando terminó su café, también arrojó su envoltorio dentro. Esta no es la primera vez que veo a grupos como estos. Un día de la semana los llevan al cine; otro, al parque. Algunas veces los suben al tren y los llevan a otra ciudad. Los fines de semana, los que tienen familia, van a sus casas. Ellos viven en un hospital psiquiátrico donde no se retiene a nadie. Pero tampoco parecen querer marcharse porque parecen ser felices, aunque su felicidad consista en no darse cuenta de la situación en la que viven.

Para las personas que fueron recogidas de la calle, internadas o abandonadas por sus familiares o que sufrieron algún tipo de violencia están los centros de acogida. En una ocasión trabajó con nosotros en la limpieza de la casa una mujer de raza negra que provenía de un país africano, que no contaba con la nacionalidad belga y que era sistemáticamente golpeada por su marido. A ella y a su hijo los terminó por acoger uno de estos centros. Le otorgaron una habitación, tres comidas diarias y la ayudaron a buscar trabajo, en lo que se resolvía su situación legal en el país.

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En el café, mientras mi hijo se comía un pain saucisse y un chocolat chaud y jugaba con mi teléfono celular, yo leía una novela del escritor cubano Guillermo Rosales (La Habana 1946 – Miami 1993), publicada por Ediciones Siruela, que tiene el título: La casa de los náufragos (aunque su título original, en 1987, fue The halfway housey, en la segunda edición, Boarding home).Ganadora del premio Letras de oro que entregó Octavio Paz, la novela, bastante breve y autobiográfica, trata de una de esas casas que hay en los Estados Unidos, donde va a parar la gente que ya no quiere vivir en la calle. «La calle es dura», dice su protagonista, William. En ellas viven vagabundos, enfermos mentales y ancianos. Seres humanos que lo han perdido todo: familia, amigos, dignidad y, muchas veces, hasta el respeto por ellos mismos. Personas que ya no tienen la mínima esperanza de llegar a ser alguien en la vida. Se trata de una novela brutal. Lo que en ella se cuenta es un horror, pero un horror cotidiano, en el que viven millones de personas alrededor del mundo. Según la ONU hay más de 500 millones de personas sin hogar en el planeta. Pocas cosas peores pueden ocurrirle a un ser humano que quedarse en la indigencia. El escritor Guillermo Rosales no publicó gran cosa, pero la calidad de lo que publicó es sobresaliente. Narró Boarding home o La casa de los náufragos desde el desasosiego, sin rehuir jamás a contar los aspectos más sórdidos y crudos de la existencia de los seres que habitaban en la época de Rosales en el mundo de los albergues para homeless de los Estados Unidos. Rosales fue uno de los tantos expulsados de una revolución que terminó siendo injusta y, como muchas revoluciones, no consiguió sino cambiar una tiranía por otra; la Revolución cubana. Rosales fue un exiliado; un doble exiliado. Se exilió de Batista, primero; y de Castro, después. No vivió los cambios que el presidente Obama ha impulsado en fechas recientes y no pudo vislumbrar el final del bloqueo económico que los Estados Unidos impusieron a la isla, porque se suicidó en 1993, cuando tenía 47 años de edad. Rosales padecía esquizofrenia y pasó el final de su vida dando tumbos en estos sitios, donde se daba (en una gran parte de ellos) un trato infrahumano a los indigentes.

En la ciudad de México hay albergues de este tipo, aunque a diferencia de los boarding homes estadounidenses, son administrados por el gobierno y no por personas físicas como el lugar que narra Rosales en su novela. De acuerdo con la Subdirección de albergues de la delegación Miguel Hidalgo de la ciudad de México, estos centros de acogida tienen como objetivo brindar apoyo y protección a las personas que se encuentran en situaciones de abandono, calle, riesgo, indigencia, violencia, o discapacidad. Por otra parte, están los albergues de invierno, cuya misión es protegerlos del frío. La realidad es que la mayoría de las veces los albergues están saturados, por lo que las personas se tienen que amontonar, pasar ese tiempo de resguardo en el hacinamiento. Muchas veces las autoridades prefieren que regresen a las calles cuanto antes. Como suele ocurrir en México, no hay suficiente presupuesto para ellos. Lo hay para otras cosas (aviones presidenciales de lujo, ingresos muy altos para legisladores y servidores de la administración pública), pero no para dar apoyo a las personas que se encuentran en situaciones difíciles de vida.

En estos centros de acogida o albergues, los indigentes reciben una comida al día, por la noche, después de llegar. Pueden bañarse, aunque el agua no siempre es suficiente para todos. Tampoco tienen todos una cama segura donde dormir. A las cinco de la mañana tienen que volver a la calle. En algunos albergues, los ancianos y los discapacitados tienen derecho a dos comidas al día.

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En estos lugares se narran miles de silenciosas historias de sufrimiento y vejaciones anónimas. De vidas al límite; vidas tristes, miserables. Pero, ¿a quién le importa? ¿A quién le afecta? Para muchos sólo afectan en la medida en que los indigentes afean las calles, espantan al turismo y dan una imagen de pobreza y marginación a los inversionistas extranjeros. Muchas de estas personas salieron de sus casas hartas de los maltratos que recibían, otros fueron abandonados por sus familiares, que ya no podían o no querían hacerse cargo de ellos, otros cayeron en el alcohol y las drogas y otros fueron víctimas de problemas mentales de los cuáles, por supuesto, no son responsables. Una sociedad justa debería de ser aquella en la que los miembros que se encuentren en una mejor situación ayuden a los que se encuentren más vulnerables. Sin embargo, eso no es posible verlo ni siquiera en las mismas familias, supuesto núcleo de la sociedad.

