Hoy trato de una intimidad que quiero compartir —y espero que me lean con benevolencia—, porque estoy convencido de sintonizar con una abrumadora mayoría en cuanto a esos paisajes que dejan una profunda huella hasta quedar en la memoria como espejos de Alicia que nos permitirán volver.
Escenarios que son música para escuchar en completo silencio, detenidos en ese instante que se prolonga merced a una mágica seducción ajena a la palabra.Las cataratas han sido siempre, desde aquella junto a la que cenábamos de vez en cuando con mi padre a las de Iguazú, o un Salto del Ángel que transforma el agua en incienso, imanes de los que no puedo escapar y, a su vista, un pasmo por la sensación de atisbar otro mundo. Sin embargo, no es preciso cruzar océanos para asistir a la maravilla de un atardecer en Cuenca, cuando el sol azulea sobre la sierra y después enrojece o, muy cerca de casa, el color del poniente sobre las aguas, las sombras que se adensan en lontananza…
A veces son los colores y, otras, es la inmensidad del entorno lo que paradójicamente nos adentra sin razón aparente en nuestra propia interioridad, al punto de ser entonces cuando saldría exclamar, con Fray Luís de León, “¡Vivir quiero conmigo!”. Tal vez sea una lástima que estímulos como los mencionados no estén con nosotros más a menudo. Y termino: voy a llegarme hasta la orilla del mar, ahora que empieza a anochecer.
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