Es sabido que jamás se recorre el mismo camino; porque ha cambiado desde la última vez o, si inmutable, por ser el caminante quien ya no es el que era cuando lo recorrió. Sin embargo, y a pesar de ser consciente de ello, he regresado de un viaje en el que he abreviado e incluso renunciado a algunas visitas suponiendo que iban a ser un más de lo mismo. Catedrales o castillos, montes, edificios, puertos o riberas, relegados tras el primer vistazo en la errónea convicción de que no aportarían novedad alguna y solo al final, en esas aburridas horas de espera que preceden al vuelo de regreso, me di a pensar en esa necedad sin posible vuelta atrás para remediarla.La espectacularidad nos asombra a todos. No obstante, y cuando lo contemplado no llega a tanto, son detalles, con demasiada frecuencia inadvertidos, los que convertirán el supuesto remedo en algo nuevo y con encanto. Penetrar más allá de la apariencia, de una primera impresión, implica un plus de atención pero, en contrapartida, también un suplemento de placer. No hay otra monotonía que la nacida del propio interior y, con distinta actitud, la contemplación abandonará los estereotipos que trae la memoria.
A partir del regreso, me he prometido renunciar a ese estar de vuelta que subyace en lo que damos en llamar diálogos de sordos y, por similitud, en la visión de ciegos que me poseyó demasiadas veces frente a torres, fachadas o vitrales. Y creo que me traeré mucho más al almacén de los recuerdos si termino por convencerme, y traducir en la práctica, que el atractivo empieza por saber mirar sin dárselas, a priori, de enterado.
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