El escritor que no sabía que lo era

Written by on 23/03/2017 in Cronica, Literatura - No comments
Literatura. Crónica.
Por Félix J. Fojo…

Mario Blanco Blanco, el escritor que no sabía que lo era.

Tengo un amigo escritor que no sabía que lo era.

Ese amigo es un buen amigo —¿Se sonrojaría, santiaguero y martiano cómo es?, si yo dijera que «es un hombre sincero y de donde crece la palma» Creo que sí— que escribía desde hace muchos años para su familia más cercana, sus hijos y sus nietos, y a veces, muy pocas, para sus afectos más leales, y solo para ellos.

Nunca, puedo asegurarlo, le pasó por la mente a mi amigo plasmar sus sencillas narraciones y pequeñas crónicas para la posteridad: «Que si eso no es para mí, que si no soy bueno redactando, que si tengo muy poco qué decir, que a quien puede interesarle lo que yo haya visto y vivido, que como puedo compararme con los escritores de verdad, que soy ingeniero y no escritor, que…». En fin, lo que toda persona excesivamente modesta piensa de sus propias obras y de las supuestas dificultades —que las hay, claro que sí, pero son, o parecen mayores porque no se enfrentan con la fe y persistencia necesarias— con las que tiene que colisionar el que se atreve a intentar romper esa barrera, un tanto psicológica y un tanto real, de comenzar a publicar.

Siendo yo, y me felicito por contar con ese premio, uno de esos afectos leales, uno de los pocos que goza del privilegio de leer de inicio las breves crónicas de mi amigo Mario Blanco, vaya aquí ya su nombre, soy de los que ha tratado —el editor Armando Nuviola es el otro que conozco— y trata de convencerlo de que sí, de que debe revisar y dar a la luz pública lo mejor de sus escritos.

Textos que no son pocos, porque Blanco tiene la costumbre, el buen hábito diría yo, de recoger en aproximadamente una cuartilla las impresiones que le producen determinadas personas, personajes, lugares, libros y sucesos, y como resulta que es un tipo observador y penetrante, además de lúcido, esas cuartillas deben ya pasar del metro de estatura puestas de plano unas sobre las otras.

Y esos textos, esas crónicas breves pero enjundiosas, sabrosas de leer, cargadas de la sabiduría de un hombre que ha viajado (a veces como turista, los viajes buenos, y también los otros, los difíciles) y sobre todo que ha vivido, y que ha vivido momentos buenos y experiencias duras, sin jamás dejar de aprender algo de la vida, de enseñar algo a los que se le ponen a tiro y sobre todo sin jamás dejar de ser lo que él más valora —y lo que más valoramos sus amigos—, un hombre bueno, hombre y amigo, como recuerdo decía hace muchos años un artista, de cierta fama entonces, allá en Cuba.

Es así como la literatura cubana va ganando, poquito a poco, que Mario es a veces un tanto resabioso y perfeccionista con sus obras, a uno de los suyos.

Quien haya leído su relato La mano del muerto, o la crónica sobre Arsenio Ortiz, el Chacal de Oriente o la semblanza sobre la ciudad en que vive hoy Blanco con su familia: Montréal, en Canadá, ya sabe a qué me refiero. Y esas tres breves crónicas, tres joyitas, no son más que una muestra, digamos que una degustación en copita fina pero muy chica, del contenido de una cava que lleva años añejándose.

De paso, aprovecho este público saludo a un escritor que siempre estuvo ahí pero que nunca, hasta ahora supo, o quiso saber, que lo era, para retomar un argumento que me sirvió, entre otros, para convencer a Mario Blanco que escribir no es solo un placer —un placer bastante masoquista y en ocasiones ingrato, valga el comentario— sino muchas veces una deuda que tenemos con los demás, sobre todo con aquellos que por ser más nuevos o haber tenido menos acceso a buenas fuentes de información, desconocen las raíces de las que vienen y de las que se nutren, sean estas las del terruño originario o la del pequeño planeta que, nos guste o no, habitamos.

Contar, sea oralmente, sea por escrito, si es que hay algo importante que decir, y decirlo bien, como es el caso de mi amigo Blanco, es una deuda que debemos pagar todos —ya sé, ya sé que no todo el mundo nace con el don de hacer literatura, pero hay otras muchas formas de comunicarnos— por la sencilla razón, tan resobada, pero cierta, de que el que desconoce la historia está condenado a repetirla, y condenar a alguien a repetir algo, sobre todo si ese algo no es bueno, no lo hace a uno mejor.

¡Ah, que muchos no nos harán caso o incluso se burlarán! Es verdad, es parte del juego literario, pero por lo menos que no quede por uno, aunque solo sea para defendernos cuando el ciudadano San Pedro nos pida cuentas.

Y si bien el argumento es válido, creo yo, para todo el mundo, lo es mucho más para los cubanos. No muchos países pequeños han vivido tantas historias enrevesadas —¿cuántos pueden «enorgullecerse», por ejemplo, de haber estado a punto de volatilizar el mundo?— y tampoco muchas naciones, vuelvo con las pequeñas, tienen más lagunas y zonas oscuras en su historia que nosotros.

Ahora mismo hay toda una suerte de iracunda polémica en la prensa escrita de la isla por la forma en que murió —en que lo mataron, debo decir— un líder obrero azucarero de los años cuarenta, y cuando uno lee una opinión y la contraria, se da cuenta de que los que debieron haber dejado constancia de la verdad en su momento no lo hicieron o lo hicieron tendenciosamente. Las polémicas históricas cubanas son tantas que se atropellan, y me disculpo por robarle un pedacito de letra a Sindo Garay.

Nada es malo, malo, malo ni nada es bueno, bueno, bueno. Casi todo es gris, a veces con pespuntes negros y a veces con pespuntes blancos, pero siempre tirando al gris. Por eso necesitamos personas como Mario Blanco que nos cuenten las cosas. Cosas que a lo mejor pasaron al doblar de nuestras casas o detrás de la tapia del cementerio del pueblo, pero ni nos enteramos, o nos enteramos mal, o nos dimos por enterados sin saber, en realidad, de que iba la cosa.

Y por supuesto, contemos nuestras verdades —ser honesto es la regla más difícil de cumplir y Blanco la cumple a rajatabla— antes de que la parca impía nos impida hacerlo.

Que fue, el de la parca impía (un poco cursi la frasecita, ¿verdad?), el mejor argumento con el que creo —creemos Mandy Nuviola y un servidor— haber convencido a Blanco de que pusiera ya de lado sus reservas y se decidiera de una vez a sentirse escritor y actuar como tal.

¡Y parece ser que lo está haciendo!

 

 

©Félix J. Fojo. All rights Reserved

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About the Author

Félix J. Fojo. La Habana, Cuba, 1946. Es Médico, divulgador científico y un apasionado de la historia. Exprofesor de la Cátedra de Cirugía de la Universidad de La Habana. Desde hace muchos años reside entre la Florida, EE.UU. y Puerto Rico. Colabora en la Revista Galenus, importante revista para los médicos de Puerto Rico. Ha publicado artículos de opinión y divulgación en diferentes medios periodísticos de EE.UU. y Europa. Entre sus libros publicados por la editorial Palibrio: Caos, leyes raras y otras historias de la Ciencia (2013), Una breve historia de la obesidad (2013), No Preguntes por Ellos (2013), De médicos, poetas, locos... y los otros (2014). Su próxima novela, El Corso me decían (Editorial Unos & Otros) se encuentra en edición.

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