Adria y el camello

Written by on 07/12/2015 in Estampa, Literatura - No comments
Literatura. Estampa.

Por Roberto Alvarez Quiñones…

Camello Cuba

Un ‘camello’ metálico habanero en su recorrido diario por la avenida de Rancho Boyeros.

 

—Elsy, venga como venga el camello ese lo tenemos que coger aunque nos saquen el bofe, nos desmayemos del calor o nos pasen el cepillo sin miseria.

—Ah, no cojas lucha, Adria, que a Baldo lo dejaste babeándose todo el sábado pasado, y te va a esperar hasta mañana, janeao como una estatua sin moverse de ahí, ja, ja, ja.

Adria teme llegar tarde a la primera cita con el “flaco lindo” que conoció hace una semana en Coppelia de L y 23, el corazón de La Habana. Quedaron de encontrarse a las 4:00 de la tarde en la entrada del cine Yara, frente a la enorme heladería que lleva el nombre del ballet clásico favorito de la mujer más poderosa de la isla, Celia Sánchez.

Tocados por una mano bromista del más allá, Baldomero vive en Alamar, y la chica en Capdevila. Un foso seco de 35 kilómetros de ancho se interpone entre ambos enamorados.

A fuerza de tirones de la sideral distancia, multiplicada por la crisis infinita del transporte, Adria además de rezarle a la Virgen de la Caridad sale siempre con dos horas de anticipación para llegar a tiempo a cualquier lugar, si es que llega.

La agraciada trigueña clara de 20 años, con su  exuberante cola de langosta,  estudia Psicología en la Universidad de La Habana, gracias a lo cual es capaz de metabolizar su karma de ignotas vidas anteriores, y aceptar su torcido destino de depender de un “camello” para llegar a la Tierra Prometida de la muchachada habanera: el Vedado.

Allí, en La Rampa, centro neurálgico habanero que se solaza con el fresco del Malecón, la vida es más llevadera, con cines, heladerías y sus night clubs, herencia del tiempo de “los malos”, con sus penumbras espléndidas, al alcance, larga cola mediante, y con un buen “toque sabroso” al que cuida la puerta

Adria le ha dicho a Faustina, su mamá, que irá con su amiga Elsy a la heladería Coppelia, y luego a ver la película cubana Una mulata de anjá, que está haciendo furor.

A Faustina le gusta que su hija salga acompañada de Elsy, una linda jabaíta estudiante de periodismo, por lo “seriecita” que es. Tanto lo es que en cuanto llegue a La Rampa se encontrará con  su boyfriend, Cristóbal, para meterse primero en el Tikoa Club, junto con su amiga y Baldo, a calentar los motores, y luego irse los cuatro ya “encendidos” para la posada de 11 y 24,  la única que tiene agua y sábanas limpias en toda La Habana.

—Mira, mira, ahí viene ya el camello, dice Elsy alborozada.

Luego de 45 minutos con aquel sol que les achicharra el espinazo, se acerca chapoteando pesares por Rancho Boyeros el híbrido tropical de ómnibus (guagua) con la joroba en el techo que le da tan sui géneris  nombre.

Con cabinas improvisadas de corta y clava, hechas a puros martillazos por neófitos en materia de transporte de pasajeros (en un país tropical además),  la ventilación dentro del larguísimo vientre de la rastra-dromedario brilla por su ausencia. Por eso ya se anunció en el diario  Tribuna de La Habana que serán registrados en el libro de Guinness como los mejores baños turcos móviles del planeta.

La gran mole extraterrestre se detiene milagrosamente en la parada, y sirve el entremés: tratar de abordarla. Al abrirse la puerta delantera, Adria y Elsy no pueden subir. El acceso está bloqueado por dos forzudos morenos que van en el estribo, el más prieto de ellos con una enorme grabadora a todo pulmón.

Camello La Habana

Escena habitual cuando el chofer del ‘dromedario’ tropical se detiene en una parada.

Empujando desaforadamente ambas jovencitas tratan de entrar. Elsy no logra siquiera agarrarse del tubo para subir. Pero Adria desliza la mano entre traseros y protuberancias comprometedoras. Masajeando sin contemplaciones se agarra al fin del tubo salvador. Empuja como una supermana y pone un pie en el estribo espacial.

¡Lo logré, coño, lo logré!, ¡soy una leona!, ¡una caballa!, se dice a sí misma, orgullosa.

Elsy, al ver que no puede encaramarse le dicta a su amiga su telegrama:

—Dile a Crist que me espere, que no se vaya a ir de ahí, que en el próximo camello yo me subo aunque acaben conmigo o tenga que tirar a alguien pa’ abajo…

—Caminen, caballeros, caminen pa’ atrás, porque si no, aquí me planto hasta  que la rana críe pelos, amenaza la voz rajada del conductor, embajador del chofer  quien  va aislado en la cabina del camión que arrastra el enorme engendro, esperando como un perrito de Pavlov el sonido de un timbre para ponerse en marcha.  Lo de detenerse en cada parada  es opcional, si le cuadra y tiene el día bueno.

