Literatura. Crónica.
Por Nora Salgueiro.
Esencialmente, la vida es un exceso
George Bataille
Tomar sol en las terrazas de Buenos Aires es, totalmente, otra cosa. El murmullo constante de la ciudad —zumbido urbano— se asemeja a un mar arrullador, distinto.
Algún pájaro estridente posado en las antenas sorprende por audacia más que por presencia: cualquier jilguero se transforma en exótico; cualquier benteveo, en pieza de colección.
Desde edificios próximos —gigantes inmóviles— llegan sonidos de voces, ladridos de perro faldero, gritos de obreros en una construcción invisible. El movimiento atrae la atención: la señora riega sus plantas en el balcón cercano; no se imagina que la observan y el detalle agrega un plus.
Aquel avión, pequeño como de juguete, surca el cielo invitando a usar un mágico zoom que permitiera ver asientos ocupados por personas de negocios, por turistas, a recorrer pasillos junto a la azafata atenta. En realidad, se sigue tan quieto bajo el sol… Mundos opuestos, mundos similares.
De vez en cuando, universos mecánicos de la posmodernidad —los ascensores— despiertan con sonidos guturales, como bestias prehistóricas. Cajas automáticas reemplazan escaleras señoriales, apropiándose en segundos de espacio y de tiempo para facilitar el subir y el bajar contra reloj a sujetos devorados por circuitos cotidianos. Como si en ello se les fuera la vida, hombres y mujeres dominados por trámites sin sentido regresarán luego —al final del día— a las cuevas de donde salieron para dormir dóciles, apilados. Como expedientes de una oficina siniestra.
En la terraza, por el contrario, no existe prisa ni desvelo; aquello por realizar, junto a lo pendiente, se diluye en el bienestar que invade el cuerpo descansado.
¿Qué podría ser más importante que esa nube cambiando de formas, deslizándose sutil, rápida hacia el oeste? Si se la busca momentos después habrá desaparecido, dejando la sensación de haberla imaginado.
Una bocina, alguna frenada brusca, insisten desde la calle; el agudo de la sirena estremece inevitablemente. Pero en este mundo, aéreo y tranquilo, nada logrará alterar demasiado los sentidos, ningún drama inquietará lo suficiente, aunque ninguno sea ajeno por completo.
La hormiga camina en dirección al brazo. ¿Qué hacer? ¿Dejarla y exponerme a un escozor insoportable o matarla? ¿Matar? A quién podría ocurrírsele matar en semejante paz desbordante de armonía: sería un sacrilegio. Menudo encuentro hemos tenido, debo decidir ya. Opto por librar su ruta, sorprendida ante la bondad para con un insecto al que soy alérgica y detesto. El microclima que invade el ambiente transformándolo —transformándome— podría ser, tal vez, alguna explicación. En fin, también yo a ras del suelo, la veo enorme, veo su silueta negra y vacilante deslizarse por baldosas blancas, caminar y seguir, seguir en busca de previsor alimento, quién sabe dónde.
En esta dimensión, en cambio, sólo existe presente, eterno instante sin pasado ni futuro. Toda posibilidad de prudencia o planificación se ha tornado anacrónica, inoportuna.
Con el sol entibiando el cuerpo, con el murmullo de las hojas de árboles altos cuyas copas asoman moviéndose en complicidad con la brisa, no se necesita más. Resulta posible permanecer adormecidos e inconscientes, como animales satisfechos.
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