Literatura. Testimonio.
Por Mario L. Blanco Blanco…
Eran los primeros días del triunfo revolucionario en 1959 y los muchachos jugábamos a la guerra, poniéndonos seudónimos y disparando contra los contrarios. La mayoría se peleaba por ser Fidel, otros por ser Camilo, yo prefería por algún reflejo de mi estrella madrina del firmamento, ser Húber Matos. Más tarde comenzaron a crearse las Patrullas Juveniles, donde los jóvenes éramos organizados en pelotones, construimos nuestro propio cuartel con planchas de bambú que íbamos a buscar cerca del río San Juan, donde se encontraba en sus cercanías el famoso campo de tiro que el Gobierno revolucionario arrebató a la tiranía de Batista y comenzó a usarlo con los mismos fines. Muy cerca también se encontraba la famosa casona de Arsenio Ortiz, el tristemente famoso Chacal de Oriente, de donde provenían múltiples anécdotas dantescas ocurridas en sus alrededores.
A menudo grupos de nosotros, de la barriada, íbamos a bañarnos a la famosa “poza del campo de tiro”, río San Juan, donde desnudos disfrutábamos de aquellas aguas, que nada de cristalinas tenían pero su profundidad nos permitía bañarnos a nuestro antojo, y donde la mayoría de nosotros aprendimos a nadar, por propia decisión o por decisión de los mayores, que cuando alguien demostraba miedo a tirarse en la poza, lo agarraban y tiraban a la fuerza y había que chapaletear y darle a las manos y pies, y así aprender a sobrevivir en aquel medio donde imperaba la ley del más fuerte. La mayoría de nosotros coleccionábamos los casquillos de las balas que utilizaban los soldados en las prácticas, y entre más grande el casquillo más grande la euforia, sobre todo si alguien encontraba uno de calibre 50, que incluso mi padre los utilizaba para hacerle de mango o culata a algunos cuchillos que utilizaba comúnmente cuando sacrificábamos un puerco en casa.
A mediados del mes de enero fuimos mi amigo Fabula y yo al río, y de paso buscamos casquillos con los cuales nutrir nuestra colección, teniendo un día de suerte, pues encontramos, alejándonos un poco y yendo hacia el final del campo, una cantidad enorme y los bolsillos no nos alcanzaban, tan eufóricos estábamos que llegamos prácticamente al final donde había unas instalaciones y un buldócer; la tierra estaba removida, y pletórico de alegría mi amigo Fabula me dice: “Mayín, mira, aquí hay cantidad”, y al observar hacia donde me señalaba, le aviso: “Cuidado, Fabula, mira la mano de un muerto saliendo de la tierra”. Salimos espantados como alma que se lleva el diablo, perdiendo en la carrera la mitad de nuestro tesoro, y el corazón casi saliéndose de nuestros pechos. Cuando llegamos al camino nos miramos uno al otro, y sin decir nada tomamos a paso doble el trayecto de regreso sin compartir palabra alguna hasta nuestras casas. Yo no sé si Fabula contó algo a sus padres, lo dudo, yo nunca lo hice pues de hacerlo creo sería la última vez que hubiera pisado aquellos terrenos.
Al cabo de muchos años supe que el día 12 de enero se había fusilado indiscriminadamente a 72 personas en aquel lugar sin hacerles juicio, e incluso que una de ellas había sido el abuelo de un gran amigo mío. Fabula con el tiempo trabajó de bracero en el puerto y yo me fui a estudiar a Polonia, solo una vez lo vi después de mi regreso, y me dijo Mayín: “Tú estudiaste, y yo me quedé bruto, y mírame solo me gusta el ron. Te acuerdas cuando íbamos al reparto Vista Alegre a limpiar zapatos juntos, te acuerdas como nos ‘comíamos las guácimas (ausentarse de las aulas), y nos íbamos a bañar al río, te acuerdas, Mayín, de la mano del muerto”. Al poco tiempo, Fabula murió intoxicado por el “ron” barato llamado guarfarina, solo bajo el efecto de aquel aguardiente malo, tuvo el valor de recordarme aquel suceso de nuestra niñez.
©Mario L. Blanco. All Rigths Reserved