El de la grabadora se las arregla para colocarse de manera tal que la apetitosa criollita le quede justamente de espaldas, fundida con él. Con una trastienda tan aventajada, la psicoterapeuta es un banquete homérico aún para el jamonero más sonso.

Al parecer descendiente de senegaleses, el afrocubano se “entusiasma” con la lotería que se ha sacado. Ella, experta en salir de  trances eróticos guagüeriles, logra ladearse un tilín, lo suficiente como para que el alebrestado pasajero apunte a un sitio menos vulnerable.

En tanto, el amarillento monstruo no se mueve. La puerta no cierra,  tropieza con los dos masajistas. Adria apenas hace contacto con el suelo, suspendida como un sandwich entre su jamonero,  que ya logró pegarle el enhiesto “material”, aunque de refilón,  y un guajiro macho tan alto que para poder respirar ella tiene que ladear su cara y huir de la hedionda espalda,  en la que está incrustada.

Señores, si la puerta no cierra, peor pa’ ustedes, total, yo no  estoy apurao, aclara el copiloto del artefacto interplanetario.

Al fin la puerta cierra, pero al aumentar la presión interna, la universitaria es devuelta  a su peligrosa posición inicial sobre el estribo, con su terrorista musical ya muy embalado, quien ahora sí logra acomodarle su virilidad en el sitio exacto que la psicóloga estaba evitando.

El animalón mesoriental se pone al fin en movimiento. La preocupación de la joven ahora es doble: evitar salir embarazada en el trayecto, y si habrá una invasión de hunos en la próxima parada.

Pero, oh divina suerte, el encabronado chofer sigue de largo dejando detrás en tierra a una multitud enardecida que le desea a gritos que Satanás viole a su madre y a él lo parta un rayo.

Los ríos de sudor están arruinando la compostura de Adria. Los que emanan de ella misma, que ensopan su blusa de la shopping, y los que destilan los enanitos de Blancanieves que danzan en las axilas de un nuevo vecino frontal, a una escasa cuarta de su nariz.

Luego de llevarse en claro otras dos paradas, con su diluvio de improperios, el chofer se detiene media cuadra después, solo para “descargar”, pero tan bruscamente que una mujer le da con una caja en la cabeza a un niño pequeño que va sentado con su mamá. El infante rompe a llorar a todo pecho, y su progenitora a echar maldiciones de carretonero andaluz.

Al solo bajar pasajeros y no subir ninguno, Adria se puede valer otra vez por sí misma. Cumpliendo la ley del viejo Darwin, a puros codazos se corre un metro hacia el centro de la surrealista diligencia, y deja con la miel en los labios a su cuasi violador, ya a punto de caramelo completo.

Pero al precio de embarrarse cara, pelo, blusa y brazo con la espesa grasa que destila un cartucho de torticas de Morón al que un viejo se aferra cual manjar de la reina de Saba.

—!Ayyy, coooño!, tenga más cuidado, que me ha dado tremendo pisotón, dice alguien con dolor en la voz.

—Ah, qué te pasa consojte, si no quieres que te pisen, cómprate un Mercedeben y no cojaj  guagua, mi helmano…

—Qué gracioso, usted es el que tiene que ver mejor donde planta las patazas esas grandísimas que tiene…

El diálogo sube de tono y cunde el pánico. La gente, Adria incluida, trata de alejarse de la acalorada pareja para no agarrar la galleta que ya flota en el aire. En el maremoto,  como que un piano le cae a la chica en un pie. Casi se desfallece de dolor por un pisotón que vino convoyado con la rasgadura de su saya nuevecita al engancharse con el zipper desvencijado de una portañuela, que no es difícil inferir por qué estaba abierta.

—¿Qué pasa, caballeros?, está bueno ya de aguaje, dejen esa comemierdería, advierte un escaparate color púrpura cercano a los cuasi pújiles.

—Bastante rejodidos estamos ya para encima formar bronca en esta  ratonera de mierda, agrega tajante el mediador.

La sangre no llega al río. El coloso continúa su desandar por la inacabable avenida Boyeros, la más larga del país. Adria, amante del teatro, se ve a sí misma en la sala Hubert de Blank protagonizando a la Beatriz del Dante. Es su socorrido recurso para soportarlo todo mejor.

Solamente inmersa en la Divina Comedia puede aceptar su deshidratación a chorros, los hedores inmundos, la “NG La Banda” que le cincela los tímpanos, el llanto del niño golpeado y el de otro que se ha animado a hacerle una segunda voz, y a los nuevos jamoneros que le pegan sus atributos para darle una probadita a tan deliciosa anatomía.

Completan la puesta en escena empujones, gases letales de fea procedencia, palabrotas, y el zarandeo que el monstruo ocasiona con su trote, acelerones y frenazos. Todo ello, aguantándose ella a duras penas de un tubo tan alto como una nube, y con una sola mano, pues con la otra aprieta fuerte su minúscula cartera con 28 pesos ($1.16), un pañuelo, dos condones chinos y el carnet de identidad.

