Literatura. Cuento.
Por Antonio Diego Loprese.
En todo barrio siempre hay un personaje que se destaca. De esos que todos conocen, más por sus circunstancias humanas que por sus conocimientos o por sus destrezas en algún arte o profesión. En este barrio, de fábricas y comercios pequeños, había un tipo que se pasaba de ese estereotipo. Se llamaba Ernesto Rivarola. Era flaco, de pelo largo, con rostro de historieta y siempre empilchaba bien. Todos lo conocíamos como El Recto. Hizo del desempleo su trabajo y el mangueo fue su hobby preferido. Vivía a costa de su madre y de una devota esposa que parecía encantada por tal chantún. Siempre a la misma hora, en la misma esquina, estába pidiendo una moneda, un pucho o que el bondi lo llevara porque no le alcanza la guita.
El Recto tenía una dificultad. No le gustaban las curvas, los óvalos ni los círculos. Nada que lo obligara a pegar una vuelta. Amén de este complejo, se cuenta en voz baja que todo nació a partir de una mala experiencia que sufrió de chico. Salió despedido a velocidad crucero de una calesita de la plaza. Nunca más se subió a una. Y nunca más dobló. Sí. Ni una esquina doblaba. Todo lo hacía linealmente. Si tenía que dar vuelta a la esquina cruzaba de manera rectilínea. De una esquina a la otra y luego cruzaba a la vereda. En el barrio no lo podíamos creer. Cuando jugábamos al fútbol era carrilero, solo le gustaba correr pegado a la línea. Cuando viajaba en bondi y doblada en la esquina se agarraba fuerte del pasamano y cerraba los ojos, rezando que lo peor pasara. Cuando abría los ojos se encontraba transpirado y los pasajeros mirándolo extrañamente.
Un día fue hasta el kiosco a fiarse unos cigarrillos y se encontró ante una tormenta. En la tele y la radio hablaban de la tormenta del año. A Ernesto Rivarola, alias El Recto, tampoco le gustaba mojarse porque podía arruinarle la pilcha. Además, del peinado de la peluquería top del barrio. La tormenta se tomaba su tiempo para diluirse. Se la jugó a caminar velozmente pegado a las paredes de las casas para mojarse lo menos posible. Todo fue bien hasta que llegó a la esquina. Como sabemos le daba pánico doblar las esquinas. Las calles estaban anegadas para hacer su clásico cruce de vereda a vereda. Era eso o doblar. No había mucho tiempo para pensar qué hacer. Así que decidió cruzar a la vereda del frente. A los apurones y sin mirar cruzó raudamente. Dio un salto y desapareció de escena. No había rastros ni imágenes de El Recto. Pasaron las horas, la tormenta se convirtió en una leve llovizna. El Recto seguía sin aparecer. De un salto a otro, su figura se difuminó en aguas turbulentas. Al otro día era el chisme de la semana. Pobre Ernesto. El día anterior habían hecho un pozo y no lo taparon con lo cual se armaba un remolino de aquellos… Sí, un remolino, miles de vueltas. Círculos infinitos… cosas que él odiaba… El desdichado Ernesto no lo sabía cuándo decidió cruzar. Un pésimo desenlace.
Así fue que El Recto se despidió para siempre por el caño largo y sucio de una cloaca… y quizás, por obra y misterio del destino, fue a parar a una parte del riachuelo que serpentea su contaminada figura al cielo. Nunca lo sabremos.
[Buenos Aires, 6 de diciembre de 2017]
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