Literatura. Crónica.
Por Rosa Marina González-Quevedo…
Nota de la autora: El tema de la soledad forma parte de la naturaleza. Crecen los árboles solos en el bosque, nace una flor en medio de un desierto, corren los ríos en soledad, en lo más íntimo de montes y montañas. Y a cielo abierto vuela solitaria el águila. Y solas rompen las olas en la solitaria orilla de la playa… Y nosotros, pobres mortales, en el mejor de los casos, coleccionamos hojas y las encerramos en una caja de seguridad, pensando que, al final, servirán para cubrirnos el cuerpo. Mientras tanto, el alma vuela. Y la naturaleza, en soledad, vive.
Cuenta la historia que, en un lugar del bosque, de su pequeño e íntimo bosque, dejó trazado el proyecto de sus últimos días. Días, por demás, extraños. Y, por tanto, memorables. Días que, para no olvidarlos, los encerró en una caja de caudales. Una caja vacía, ahora llena de hojas secas. Una caja que dejó allí, sobre un mar de naturaleza, a merced del tiempo.
No había más que verle acariciar los árboles para darse cuenta de su especial relación con ellos. Les consideraba amigos de siempre. A menudo, les hablaba. Y les contaba anécdotas de su vida, repasando, una por una, el tránsito veloz de sus estaciones personales: Su primavera juvenil, cuando los sueños proliferaban como flores en su piel repleta de ilusiones; su verano impetuoso, cuando tenía tanta fuerza en el alma que podía derrumbar murallas de piedras a su paso… Y también algo de su invierno, cuando la nieve y la soledad quemaban su energía, transformándola en cenizas.
Pero de todas sus estaciones personales, el otoño era aquella más significativa, precisamente por ser el tiempo de recoger hojas caídas: Para él, las hojas secas representaban un enorme caudal y nadie lo sabía. Eran retazos de vida, aparentemente muertos, que le servirían para cubrirse el cuerpo inmóvil; su cuerpo que estaba envejeciendo, paralizándose, día a día… hasta que llegara el día de no poder moverse más para ir al bosque. Por eso, en su noche tenía que conservar la tarde del otoño (quién sabe si sería el último) con el mismo celo que había siempre curado sus mañanas de sol.
No tenía herederos. Algún sobrino desconocido, hijo de algún hermano también desconocido en una ciudad desconocida… Eso era lo mismo que nada. Sobre todo, porque su entera fortuna estaba allí, en una caja de caudales llena de hojas secas, y no en una cuenta bancaria, ni en un palacio lleno de riquezas acuñadas en dinero. Era, en fin, un pobre entre los más pobres. Y eso no interesaría a nadie, por supuesto. Y él no se preocuparía por dejar testamento de su miseria. Cuando llegaran los días de nieve, cuando el viento frío abriera las ventanas de su cabaña y apagara su hoguera; cuando él, yerto, no pudiera andar para encender de nuevo el fuego, tendría al menos hojas para cubrirse el cuerpo. Que si bien una pequeña caja de caudales era un espacio muy reducido para almacenar gran número de ellas, estaba claro que, por lo menos, esto era un buen proyecto.
Y nada más que decir. No sabemos cuándo fue escrita esta historia, pero eso bien poco importa. Caminemos y entremos en el bosque que nos crece por dentro y hallaremos un tesoro escondido en una caja olvidada por la gente. Frente a ella, todo buen observador podría descubrir cuánto vale la vida cuando la muerte, implacable pero condescendiente, deja vivas hojas secas, a buen precio, en la leyenda de cualquier viejo leñador.
[León, España, 23 de febrero de 2017]
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