¡Ayyy!, ¡degenerados! —grita una mujer sollozando—, me robaron la carterita que tenía dentro de esta jaba con el dinero y los carnets. ¡Ay!, ¡Dios mío!, y ahora qué me hago yo… ¡Ayy mi madre!

—¡Compañero!—, espeta un vozarrón dirigiéndose al conductor, —todo el mundo quieto en base, que el ladrón está aquí adentro.

—¡Mi vieja!, busque bien en la jaba otra vez, no ponga esto peor de lo que ya está, busque otra vez…, dice otro pasajero, con la esperanza de que aparezca la puñetera carterita.

Adria no puede mirar su reloj pulsera porque con esa mano se sujeta, pero se juega la vida un instante y ve que son ya las 4:07 de la tarde, y que ahora por un hijo de puta carterista va a venir la policía, y entre pitos y flautas dejará embarcado a Baldo, y de paso a Cristóbal.

Yo lo siento mucho, mi vieja —aclara el conductor con su voz añejada por pretéritos galones de “chispa e’tren”—, pero por un  monederito yo no voy a parar esto. Tengo que seguir mi viaje.

El sui géneris expreso de Oriente arriba intacto al Coliseo de la Ciudad Deportiva, punto en el que termina para la muchacha la primera etapa de su Odisea del Espacio. Allí debe abordar otra nave que la lleve a Baldomero.

El camello-dragón abre su panza de latón hirviente y sucio. Un alud de asfixiados pasajeros rueda cuesta abajo y deposita en tierra a la futura psicóloga, sana y salva, y sin tener ella que mover un dedo.

—¡Ayy!, gracias mi virgencita querida, otra vez salí ilesa, gracias, susurra la chica.

Se detiene unos segundos. Respira profundo, y muy segura se dispone a “ripiarse” y montarse a como dé lugar en la primera ruta 174 que aparezca.

¡Alabaoo, abusadooora… no lo muevas así mamita, que no respondo de mi….  ¡Asesinaa…! ¡Cosarrrricaa…!

—Es lo único que me faltaba. Mire, estese tranquilo que tengo el día malísimo,  responde agresiva la estudiante al bardo callejero entusiasmado, mientras camina unos metros para ponerse en posición de ¡Al abordajee!, a mediación de cuadra.

Casi una hora después, Adria vuelve a la vida. Un chofer que obviamente se volvió loco acaba de parar frente a la enardecida multitud. Frenética, fuera de sí, la joven se lanza como un asteroide, y empujando y metiendo los codos como una moscovita al subir a un trolebús, logra subirse en el nuevo transbordador. De nuevo se siente como una campeona, una leona.

Cuando la guagua emprende  la marcha a la muchacha le llegan desde la acera los destellos dorados de una de las bonitas hebillas de sus zapatos domingueros, regalados por su tía de Miami.

Resignada al desgraciarse sus zapatos, se concentra en la pregunta que se la come viva: ¿Me estará esperando Baldo todavía?

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Glosario

Ambia: amigo en el lenguaje marginal callejero de personas no muy educadas

Camello: camión articulado convertido en ómnibus, sin ventilación, con una joroba en el techo

Chispa e’ tren: tóxica bebida alcohólica, casera, destilada clandestinamente

Galleta: bofetada

Guagua: ómnibus

Jamonero: hombre que roza eróticamente a las mujeres en los ómnibus y aglomeraciones de público.

Janearse: quedarse tranquilo parado en un lugar

NG La Banda: orquesta cubana de salsa

No coger lucha: no preocuparse

Pasar el cepillo: arrimarse mucho a una mujer y rozarla provocadoramente

Sacar el bofe: ser maltratado, quedar sin aliento por un esfuerzo impuesto por otra persona

Torticas de Morón: grasosas galletas o torta dulce

Toque sabroso: soborno.

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[Esta estampa ha sido enviada especialmente por su autor para Palabra Abierta]

Roberto Alvarez Quiñones

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About the Author

Roberto Álvarez Quiñones (Cuba). Periodista, economista, profesor e historiador. Escribe para medios hispanos de Estados Unidos, España y Latinoamérica. Autor de siete libros de temas económicos, históricos y sociales, editados en Cuba, México, Venezuela y EE.UU (“Estampas Medievales Cubanas”, 2010). Fue durante 12 años editor y columnista del diario “La Opinión” de Los Angeles. Analista económico de Telemundo (TV) de 2002 a 2009. Fue profesor de Periodismo en la Universidad de La Habana, y de Historia de las Doctrinas Económicas en el Instituto Superior de Relaciones Internacionales (ISRI). Ha impartido cursos y conferencias en países de Europa y de Latinoamérica. Trabajó en el diario “Granma” como columnista económico y cronista histórico. Fue comentarista económico en la TV Cubana. En los años 60 trabajó en el Banco Central de Cuba y el Ministerio del Comercio Exterior. Ha obtenido 11 premios de Periodismo. Reside en Los Angeles, California.

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