Literatura. Relato.
Por Manuel Gayol Mecías…
De la misma manera que le sucedía en algunos sueños, Zafi arrastraba ahora su maleta por una calle adoquinada de París. No obstante, esta vez juró que era real, y se pellizcó para darse cuenta del dolor. Aún así, sentía además algo extraño en su interior, algo tan contradictorio como una paradoja. Y era el hecho de que si se alegraba de estar en París, tampoco podía evitar una fuerte sensación de incertidumbre… Pero esto le pasaba a todo el que sale de la Isla, pensó.
El taxi que la había traído del aeropuerto la dejó ante esa calle larga y silenciosa, extremadamente estrecha, tanto, que el auto no pudo incursionar en el callejón; y el chofer, con malas pulgas (parece que las tenía en ayunas), le dijo: “Allé, allé, descends, que Je suis juste venu ici [bájese, que hasta aquí llego yo]”… Zafi no tuvo entonces otro remedio que pagarle con sus pocos francos que le quedaban (aun cuando el taxímetro marcaba una cantidad menor que la que el tipo le cobraba). Hizo un intento por decirle que era un precio abusador lo que le pedía por el viaje, pero solo pudo hacer un ligero sofocón de señas y sonidos guturales, su francés no le daba para una bronca así, y no le quedó sino resignarse y mirar hacia la largueza de aquel callejón que, al fondo, preludiaba una triste covacha para su alojamiento.
Eran las 9:00 de la mañana de un aguachento domingo parisino; había mucha quietud y humedad, sudaba y no se veía un alma por los alrededores. En efecto, el sol estaba tan nauseabundo como en la Isla, y ella lo sentía tan fuerte que captaba el brillo de los adoquines en la calle. Era verano, claro, y alguien —de una universidad no conocida, y que nunca estuvo en el aeropuerto esperándola— le había reservado un cuarto en esa dirección tras haberle hecho llegar su pasaje.
De modo que Zafi había podido viajar por primera vez (por supuesto, después de que el Gobierno de la Isla había hecho una “reforma” de migración y ahora les permitía salir al extranjero a todos los ciudadanos). Y es que como especialista en José Lezama Lima —y por el entusiasmo de dar unas conferencias sobre el autor de Muerte de Narciso— se había atrevido a aceptar la invitación de esa universidad; y también, de paso, conocer la meca de los intelectuales, la bohemia de Montparnasse y dar los primeros pasos en los medios editoriales.
Pero ahora caminando por aquel callejón, que parecía terminar en un lúgubre cul de sac, recordaba las palabras de su amiga Marja, quien le advertió que no confiara en nada ni en nadie, y que si podía, antes de viajar, exigiera saber un poco más de aquella universidad. Pero esto último —lo de averiguar un poco más por aquella universidad— no lo hizo, y se dejó llevar por su sueño y el afán de conocer París.
Le dijeron que cuando llegara al Aéroport de Roissy Charles de Gaulle buscara un taxi que la trajera a la dirección a la que se dirigía ahora; y que tan pronto se instalara en el apartamento de La Maison de Baal…, llamara al número del teléfono que le dio Justius Belhord… En ese momento recordó al tipo con cierta inquietud: aquel individuo franco-canadiense —bueno, lo dijo él cuando se presentó, pero que más bien se semejaba a un turco otomano que hablaba el español muy bien—, estuvo recorriendo la Isla en busca de talentos —le añadió—, pero a un nivel superior; quería decir, que las personas seleccionadas contaran con una carrera, también con posgrados y si era posible una maestría o un doctorado, y ella, indiscutiblemente, reunía los requisitos. Por eso, se embulló.
Pero el entusiasmo venía con suspenso y con intrigas. Y mientras caminaba cansonamente y arrastraba la vieja maleta de cartón (maleta a la que un buen vecino le puso unas pequeñas ruedas para que la pudiera deslizar mejor), quiso pensar en las cosas que Monsieur Belhord le dijo cuando le entregó el pasaje, quizás le pudieran dar alguna clave de lo que le esperaba… No obstante, quería recordar más bien, pero constantemente tenía dificultades con la maleta, porque sus rueditas se trababan entre los adoquines. Entonces la levantaba y avanzaba un poco, pero al ponerla de nuevo sobre el empedrado, se volvían a trabar y así no podía concentrarse en lo que quería recordar.
Por fin, al llegar a una puerta que mostraba tres letras “S”, se quedó un poco como en duda de si tocar o no. Pero la seña que le dieron de la casa era la misma. Y ello se correspondía en la dirección, según recordó. La puerta era maltrecha y de color rojizo, y al mismo tiempo se veía gruesa y pesada. Buscó el timbre y no lo encontró. No tenía, sino un aldabón, y pensó que si hubiera tenido que tocar con los nudillos de sus dedos, se habría roto el puño y nadie la hubiera oído.
