Fue entonces cuando decidí desplazar la mesa noventa grados. Ahora tenía frente a mis ojos la estantería y la ventana a un lado. Me había colocado de cara a una invisible proa tras los libros, cortando el aire hacia un destino desconocido que no llegaría a alcanzar hasta que se detuvieran los cúmulos que seguía dejando atrás para dar paso a otros.
El cuarto era ahora el aposento de una embarcación que haría posible conocer el mundo sin necesidad de traspasar la puerta; sin riesgo de mareo ni pago de billete. Fue en ese rato, con el paisaje de blancos y azules en lenta progresión a mi lado, cuando se me hizo evidente la razón que asistía a Pessoa cuando afirmó que, para viajar, basta con existir. Máxime si desde la ventana puede apreciarse el paso de los cielos.