La sospecha

Written by on 19/12/2019 in Literatura, Relato - No comments
Literatura. Relato.
Por Margarita Belandria.

Buscando el anillo. Creative Commons.

Varios años  de amores  escondidos.  Jacinta es la más pequeña y única niñita de los Duque; familia ensombrecida por un recíproco y antiguo rencor hacia sus más cercanos vecinos, los temibles Araque, cuyo antepasado había mudado con nocturna alevosía los linderos de la finca, desencadenando una ristra de pleitos que concluyó con varias muertes sangrientas. Catorce entre los miembros de cada familia y para el momento apenas siete adultos en la familia de los Duque y nueve en la de los Araque. Entre ofensas y defensas los Duque comienzan a sentir la desventaja. Por eso, y porque en Guayabales el ganado sufría más de plaga y daba menos leche, deciden mudarse a otra aldea más lejana, mentada Ojo de Agua, más conocida como Páramo del Oso, de clima frío, de potreros con buenos pastizales, aguas abundantes y bien lejos de sus terribles enemigos que andaban siempre queriendo pleitear, y con mayor saña los domingos cuando salían al pueblito cercano a tomar aguardiente y regresaban con los ojos tenebrosos y más ganas de tasajearle el corazón a otro Duque.

Los amantes, los más tiernos de las dos familias, creen que ya está bien de tantos muertos entre sus mayores. Desde su infancia se habían conocido no en los frecuentes encuentros pendencieros, sino en circunstancias muy distintas. Se conocieron en la parte más agreste del lindero, donde brotaba un manantial rumoroso y las copas de los árboles enhiestos se desvanecían entre las nubes. En un descuido de la madre, por sus tantísimas ocupaciones, la niña fue a rastrear una gallina que había escondido su nidal bajo una gran piedra aledaña. Cuando plena de alborozo descubre el nido de huevos, aparece el muchacho que andaba inspeccionando las trampas montadas a los cachicamos y cazando pájaros. Se miraron sorprendidos. Nunca se habían visto, pero como un rayo se les iluminó la idea de quién era quien. No salieron huyendo, tampoco se pusieron a pelear como sus familias, menos aún se iban a querer asesinar. Criados entre adultos siempre, jamás habían tenido otros niños con quien compartir ni siquiera un juego. Y esta era una preciosa ocasión para jugar. Contaron los huevos, jugaron escondite, agua abundante se lanzaron con las manos, en largas y peligrosas lianas se mecieron, guardaron el secreto con gran celo y durante años se siguieron encontrando en el recóndito nidal.

Oso al acecho. Creative Commons.

La penúltima vez ella le habló de la mudanza para el Páramo del Oso; nunca más se volverían a ver, le dijo abrazándolo con mimos sollozantes. El joven la cerró con ternura entre sus fuertes brazos y protestó con optimismo: Nada ni nadie nos podrá separar.

Al día siguiente llevaba él dos anillos iguales que, poniendo a Dios por testigo, intercambiaron en sus dedos para sellar el juramento de su inquebrantable amor. Le prometió que en dos meses iría por ella y se escaparían hacia los llanos del Arauca, donde nadie los fuese a encontrar. Ella sólo tendría que estar pendiente de alguna señal que él le dejaría en un conveniente lugar.

La nueva finca de los Duque se situaba tras el cinturón de montañas más alto y apartado de la zona. De clima frío, cercada de un silencio escalofriante y leves colinas onduladas. Sin vecinos en varias leguas a la redonda y con bosques espesos intercalados en la inmensidad de los potreros planos donde los animales pastaban con la placidez que ocasiona la ausencia de tábanos y moscas que tanto los atosigaban en Guayabales. El agua de consumo era acarreada hasta la casa desde un arroyo cercano que se deslizaba vertiginoso sobre piedras gigantes y ferrosas, dejando a su paso cascadas y pozos de un amarillo transparente. En uno de los pozos, guarnecido por un espeso árbol de tamaña corpulencia, se recogía el agua y se hallaba una laja grande de piedra para lavar la ropa. En ese árbol esperaba ella encontrar algún corazón tallado en la corteza, o alguna otra señal.

Casi cerrando la noche, la madre se dio cuenta de que no quedaba agua para el día siguiente y mandó a Jacinta al pozo. Ella fue corriendo a llenar las vasijas.  De pronto, siente caer piedritas y trocitos de palo seco sobre su cabeza y alrededor. Miró con detenimiento hacia la copa del árbol tupido que se erguía sobre el pozo. Al no divisar nada, se le erizó la piel y salió en estampida creyendo que pudiera ser un oso, a los que tanto temía desde que llegaron a la nueva finca. Le habían dicho que esas bestias se llevaban a las muchachas al corazón de la montaña, remontándolas a unas cuevas muy altas y escarpadas de donde no podían escapar, y nacían ositos negros y peludos con carita de gente.

