Literatura. Relato.
Por Eduardo Pérsico…
Al principio de los 70 y en el Royalty, un Día de Damas se vería esa, la apelícula de la princesa con el fotógrafo, cuando un comando revolucionario ocupó las instalaciones. Un combatiente entró a la cabina con una película en su mano izquierda y un revólver en la derecha y, por supuesto, Germán el operador creyó una joda de los vagos del café.
—Gallego, hay que pasar esto— le falsearon la voz y el hombre ni se sobresaltó. Germán era en verdad un catalán que envolvía sílabas en la boca al pronunciar y quien al fin de la guerra civil española, anclaría en Buenos Aires donde por esa argentinada de llamar turco a un armenio o ruso a cualquier judío, él sería el gallego Germán y operador del Royalty Cine. Un fulano que al enterarse “los lunes no hay función y ese día tenemos franco”, diría “Franco no, día libre”. Perfil que si el joven guerrillero que asaltara su cabina con gorra hasta las orejas y revolver ’38 largo supiera, en vez de “revolucionarlo” estaría en casa mirando televisión.
—Quieto, pasa este rollo y viva la lucha popular— o algo así apuró el atacante. Germán sorprendido esperó alguna otra orden, y como el otro no agrego más se repasó un pañuelo por los anteojos y entró a dictarle.
—Tranquilo pichón, guarda tu matagato y calza eso en el carretel— y el combatiente de gorra y bufanda, obedeció.
— … y al ver en la ventanita dos manchas blancas tira la otra palanca y prende la máquina— así que el aspirante a bajar del Aconcagua a tomar Buenos Aires, frente al viejo Germán que olfateara pólvora verdadera, de nuevo obedeció.
—… y antes de ahorcarte tira esa chalina, que verás dos manchas y si mueves esa palanca habrá proyección.
—Sí, señor— ya gimoteó el pibe.
— … y ahora pichón deja eso. Ordena mis cosas del mate y esperemos que tu cinta sirva de algo— y el viejo también disfrutaba el entrevero.
En verdad el gallego Germán nacido y crecido en Cataluña, en el Royalty disfrutaba hasta las barriales bromas resabidas: “A Germán de nuevo lo hirieron en el tiroteo de Arizona”, o “cuando llueve el operador se calza los zapatos de Frankestein y camina tranquilo”. Pero mientras en la cabina trajinaban Germán y el revolucionario, las damas del miércoles que aguardaban el beso del fotógrafo y la princesita, avistaron a unos que sacudían un trapo colorado en la sala y una viejita les gritó “siéntense jóvenes o llamo al acomodador”. En tanto arriba, Germán instruyendo al atacante se divertía cuando en la cinta ya rodando, la voz de Fidel Castro sonaba a mascarita y el Che Guevara reculaba yéndose al llegar. Todo proyectado de revés y a contrapierna, en tanto abajo los combatientes del Royalty se sentían malheridos por agitar su pabellón sin conmover a nadie. Acaso sin analizar por un rato que ese cine de Avellaneda “no guardaba las condiciones objetivas para lanzar desde allí la lucha armada”. Y que al arrolle de insignia se sumaría el efectivo rajando escalera abajo y dejando sus pertrechos; menos la gorra.
— … así no jodes a nadie, chiquilín—, le gritaría Germán que acaso, quién lo sabe, en esa crítica mordiera algún fracaso propio…
Así que al repartir el botín incautado al enemigo, el acomodador se guardó el ’38 niquelado y Germán eligió la chalina de vicuña.
—… muy elegante contra la bruma de cintas inglesas— se le anticipó Germán a los vagos del café de abajo.
Y quien sabe si bandera y gorra no “andarán” todavía por algún rincón de Avellaneda.
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