Literatura. Relato.
Por Cecilia Durán Mena…
En realidad no soportas tanto lugar común, te enfadan tanto las frasecitas esas como la de “el amor es la fuerza que mueve al mundo”, si superan que el acicate que te hizo progresar fue precisamente lo contrario. Te tildan de malagradecido y en verdad tal vez lo seas, pero como tú mismo dices ¿y, cómo no? Siempre le serviste de changuito de cilindro que salía a escena cada vez que quería presumir su bondad. ¿Cuál bondad?
Todavía puedes escuchar su voz, ese tono condescendiente con el que le decía a sus amistades que ustedes eran parte de la familia. Se atrevía a decir que habías nacido en su casa. Sí, claro. ¡Qué flaca tienen la memoria! Otro poco y te toca nacer en el taxi al que subieron a tu madre. El chofer no quería llevarla pero tuvo la compasión que a ellos les faltó. En la clínica del Seguro Social no la recibieron porque no estaba inscrita, fueron a dar al cuarto de una vecindad en el que una partera la atendió y a la que se le pagaron sus servicios en abonos.
Lo que sí es verdad es que creciste en esa casa. No podías traspasar el umbral de la cocina, ni jugar en el patio, ni salir del cuarto de servicio. Pero escuchabas todo. Los gritos de la señora Bondades: María, el desayuno. María, pon la mesa. María, lava los trastes. María córtame las uñas de los pies. María, ¿nunca vas a aprender? El tenedor va del lado izquierdo. ¡Qué burra! Tu madre se levantaba a las cinco de la mañana y se acostaba a las doce de la noche, un día sí y el otro también. Siempre que la tildaban de floja y ella bajaba la mirada.
Te enojabas tanto, sobre todo cuando tu madre te regañaba ¿por qué les pones tan mala cara? Si hicieras las cosas de buena gana podrías sonreír, pero como no lo haces siempre traes la cara arrugada. Tus malos sentimientos están a punto de dominarte y ni cuenta te das que tienes la fuerza para vencerlos, así te decía tu madre. Menos mal que no le hiciste caso, eso dices ahora.
Ahora sabes que todo empezó ese domingo que tu madre te llevó al zoológico. Llegaron a la jaula del hipopótamo. El animal dormía hundido en el lodo, en un charco enorme de suciedad que, sin embargo, era demasiado pequeño para sus proporciones. Los otros niños le lanzaban piedras y la bestia estúpida no se movía. Tal vez ni siquiera se daba cuenta. María te dijo que esa es la naturaleza de esas criaturas, quedarse en el lodo, inmóviles. Así ellos están bien. En la jaula de al lado, la pantera negra recorría la jaula haciendo círculos, iba y venía sin descanso, una y otra y otra vez. Jadeaba. La mirada perdida. Sin descanso, de un extremo a otro. Las orejas paradas, la cola hacia arriba, los colmillos de fuera. A ella nadie le tiraba piedras. El hipopótamo ni cuenta se daba de lo que sucedía a su alrededor. La pantera tampoco, pero te parecía que tenía un plan. Los ojos del paquidermo ni siquiera se distinguían. Los de la pantera sacaban chispas, igual que los tuyos.
No sé, creo que tu madre tuvo razón. Los malos sentimientos sí te dominaron. Ni modo que quisieras que fuera la señora la que le llevara el café a la cama a tu mamá. ¿A poco querías que ellos comieran en platos de plástico y tú en los de porcelana? No entendías, o cómo ella misma te decía, no quisiste entender. Por eso estudiabas todo el tiempo y por eso los hijos de la señora Bondades se burlaban tanto de ti. También por los lentes y porque el ojito se te desviaba. Bueno, tienes que reconocer que los anteojos eran bastante grandes y feos, y la necedad del ojo de quedarse pegado a la nariz no ayudaba en nada. ¿O, sí?
Tan pronto como te fue posible te inscribiste en el Colegio Militar. Lo raro es que los malos tratos de ese lugar nunca los resentías. Los arrestos por tonterías, los castigos y los escarmientos eran el acicate que te impulsaban a seguir adelante. En segundos se te olvidaban las majaderías del teniente Quiñones, pero eso que le decían a María lo traías cincelado en el alma.
Pero cada vez que ibas a visitar a María, la señora Bondades empezaba con la misma cantaleta. Le presumía a sus amistades lo buen muchacho que habías salido, lo bien que te veías de uniforme y otra vez con lo de que eras como de la familia; tú volvías con la cara de vinagre. Tu mamá se tronaba los dedos y te hacía gestos para que te comportaras.
Lo que nunca pudiste entender fue esa actitud, esos regaños y esos sermones. Te taladraban los oídos cada vez que ella empezaba con lo de “es de bien nacido ser agradecido”, ¿cuál bien nacido? Ya se le olvidó que naciste en un quinto patio. Pero ella insistía en que cada uno tiene su lugar y ese hay que respetarlo.
Lo bueno es que eso fue hace muchos años pero solo los locos olvidan. Aunque ya eres un cirujano de los que quitan arrugas y tienes la sala de espera del consultorio llena, a veces te punzan los recuerdos. Recorres con la mirada las paredes llenas de tantos reconocimientos, los pisos adornados con esas alfombras tan mullidas y el escritorio de maderas que huelen a fino. Ahora los zapatos que usas son italianos y los calcetines son de esos largos que se pone la gente elegante.
Reconoces que la señora Bondades te ha recomendado con todas sus amigas pero no olvidas que María no alcanzó a tener tu título entre sus manos. Hoy, la patrona, como le decía tu madre, está sentada frente a ti. Quiere que le devuelvas la juventud. Tú lo que quieres es darle su merecido.
Recuerdas la voz de tu madre, “tus malos sentimientos están a punto de dominarte y ni cuenta te das de que tienes la fuerza para vencerlos”, no, ni cuenta te das de que puedes vencerlos o no te da la gana, la diferencia es que hoy sí le pones buena cara. La recibes con una sonrisa, nada de caras avinagradas. La examinas y le dices las maravillas que tus técnicas le pueden hacer a su rostro. Lo bueno es que ella te cree, lo malo es que no entiende a qué te refieres con la palabra “maravillas”.
Es cierto, en realidad no soportas tanto lugar común pero “a cada capillita le llega su fiestecita” y hoy el changuito de cilindro le llegó el turno de estar de fiesta. No, ni chango que hace gracias, ni hipopótamo que se hunde en el lodo: tú siempre quisiste ser como la pantera.
La despides con amabilidad después de fijar la fecha para la cirugía. Te diste el lujo de no darle un descuento, la operación correrá enteramente por tu cuenta. Ella te mira llena de agradecimiento, te pellizca las mejillas, como lo hacía cuando eras el niño que no podía salir de la cocina.
—Gracias, siempre te he considerado parte de mi familia —se acerca para darte un beso pero, como siempre, como antes, lo deja en el aire.
Sientes como el cabello sedoso y tan bien teñido te golpea la nariz. De forma disimulada se retira rápidamente para que no se te ocurra darle un abrazo. La acompañas a la puerta del consultorio. Ella va dando saltitos, imaginando lo bien que se va a ver con la cara sin arrugas, con los ojos sin ojeras. Se detiene y le dice a la recepcionista con la voz en un volumen para que la escuchen todas las señoras de la sala de espera:
—Este muchacho nació en mi casa —se volvió a ti y te hizo guiñó.
Sonreíste. Ella no notó que te frotabas las manos. Tampoco reparó en unos ojos similares a los de una pantera.
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