Presa de un comprensible nerviosismo llegó a su casa a dar agitada cuenta de lo ocurrido. Seguramente un oso había trepado a lo más alto del árbol. Ya había oscurecido cuando su padre y sus hermanos soltaron la manada de perros y con escopetas cargadas se fueron a cazar al animal. Muchos disparos al árbol y, en la densa oscuridad, oyeron algo pesado caer en el fondo del acantilado, que los perros arrastraron callejón abajo destrozando con ferocidad, pero ellos no supieron qué animal pudo haber sido. Con los primeros rayos del sol de la mañana, rastrearon los tramos más accesibles de los acantilados profundos por los que discurría el arroyo rodeado de intrincada vegetación, sin encontrar nada. Sólo en las patas y el hocico de los perros aún persistían escasos restos de barro y sangre después de pasar toda la noche exacerbados en su feroz carnicería.

Tres días más tarde volvió al pozo Jacinta. Mientras llenaba de agua las vasijas vio brillar, en el fondo del pozo, algo circular. Se recogió las enaguas para no mojarlas y se sumergió entre el agua helada para extraerlo. Era un anillo idéntico al que Fidelindo, dos meses antes, le había colocado en su anular. Lo interpretó entonces como un aviso dejado allí para anunciarle que ya la había ido a buscar. Miró atenta en derredor. Lo imaginó escondido en algún lugar en espera de la noche para concretar sus planes de fuga. Llegó a su casa con el corazón saltando, introdujo una muda de ropa en una mochila y le dijo a la madre que estaba muy cansada y se acostaría temprano a dormir; pero dio la vuelta por detrás de la casa y retornó al arroyo. La luna salió majestuosa entre las copas de los árboles, y siguió alumbrando y alumbró las horas hasta que Fidelindo no apareció por ninguna parte. Cansada de la espera, ya casi en la madrugada, regresó en silencio y se acostó rendida a llorar.

El tiempo fue pasando y Jacinta había tomado una bonita redondez. Todos contentos porque a su única y hermosa niña de quince años el cambio de clima le había caído bien, aunque la notaban más esquiva y silenciosa, y la dejaban tranquila cuando se encerraba a llorar, porque eso eran cosas de la edad, comentaban entre ellos en alguno de los pocos momentos libres que les quedaba para descansar. Una noche, ya tarde, la oyeron dando amordazados gemidos en su habitación. Seguros de que no eran pesadillas, corrieron a ver qué le ocurría. Al abrir la puerta, la sorpresa los hundió. De entre las piernas sangradas de su hermosa niña otro niño estaba empezando a salir. Golpeando fuerte el pie en el suelo la madre desafió a los hombres con una furiosa mirada de interrogación. Hasta donde su memoria le alcanzaba, Jacinta no conocía otros hombres que no fuesen ellos; aparte de buscar leña y agua nunca iba a ningún otro lugar, vecinos tampoco había por ningún lado, pero se aprestó solícita a auxiliarla y a la pequeña criatura también. El padre empujó a sus hijos hacia el patio y salió tras ellos. Desde adentro solo se escuchaban puñetazos y gritos de acusación.

Pese a la insistencia de su madre, de su padre y sus hermanos, todas las preguntas quedaron sin responder. De tan linda, se tornó huraña, la mirada apagada, los labios apretados y en rotunda mudez.

En Guayabales nunca más se volvió a tener noticia de Fidelindo. Desafiando la autoridad familiar y los ruegos de su madre anunció que partiría hacia los llanos del Arauca, pero en esas tierras nadie ha podido dar cuentas de él. Aunque ya están cansados de buscarlo y de hacer promesas a los santos, a la madre de Fidelindo se le ha puesto el moño blanco prendiendo velas a la Virgen y rezando por verlo regresar otra vez.

En el Páramo del Oso a los Duque  les ha ido bien. Trabajando duro de sol a sol, pero en paz. Crecen los trigales y el ganado aumenta también. A pesar del recelo que se guardan los hombres entre unos y otros, en el pecho les anida una callada alegría por el chico que rompe con sus risas el silencio y crece corriendo por los montes armándoles trampas a los cachicamos, cazando pájaros y un fiero brillo en los ojos que se les parece al de alguien, pero ya no recuerdan de quién.

Recriminándose por tanto miedo a los osos, y atando cabos sueltos, Jacinta se ha ido envejeciendo. Enroscada como una serpiente negra, una horrenda sospecha muerde cada noche su corazón.

 

 

 

 

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About the Author

Margarita Belandria (Mérida - Venezuela) es profesora de la Universidad de Los Andes en el área de lógica y filosofía. Autora de libros y numerosos artículos dentro de su área de conocimiento. En el campo literario ha publicado varios cuentos, relatos, novela y poesía.

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