Descargó su frustración con tres aldabonazos que retumbaron en todo el callejón. Entonces oyó desde el fondo: “¡Ya voy, carajo, parece que quiere tumbar la puerta!”. Y de inmediato ella se dijo: “¡Coño, eso no es francés!”. Y el acento se le asemejó al de un isleño. De hecho se animó, y pensó que se encontraría probablemente con alguien de la Isla. Y tocó de nuevo, otros tres aldabonazos sin percatarse de que había aumentado la intensidad de los golpes. “¡Cojones, que ya voy, pero ¿qué se cree? Me va a romper la puerta, carajo!”. Y se sintieron los pasos rápidos como para no dar tiempo a que ella volviera a tocar. Por lo que cuando Zafi levantó la aldaba por tercera vez, se paralizó de pronto porque sintió y vio que el portón se estremeció, crujió y fue abriéndose lentamente, chirriando y como dejando un desgarro de goznes en el aire…
Salió una cabeza que no era fácil describir. Estaba entre lo grotesco y lo refinado, aparentaba tener expresiones de sublimidad pero la mayoría de los gestos se hacían ridículos, también se le notaba una boca grande y unos ojos enormes. Y al hablar parecía reírse, como si interpretara el personaje de una película… “Ah, es usted, disculpe. Es que soy escritor y tecleo en mi máquina constantemente, y usted me interrumpió. Suba esa escalera —hágalo con cuidado, para que no me eche a perder los escalones—, y busque su cuarto en el tercer piso, hay uno solo y la puerta tiene su nombre. Y solo llámeme cuando tenga algo muy importante que preguntarme. Hasta otro momento, ok? Tout va bien, alors”… Y la dejó con la boca abierta y frente a una escalerilla de caracol… “Pero usted es de la Isla, porque habla con mi mismo acento, en español”, terminó por decirle Zafi con su pie derecho en el primer peldaño. Y escuchó cuando el tipo le respondió rápido desde el fondo de un pasillo: “Yo no soy ni de aquí ni de allá, hablo todos los idiomas y uso todos los acentos… ah, y llámeme Jack, Jack el ‘Resplandeciente’”, y con una risotada se fue por otra puerta en el corredor. De inmediato se empezó a escuchar el tecleo de una máquina de escribir.
Zafi subió a duras penas, halando su maleta con fuerza, que saltaba entre los escalones. Al llegar al tercer piso, vio que efectivamente solo había una habitación al final de este nuevo pasillo. Se dirigió a la puerta y encontró su nombre encima de una rejilla que servía, supuestamente, de mirador. No tenía llave, pero ella la abrió…
*****
Zafi estaba ahora en Montparnasse. Y volvió a pellizcarse porque no lo quería creer. Estaba sentada en la mesita de un café, en un lugar del boulevard, un cafecillo muy al estilo de la belle époque, donde incluso las mujeres y los hombres vestían a esa moda. El cafecillo se llamaba Le Dome y cerca de allí estaba el Café de la Rotonde. En otra esquina se había formado una algarabía, pues un escritor quería presentar un libro y los cuatro gatos que habían ido le acusaban de plagio. El escritor fue quien los insultó y empezó a escupirlos y a tirarles sus libros por la cabeza. El público de cuatro se reía y se mofaba del hombre, y hasta le sacaron un cartel que decía: “Váyase a su Isla, asesino, dictador. Aquí no engaña a nadie”. Y al revés de todo, el hombre —que tenía un uniforme verde olivo— les corrió por todo el boulevard gritándoles “gusanos”, y les siguió atrás tirándoles sus libros, hasta que desaparecieron por una esquina lejana, a la izquierda.
Zafi veía todo esto con una sonrisa, mitad complacida, mitad triste, porque se acordaba de la Isla, pero también pensaba que era parte de la bohemia de Montparnasse. Saboreó su café au lait, y lo había podido pagar porque en el cuartucho en el que se alojaba encontró un sobre con un dinerillo de viático que le dejó Monsieur Belhord. También halló una nota en la que este le explicaba que su conferencia sobre Lezama sería al otro día en los predios de su universidad perdida, en medio de París, claro —porque nunca le daba la dirección ni el nombre— y que la irían a recoger para llevarla y traerla, que se pusiera el vestido que le dejó sobre la cama, hermoso, era como una tela de malla o como un tejido de algodón que lo transparentaba todo, adaptado especialmente a su cuerpo, y que se maquillara acentuando sus rasgos asiáticos; y la nota asimismo elogiaba su belleza de china caribeña. En realidad creyó que la trataban como una actriz y no como una escritora, ensayista, y especializada en uno de los grandes poetas barrocos de los últimos tiempos.