La casa de los náufragos, el título de la publicación de Siruela (una editorial española que produce ediciones de muy alta calidad y que selecciona con mucho cuidado a sus escritores), no podría ser mejor para esta última edición de la novela (aunque algunos críticos pensaron que se debió mantener el título original). Sin embargo, ¿qué son todas estas personas sino seres humanos que han naufragado dentro de su propia existencia?

Mientras que en Bélgica integran a los discapacitados a la sociedad, y a los indigentes se les da la oportunidad de salir de la indigencia, en México los sacan de los albergues a las cinco de la mañana para que regresen al frío y a los peligros de la calle. Eso no quiere decir que en Bélgica no haya indigentes, igual que en todo el mundo (la ciudad de Mons está repleta de junkies, una especie de Robinsons urbanos que no quieren vivir sino en las calles). Sin embargo, los indigentes que quieran aceptar la ayuda del estado tienen un panorama menos desolador. En Hungría, a pesar de las protestas de los organismos de derechos humanos, una ley prohibe a las personas vivir en la calle, que se aplica sólo en las ciudades donde hay lugar en los centros de acogida para todos ellos. A los homeless se les cobran 500 euros de multa por vivir en la calle y se les manda seis meses a prisión si no los pagan, medida excesiva que no aporta una solución de fondo al problema. Desde luego, la indigencia es un problema mundial. Tampoco el primer mundo ha conseguido erradicarla. En los Estados Unidos, uno de los países más ricos y más pobres del mundo, vive una cantidad enorme de indigentes demostrando así sólo que la riqueza no implica igualdad. Sin embargo, hay países, como Noruega (según la Organización Nacional sobre el Desarrollo Humano), uno de los países con mejor calidad y expectativa de vida (78,4 años), donde la protección financiera y social para todos sus habitantes ha alcanzado una cobertura casi total, demostrando que disminuir la indigencia es posible.

Negar la oportunidad de tener una vida digna a las personas más vulnerables de la sociedad, es uno de los peores fallos de un estado y de una sociedad.

El objetivo de este tipo de albergues debería de ser, no sólo la protección temporal y la alimentación de estas personas, sino lugares donde se aplicaran programas y servicios sociales de mayor alcance: centros de día, rehabilitación psicosocial, hogares comunitarios; proyectos de reinserción social y  rehabilitación laboral y creación de trabajos.

La experiencia que narra el protagonista de La casa de los náufragospone el dedo en la llaga. Señala el problema de una manera descarnada pero terriblemente real. La literatura, muchas veces sin proponérselo, nos pone de frente lo que nadie quiere ver. A lo largo de la historia, los artistas han comunicado lo que sucede en su entorno, desde un punto de vista interior. Tal vez sea por eso que libros como este sean tan poco leídos. Es más fácil negar la realidad que encararla. Es más fácil evadir los problemas que enfrentarlos.

Como el día que fui con mi hijo a Le Saint Germain era viernes en la Plaza Mayor estaba el mercado de flores. Luego de pasear un poco, pudimos ver a los discapacitados que viven en el hospital psiquiátrico del gobierno caminar entre las plantas. Los cuidadores se detuvieron en un puesto con manzanas. Los vimos alejarse con una manzana en la mano cada uno rumbo a la parada de autobuses. Sin duda, a pesar de sus circunstancias, su día había comenzado bien. Viven en un país que se preocupa por su bienestar. De otra manera, todos ellos tan sólo engrosarían los sucios suelos de las estaciones de autobuses y llenarían las banquetas de cobijas y cajas de cartón donde vivir.

About the Author

Juan Rodríguez-Cano (ciudad de México, 1971), ha sido cowboy en Veracruz y ha dado trabajo a un hombre que había matado a otro hombre en defensa propia; ha estado dos veces a punto de morir arriba del glaciar de una montaña y una vez por mano propia; ha abrazado árboles en el Desierto de los Leones, un sitio que ni es desierto ni tiene leones; ha trabajado en la bolsa de valores donde cultivó el mismo sueño que Picasso: «Tener mucho dinero para vivir tranquilo como los pobres», aunque el sueño no se le haya cumplido; ha saltado, sin ninguna instrucción, siete veces en paracaídas; ha estado dos veces en el ojo de un huracán; ha viajado a la Sierra Tarahumara (siguiendo los pasos de Antonin Artaud), donde fue perseguido por los nativos por espiar un entierro rarámuri; ha pasado todas las tardes en compañía de un vagabundo y ha visto cómo los servicios sociales se lo llevaban moribundo a un hospital; ha escrito con un seudónimo un libro sobre ese vagabundo y otros diez libros más, de los cuáles sólo ha conseguido publicar la mitad; ha presenciado cómo ahorcan a un viejo caballo agonizante; ha quemado todas sus naves dos veces y ha soltado lastre muchas más. Y todo esto (como escribió Iñaki Uriarte) le ha sucedido en una vida en general muy tranquila, pacífica, sin grandes sobresaltos.

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