Montparnasse era algo insólito, se dijo, y saboreó su café. Todo podía suceder allí. Hasta el hecho de encontrarse con una gitana que salió de entre la gente directo hacia ella; una gitana llena de guindajos y abalorios, con los ojos extraños, cargados de una profundidad de dos colores, uno verde y otro ámbar. El pelo largo hasta la cintura y negro como el azabache. Y un azabache era lo que le ofrecía. Pero Zafi le dijo: “No, no puedo pagarte, tengo muy poco dinero, y estoy de paso”. La gitana la miró y se sonrió. “No te voy a cobrar nada, le respondió, sé quién eres y solo vengo a regalarte esta prenda, es para que te proteja, a ti y a tu hijo. Haz mañana tu conferencia y luego vete a Madrid; allá te espera tu muchacho. Es a él a quien tienes que ayudar”. Le dejó el azabache sobre la palma de su mano y desapareció entre la muchedumbre de parroquianos.
Zafi quedó intranquila. Hace unos meses que su hijo logró salir de la Isla (ella misma había conseguido la posibilidad de una beca para él, y apeló a la misericordia de uno de los grandes pinchos del Gobierno, y lo pudo hacer gracias a Marja, quien habló con el Godo para que la atendiera, y este, engatusado por la Seráfica le dio el salvoconducto para que el hijo de Zafi saliera, aun cuando todavía no se había resuelto permitirle a todo el mundo viajar libremente). Ahora el hijo estaba en España y ella quería verlo. Se llamaba Farao y primero intentó quedarse en Gijón, pero después regresó a Madrid y, por lo que ella había sabido, el joven estaba deambulando de un lado para otro en la capital española; a veces conseguía un trabajo, otras lograba un curso de alguna técnica que nunca terminaba. Por lo que ella se había enterado, algunos conocidos le decían Parao, y no Farao, por eso del Paro. Y lo que no se explicaba era cómo su hijo lograba sobrevivir. Por eso, principalmente, Zafi había aceptado la proposición de venir a París a impartir una conferencia sobre Lezama. Porque de alguna manera, de aquí tenía que saltar a España y encontrarse con su hijo para darle algún dinero… Y ahora la gitana se lo decía por lo claro, tenía que ayudarlo… Entonces, con el ceño fruncido bebió despacio otro sorbo de café.
De pronto, en La Rotonde se hubo de armar una orquesta de violines y guitarras, parecía que los instrumentos y los músicos habían estado siempre ahí, ocultos, como esperando el momento de saltar y presentarse, y la gente comenzó a reír, gritaban alborozadamente y se llamaban unos a otros; las personas encontraban sus parejas y se daban rienda suelta en un baile que se tomaba toda la calle y llegaba hasta ella. Había percusión, tambores de todos los tamaños y seres que parecían faunos y tocaban chelos. Otros eran elfos con instrumentos de vientos: oboes, clarinetes, flautas, cornos. Algunos se atrevieron a mostrarse como centauros con guitarras eléctricas y acústicas, con bajos y ukeleles, con marimbas y panderetas. Varias jóvenes hacían de ninfas y musas y venían y ya cantaban coros increíbles. Aparecieron ángeles que descendieron de un edificio y traían arpas y voces de sopranas y mesosopranas. Algún que otro ser alado hacía su papel de barítono y otros dos dejaban escuchar sus voces de tenores. De pronto, un hombre gordito, no muy alto, surgió en medio del ruedo con una voz que le recordó a Bocelli…La música se extendió como una coral celeste y ella creyó que las estrellas brillaban más. Era luna llena y aquello se le antojó ser un rito antiguo en medio de la noche de Montparnasse. Y alguien gritó entonces: “Agradezcamos a la Luna”, y el concierto subió de tono, de magnificencia y de entusiasmo… Fue entonces que un tipo, al parecer presumiendo de pintor, se le acercó. Primero usando una sonrisa, le arrebató suavemente su café, lo probó y acto seguido, con una inclinación caballeresca, la invitó a bailar.
Zafi aceptó, claro, porque la danza era uno de sus sueños (así también se desconectaría de la preocupación por su hijo solo en España), al menos había aprendido a combinar los movimientos del cuerpo con las metáforas y las historias literarias, y hasta en ocasiones le añadía algunas gotas de física cuántica, le bromeaba al pintor, así su forma caribeña de mover la cintura no se vería tan cursi, le añadía, sino que la insinuación resultaba mesurada, más bien con cierta elegancia sensual, digamos erótica, le respondió el pintor entre carcajadas y ocurrencias… Y Zafi bailó incansable, como nunca lo había hecho… Y el hombre quedó como sorprendido ante aquella danza de la muchacha, que era muy rítmica y sensual, que se conjuga con el sonido largo y vibrátil de los instrumentos y las voces y el fluir de una percusión rápida y múltiple, como de un suave redoblar de escobillas sobre el cuero templado de unas cajas. Y ella se contorsionaba con precisión, con la exactitud ligera de sus curvas, marcando una expresión sutil muy femenina, expresión tan nueva de coquetería que tenía un sexapil de visión intelectual y socarronería popular… Bailaron así hasta bien entrada la noche (Zafi no se cansaba de mover su cintura, gesticular el ritmo con sus manos, girar y dar varios pasos de ballet que se sabía)… Y los dos, el pintor y la musa, fueron de café en café, de esquina en esquina hasta que hicieron el amor en un recodo oscuro, en la parte de Montparnasse más cercana al Sena, porque ella recuerda —quizás como el sentido barato de una telenovela— que llegó a sentir allí, entre besos y caricias, el murmullo de la corriente y el olor a jazmín que salía del río. El pintor, entonces, con un palillo de brezo carbonizado que se sacó de un bolsillo del pantalón le dibujó en varias partes de su cuerpo una serie de siluetas y escorzos, posiciones increíbles, supuestamente sacadas del Kamasutra, y le prometió que se las recompondría en colores para que se les grabaran en la memoria de la piel. Pero Zafi le acarició el rostro, le sonrió y le dijo que no hacía falta porque ya estaban grabadas en su alma. Acto seguido le atrajo hacia sí, tan adentro, que el hombre se enloqueció con el fuego vivo de su útero, y le confesó que el movimiento que ella tenía en la cintura le inducía a imaginar cómo en lo adelante pintaría las líneas invisibles de aquellas ondas rítmicas de su cuerpo, que se deslizaban por todo el Boulevard de Montparnasse hacia las mismas catacumbas, y las ondas de colores transparentes llegarían a la torre, y sonarían como las acuarelas brillantes de la vida en el mismísimo cementerio… Después que hicieron el amor sofocada y rítmicamente, Zafi detuvo al pintor en medio de aquel alborozo de humanidad, de sueños y locuras, y mirándole a los ojos aceitunados, le preguntó su nombre… Este entonces le dijo que se llamaba Amedeo Modigliani, y con una sonrisa enorme se desvaneció.
Se volvió a mover, abrió los ojos suavemente y vio que la corteza del abedul estaba blanquecina, parecía tener una piel cuarteada pero plateada. Sintió la brisa que le daba una sensación de bienestar y se propuso no moverse más. Entonces miro hacia arriba y vio las hojas del abedul en forma de romboide y con bordes como a modo de dientes milenarios. Pero el árbol tenía también flores amarillas y verdes que colgaban como si fueran lágrimas de algún dios naturalizado en aquel bosque de París. El abedul era áspero y al mismo tiempo terso, ¿cómo podía ser? Su sombra era una forma de la ternura, y ella sentía que respiraba un aire perfecto, de paz interior que salía de las ramas de aquel árbol, árbol incubado hace muchos años por no se sabe qué casualidad de la naturaleza. Su tronco, de unos veinte metros, la cobijaba ahora con su sombra y su aire, con sus tenues lágrimas y su paz remota.
Zafi se dio cuenta así de que no se encontraba rodeada de árboles, sino que estaba debajo del abedul y este sentía siempre la necesidad de la luz; por eso se hallaba en un claro. Aquel árbol era como una paradoja de planta, tenía un olor aromático y un sabor amargo. Pero también era un cicatrizador de heridas, y servía para el alma, que se conformaba en su mejor propiedad curativa. Y Zafi estaba ahora curándose de su soledad (o de la edad del Sol, como había leído en un libro sobre Adán y Eva), porque en la isla estuvo sola y aquí —en París— todo se desvanecía.
Su conferencia sobre Lezama ocurría en una de las catacumbas (donde se extendía la universidad perdida). Y en medio de su charla las cosas desaparecieron. Quedó en la oscuridad de un limbo y de pronto se vio caminando por un sendero del bosque hasta llegar al abedul. No había dormido y la necesidad del sueño le superó las fuerzas. Antes de encontrar aquel árbol, hubo de caminar mucho por las calles de París, por los barrios llenos de indigentes y se alimentó de sobras. Y supo que su viaje había sido un sueño hermoso y triste y que ella no sabía en ocasiones ni quién era, o cómo podría recuperar su identidad y siquiera cierto sentido de la dignidad de una pobre escritora. A veces pensaba que venía a ser el personaje de un cuento o de una novela, que el sueño de alguien la había creado; y así se había dejado llevar por la mucha gente que asistió a su conferencia; aquí recuperó su estima; dicen que eran personas importantes pero estaban encapuchadas y usaban largas batas rojizas, casi oscuras, y la acompañaron en un recorrido por las catacumbas, al menos por algunos lugares que decían ser sagrados. La aplaudieron en buena medida, cuando ella les habló de los ritos célticos y la conjunción con los bretones y las ruinas de Pérgamo; ritos, conjunción y ruinas que su poeta barroco creó en largas parrafadas de descripción inimaginable, bueno, entre muchos aspectos que también mencionó, como por ejemplo los misterios órficos y el sentido opaco de la realidad en el enmarañado bosque de la poesía lezamiana. Como cuando el poema y/o la “realidad” está y no está; esa paradoja inalcanzable de un ser ontológico que se deshace para rehacerse de nuevo, y así eternamente, dijo. Y la aplaudieron a rabiar cuando expresó que las imágenes en Lezama buscaban sus propias almas, porque ahí es donde estaba la clave de su sistema poético, del mundo como realidad metafísica. Cada alma tiene su imagen y viceversa… como también lo dijeron Morell y Bioy Casares en los años 40.
En efecto, Zafi anduvo hablando así, y sin cesar, por las catacumbas de París; y se adentró en su propia nueva imagen, como si todo fuera un rayo de esperanza para una vida mejor fuera de la Isla. De hecho siempre se propuso hacer buenas relaciones con algunos esquivos encapuchados que, como si fueran druidas, de alguna manera le prometieron ayudarla para que alcanzara definitivamente el propio azar concurrente. Ese azar que tenía mucho de destino, de reencarnación y de luz interior. De paso, la ayudarían a que se reuniera en España con su hijo y verían qué podían hacer por él… Entonces fue cuando todo se volvió a desvanecer y ella apareció debajo del abedul.
Como que despertó sentada en el banco de un parque, debajo del árbol, recibiendo una cálida sombra y la brisa de una mañana de cielo abierto, se desperezó y tuvo la intuición de que toda esta aventura (¿o desventura?, dudó ella) ya estaba siendo anotada en algún cuaderno, y pensó que quizás era Marja que la estaba escribiendo en los márgenes de algún libro, realmente se alegró de que así fuera porque sus avatares no pasarían en vano por esta vida…
Entre sus manos tenía una de las hojas de Monsieur Jack, con la supuesta historia que escribía constantemente, sin dar tregua al tiempo ni a sus propias manos. Fue un momento en que bajó y sintió la máquina tecleando en el cuarto de Jack. Por simple curiosidad, quiso preguntarle, tocó muy suave y lo abrió. Entonces nada más vio la máquina de escribir que marcaba sola, de una manera automática, y extrajo la hoja de su rodillo… El ejemplo de la hoja que volvió a leer una y otra vez era la infinita repetición del nombre Jack, jack, jack, jack, jack…
El abedul se estremeció por una brisa más fuerte y dejó caer algunas lascas de su corteza plateada. Hubo entonces como el silbido de una canción que venía de lejos y ella miro a la distancia con la languidez de incertidumbre que casi siempre la embargaba. Y sus ojos vieron que se aproximaba un remolino de hojarascas. En ese momento supo que todo iba a cambiar de nuevo…
Alguien la tocaba en el hombro y le decía en un español castizo si prefería jugo de mango o de pera, ya solo quedaba media hora para aterrizar en el aeropuerto de Madrid, y le pedían que se pusiera el cinturón del asiento. Despertó, abrió los ojos. Miró por la ventanilla y vio los primeros edificios y casas de Barajas. En eso recordó que todo había sido un sueño, y que ella viajaba desde la Isla directo a Madrid, pero cuando vio otra vez la hoja del Resplandeciente y leyó “Jack, Jack, Jack…”, se dijo que con toda seguridad alguien la estaba volviendo a soñar. Suspiró y vio por segunda vez a la azafata que le repetía: “¿De mango o de pera?”. La miró con los ojos lánguidos y le respondió: “Donne moi un café au lait, s’il vous plaît”, y le devolvió la mitad de una sonrisa, antes de desvanecerse de nuevo…
Eastvale, California, julio de 2013
[Este relato fue publicado originalmente en el número 29 de Otro Lunes, Revista Hispanoamericana de Cultura]
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